Cancha mojada (Retratos rápidos de gente al contado): Capítulo cuatro

Carlos Riedel13 junio, 2018

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

“Yo nunca quise ser un ejemplo ".

Diego Maradona

Heraldo Y (El Padre Denis)

Desde que ingresó al seminario lo bautizaron Padre Denis, por su parecido con el cantante Sergio Denis y por su voz grave que solía entretener las pausas entre sagradas escrituras, sesudos estudios sobre Homilias, retiros espirituales, penitencias y demás aderezos de la preparación para el  sacerdocio. Recibido y ordenado, el Padre Denis tuvo lugar en una capilla de Formosa, donde se enamoró de una feligresa con la que pasó dos años de convivencia. El obispo de la zona lo sabía, pero nada dijo pues a su vez tenía esposa y dos niños que la comunidad adoraba. Ya en Santa Cruz, fueron varias las aventuras del sacerdote con señoritas y señoras embelesadas por su simpatía. Entre una y otra brindaba palabras de aliento, consuelo, resistencia a las dificultades de la vida desde los más precarios altares. Generoso hasta donar su sueldo en alimentos y ropas a los más necesitados que solían compensarlo con trabajos varios, su vida cambió para siempre un seis de agosto en su nuevo destino: una iglesia de Capital Federal en el barrio Norte.

Ese día dedicó su sermón dominguero a resaltar la falta de humildad y el mal trato a sus empleados de quienes vivían rumbosas existencias de despilfarro y después iban a la iglesia. Las miradas de odio lo fortalecieron. En el momento de la eucaristía y ante su propio asombro, el vino del cáliz se transformó en sangre derramada sobre los señorones alineados a su frente manchando sus trajes impecables. Salió despavorido del momento, meta empujar tipos y tipas que no salían de su asombro y pidiendo a los gritos ¡¡¡¡perdón Señor, perdón!!!!! Aquellos ejecutivos mojados y sus emperifolladas esposas pensaron, creyeron, ser los destinatarios de aquel ruego absolutorio, mientras su mayor preocupación era cómo limpiar la ropa.

Desde entonces nadie supo del Padre Denis. Algunos dicen haberlo visto por nuestros pagos hace años, durmiendo a la intemperie, comiendo cualquier cosa y balbuceando la palabra de Dios a un grupo de linyeras  desconfiados.

Lourdes B

Atendió una boutique durante años. Buena comerciante, diestra en captar los gustos de sus clientas, hizo de vivir bien una causa excluyente. Casada, separada, más adelante viuda gracias a un accidente de automóvil, sus tres hijos casi no la trataban cuando decidió vender todo, lo propio y lo de su ex marido, decisión de la que se enteraron tarde, sabiéndose sin poder heredar un cobre. Fue a través de whatsapp, al ver la foto de su madre en Dinamarca, bañandose en una gran pileta de agua caliente, entre bosques luminosos, con gozosa desnudez de criatura junto a otra señora de aspecto sensualmente nórdico, copas con champagne en las manos y una sonrisa que jamás le habían visto.

Mamá Ramona

Grandota y caderona, piel oscura, cabello peinado en rodete, uniforme azul,  su día empezaba bien temprano revolviendo las cacerolas de aluminio humeantes del  mate cocido para el desayuno de los obreros. Cuando sonaba la sirena de las 8:15 se iban arrimando como colegiales en fila india desde la puerta vaivén hacia la mesada de granito donde ella los esperaba, desde el otro lado de la ventana que comunicaba la cocina con el comedor, llenando los tazones sin azas con el cucharón de aluminio. Un paso más delante de esa estación, las manos percudidas retiraban el pan de la caja de cartón, una pieza por cabeza, antes de rumbear hacia las mesas donde se iban sentando a charlar sorbiendo ruidosamente. Ramona controlaba de reojo, nunca faltaba el vivo al que se le pegaban dos. Cuando los festejos y las rechiflas de alguna  broma pesada, las víctimas iban rotando democráticamente, amenazaba con llegar hasta las oficinas de gerencia,  la mujer se llevaba los dedos a la boca y lanzaba un chiflido breve pero salvaje,  que  recomponía el orden en pocos segundos como un encantamiento. Enseguida, un ejército de cabezas se inclinaba sobre las tazas como  en un rezo, los rostros amoscados de culpa. Aquel silencio cerrado se rompía cada tanto con una toz cavernosa de cigarrillo negro, algún rezongo inentendible, el golpe seco y sucesivo de las tazas vacías sobre las mesas de fórmica antes de que sonara el timbre para el regreso a las máquinas.

Sola otra vez, para Ramona llegaba el momento de llenar los termos para los empleados de la oficina que luego nos iba dejando silenciosamente sobre las mesitas al lado de cada puerta, una pila de vasitos y las azucareras azules con el logo de la empresa. Como a las once arrancaba con la preparación del almuerzo. Gesto ceñudo, arremangada hasta los codos, aquella mujerona pelaba papas sobre el agua hirviendo, amasaba fideos o garroteaba milanesas con una masa de madera, como un personaje de Fellini. Mientras nos veía comer, desperdigados  de a dos o tres en varias mesas, escuchaba La vida y el canto con Antonio Carrizo como si estuviera en misa, mientras acomodaba las ollas limpias para el día siguiente.  Como a las tres de la tarde la veíamos salir rumbo a la parada del colectivo por la ventana,  los zapatos impecables, esa austera prolijidad que la transformaba en una persona diferente a la que había andado entre nosotros un momento antes. Para mí esa era toda la vida de Ramona, un personaje pequeño pero inolvidable de una película sin importancia. A veces, había venido de Entre Ríos junto a un montón de hermanos y tenía hijos ya grandes, alguno viviendo todavía con ella. A veces, vivía sola con una gata blanca y le gustaba regar los malvones cantando tangos.

Hasta que en uno de los barquinazos del país en dos meses trasladaron la planta a San Luis y salimos todos como cuando se destapa un hormiguero. No supe nada de ella hasta esta mañana, cuando abrí el diario y vi la foto. No ha cambiado nada a pesar de los años.

 Gallego G.

Dicen que de joven jugó al básquet en Central, pero como ahí no se le podía creer a nadie, ni a él, porque cuando me le paraba al lado en el banco del taller eléctrico y le preguntaba en serio, por lo menos tratando de no reírme, salía con algo que no tenía nada que ver, cualquier cosa. Si me acordaba dónde había quedado el rollo de cable que usamos para el compresor, cómo se llamaba la hija de Beto, el imprentero que vivía cerca de mi casa y estaba re buena, si hacía mucho que no veía a un ex gerente de la empresa despedido antes de que yo ingresara. Alto y despeinado, cruzaba los galpones con la escalera al hombro y un alicate en el bolsillo de la camisa desteñida de lavados, como quien recorre un campo de batalla plagado de víctimas, a contrapelo de la locura de todo el mundo corriendo de un lado a otro. Cuando lo querían apurar descolgaba las dos manos desde alguna lámpara o un tablero siempre incómodo donde estaba concentrado, miraba para abajo unos segundos con gesto escéptico y después seguía al mismo ritmo, siempre con ese silbidito inconcluso que arrancaba y detenía de golpe, sin motivo. A cada uno que le sostenía la  escalera le contaba que había aprendido el oficio en el sur donde se cagó de frío como nunca en su vida. Como hablaba poco de la familia, todo el mundo creía que era feliz. Una tarde entró a mi oficina llorando, en realidad tenía edad como para haber sido mi padre, para contarme sin pausa que su mujer se había ido de la casa, no con otro hombre, me entiende, me dice que se va porque no sabe si me quiere, a usted le parece, justo ahora que los chicos se fueron de la casa, que nos quedamos solos. Después, extrajo un pañuelo arrugado del bolsillo del pantalón que no terminaba nunca de salir, se sonó largo y ruidoso, me miró como si no me conociera. Con una velocidad desconocida, pegó media vuelta y salió silbando de a pedacitos, iluminado de repente sobre lo que tenía que hacer. Fue  derecho a recoger la escalera que había dejado en la puerta de la oficina y encaró hacia el galpón.