Amor a la Carta: Historias de a dos hasta que dure... Balcón

Carlos Riedel3 marzo, 2020

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud...

-Me gusta, Sergio.

La voz acarició con sabiduría para obtener lo deseado antes que la mano a la cara gruesa. Aunque no utilizara el efecto tantas veces como se pueda imaginar conociendo mujeres, ella sonrió segura del triunfo al comprobar la expresión rendida de esos ojos que siempre le cerraban el paso.

Justo en el centro del balcón la abrazó, porque así respondía a las demostraciones de ternura de su flamante esposa. Abrazos anchos, para meterla dentro de su pecho y borrar las distancias, los silencios, las dudas que le transmitía desde que la conoció. Ella cedió a la presión de los brazos poderosos por reacción al dolor que sobrevenía si demoraba el beso, broche inevitable al rapto de pasión. Y lo besó: siempre hay alguien que lleva y otro que se deja llevar.

El hombre de la inmobiliaria, un muchacho con remera del Che, quedó suspirando por el cierre de la operación alquiler: ¨ departamento antiguo sobre negocio, excelente ubicación, muy luminoso, 60 metros cuadrados, dos dormitorios, cocina grande, cómodo balcón, ideal recién casados ¨. La mujer había llamado a la oficina.

-Buscamos un departamento, efectivamente, pero nos interesa con balcón, chico o grande. Espero su llamado.

El que recibía la lapicera del Che para firmar ahí mismo el contrato, vuelto del abrazo, sobre una mesa enclenque donde instalarían el hall, era Sergio, mientras ella, bajando la cabeza, confirmaba quién de los dos era el interesado en ese pedazo de loza en voladizo hacia la calle, hacia el aire ruidoso del pleno centro o al silencio abierto de las madrugadas de luna veraniega.

-Grande o chico, no importa si con barandas de hierro forjado o de los modernos, cerrados con alambre para gallinero para que los chicos no se caigan.

No me equivoco imaginando la escena, seguramente.

Los que hablan, porque saben lo que pasó algunos meses después de la mudanza, desarrollan interpretaciones psicológicas, como siempre.

Yo no puedo decir mucho. Para mí era una blanca piel y un negrísimo cabello. Ese contraste, ahora que lo pienso, es lo que me empujaba a pensarla débil, inmadura para la edad que tenía cuándo la conocí. Quiero decir que las veces que cruzamos algunas palabras sentí su desamparo como quien se estremece por un vientito frío.

Hija de padres estrictos, cinco hermanos entre los que se disfrazó el desamor con libertad y el desinterés con falta de tiempo, escuela de monjas, mucho silencio donde guardar los deseos, terminaron en el peor error que se puede cometer cuando se está desesperado: aferrarse al primero que asoma.

Y apareció Sergio, justo el tipo de los que terminan golpeando a la mujer, con su gigante soledad en miniatura dentro de semejante voluntad de trabajo, deber, desconfianza y fragilidad.

Desde el comienzo supo que él no era para ella pero no lo quiso entender. Arremetió contra la vida, capaz de hacernos creer lo que no es, haciendo lo más fácil: dejó de escuchar lo que venía de afuera y se enfrascó en sus cuatro verdades, una de las cuales era que ella no podía dejar de amarlo.

Por eso lo empujó aquella noche.