Cancha mojada (Retratos rápidos de gente al contado): Capítulo siete

Carlos Riedel18 septiembre, 2018

Por  Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

Estos del gobierno son tan inútiles, que si se tiran al suelo le erran  

                       De un colectivero hablando por celular, mientras manejaba por la ruta 6

Gregorio B.

Anda por los recuerdos de aquella fábrica que se llevaron a San Luis desmantelando galpones y operarios. Altura de contrabajo, mechones de pelo revuelto a los costados, sonrisa por debajo de un bigote fino, vozarrón que sobresalía por sobre el ruido industrial, Gregorio y su escepticismo visceral hecho constantes preguntas a matar: -¿Vio que tiempo loco, llover con este viento?, -¿Cómo pueden pagarnos esta miseria y ellos vivir con lujo ¿eh?, -¿Boca va a perder con Estudiantes, cuando les ponen el sábado un fangote de plata arriba de la mesa ?. Infinitos interrogantes que lo dibujaban en el humo de sus conversaciones. Gregorio B nunca recordaba los nombres y apellidos de quienes lo rodeaban y recurría al sellazo “Don este hombre” para suplantar los huecos de la memoria. Cuando era inevitable la caída, una tarde sin colores, Gregorio B vio venir al comprador de las acciones disimulando por el pasillo a  sonrisa limpia el choque de semejante Titanic con salvavidas de plomo para los que  ponen el lomo. Gregorio B lo  encaró camino al baño, y antes de apretar la mano tendida del caballero perfumado disparó: -¿Vio Don este hombre, que yo tenía razón cuando decía que esto se está yendo de a poquito a la mierda?. La frase resonó entre espaldas, hombros, miradas. Desde ese momento, no registro más recuerdos de Gregorio B. Puede ser que aún camine por su segura ancianidad con salud de hierro. Lo imagino deteniendo la marcha cada tanto y preguntando: ¿Cómo anda Don este hombre?¿Siempre en la huella? .

Sonrisa bajo el bigote finito, canoso, recorriendo la vida como un andén vacío.

Carmen I.

Durante el día va por las habitaciones de su casa en la difícil tarea de que todo esté como le gusta: limpio, ordenado, austero, prolijo. Tiene orgullo de vivir así, en armonía con cada objeto viejo o nuevo, entre la luz del sol o en la maravillosa penumbra azul de las lloviznas. Por la tarde va hasta el estudio donde ejerce la profesión de contadora. Apenas pocos clientes le permiten sobrevivir junto a su marido, obrero de la construcción, y a sus hijas, que estudian y tejen muñecos para vender por Facebook. Carmen revisa cada tarde, en la casa que fue de su abuela, sobre la calle Cuyo, los libros de actividades de quienes ganan diez veces más que ella y le solicitan dobles contabilidades al amparo de una linda sonrisa, excusa de solicitudes pragmáticas: ¿para qué pagar al Estado, lo que se roban los políticos de todos los partidos? Cuando se va el último cliente se quita los anteojos, repasa mentalmente lo que cobró de más para cubrirse de la devaluación aprovechando los pliegues de la ley, y se va en el Duna gris modelo 2015. En su casa el marido preparó una rica cena y la recibe con un beso, novedades que por suerte no los perjudican, huelen a viejas. Los cuatro juntos terminan en un costado de la noche mirando series de Netflix, como si nada hubiera sucedido.

Luigi C

Luigi era el Jefe del Patio. Comandaba los movimientos de materiales en  ese desierto de tierra despareja por las huellas resecas de los Yale, que separaba las tres naves de los talleres ferroviarios, donde los días de seca y calor terribles volaba un polvo fino y vidrioso desde los dos cerros pegados al alambrado, donde las zorras iban a buscar la carga para arenar los tableros del puente, previo a colocarlos sobre los caballetes donde unos lagartos de cobre los iban soldando en medio de escupitajos de fuego naranja y azul, desde un extremo al otro de esas planicies de chapa parecidas a mares congelados, en la semioscuridad,  mientras alrededor se movían bípedos con delantales de cuero y caretas de ojo rectangular.

El Petiso Luigi, que después de treinta años apenas hablaba algunas pocas palabras en castellano; las puteadas, por ejemplo,  lo único que no balbuceaba en italiano, era el implacable Jefe del Patio. Andaba por ese páramo siempre sujetándose el casco blanco con una mano sobre la cabeza, los zapatos de seguridad blancos de cal. Nosotros lo mirábamos desde la ventana de las oficinas de madera que unos años después se quemaron como papel de diario, cuando el Negro Migliotti se olvidó de apagar una estufa eléctrica,  y desde ahí nos parecía más pequeño, beduino sin camello, llevando un memorando amarillo apretado en la derecha, en esa época en que no imaginábamos el fax. Irasible, de esos tipos incapaces de llevarse bien ni con su sombra, pocos se animaban  a pedirle algo a ese rostro de piel áspera, el anillo de oro gigantesco, el cigarrillo importado  juntando ceniza en la boca,  parece que se los traía de Italia el primo dueño de la empresa al pasar por el freeshop, a pesar  de que apenas lo saludaba cuando se cruzaban en el edifico de gerencia. El día que entré al baño de los supervisores, yo era becado en esa época y me tenían llevando y trayendo planos, y lo descubrí llorando como un chico mientras orinaba, chiquito en ese rincón, solo como una palmera enana, salí en puntas de pie sin que me viera. Desde ese ese día nadie en la oficina pudo entender por qué lo defendía, sin mucho entusiasmo,  cuando lo criticaban a la hora del almuerzo. Desde esa época es que soy medio pelotudo, no es de ahora.

Ramona y Bonifacio P.

De aquella época, confirmación necrológica que para el tiempo somos cartón pintado, solamente quedó la puerta de madera de color marrón lavado, los dos aldabones, crucificada con pedazos de cadenas oxidadas para tapar el baldío donde estuvo la casa en la que vivieron, sin hijos, Ramona y Bonifacio. Ese lugar de habitaciones sencillas, delicado como el decorado de una torta de casamiento por el que se debía andar en patines y al fondo el jardín de macetas de todos colores, juntitas pero no amontonadas, hirviendo de helechos, malvones y azucenas. Bonifacio con su lunar grandote en la frente, la alianza gruesa en la mano venosa, estirándose hacia mí con una galletita express untada con dulce casero de naranja. Ramona y su sonrisa rubia de labios siempre bien pintados, detrás de él. Cada vez que los sueños no quisiera despertarme.