Cancha mojada (Retratos rápidos de gente al contado): Capítulo cinco

Carlos Riedel14 julio, 2018

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

“Serás lo que te tocó ser y déjate de joder".

Federico Peralta Ramos 

Damiana I.

Anda por la terminal de ómnibus, barre con cuidado las ramblas donde llegan colectivos casi siempre listos para irse de nuevo, como ciertas personas que ella conoce muy bien. Anda por los treinta y pico, la ropa de trabajo siempre impecable, el pelo atado con una cinta gris. Junta los montoncitos de mugre, los embolsa en la piel negra que engorda hasta que decide atarla y abrir una nueva de las que lleva colgadas en la cintura. Hay quienes le dicen cosas, miradas que son peores que palabras. El desprecio de muchos, los prejuicios, el odio de clase, la indiferencia, rellenan semejante menú  de conductas humanas. Cada mediodía, Damiana se acerca al quiosco de chapa, le compra a Huguito un especial de jamón y queso, mastica despacio y cuando hay sol que le entibia la frente, sonríe.  Como si fuese feliz.

Domingo G.

El señor G está sentado muy cerca de la fotocopiadora. Casi inmóvil, por la vereda pasa y pasa la ciudad que ni siquiera lo percibe. Muy de tanto en vez entra alguien, pide un trabajo de ínfimo costo, lo regresa a su quietud. En la penumbra octogenaria de su presente, prefiere cerrar los ojos, que lo crean dormido, sin sueños, típico de viejo. Hubo otros tiempos, cuando el señor G fue responsable principal de un banco hasta que después de mucha plata desviada en beneficio propio y de varios clientes que nunca lo respaldaron, todo se dio vuelta. Descubrieron sus manejos financieros y la complicidad de tres empleados. Los despidieron, los procesaron, perdieron todo lo que tenían, familia incluida. Algunos murieron. El señor G, sentado muy cerca de la fotocopiadora, espera.

Ruso A

Hasta el cinco de julio de 1993.

Tenía la cara cuadrada como un personaje de historieta, era bajo y gordito, siempre enfundado en el guardapolvo azul que le marcaba la panza como una malla. A veces usaba bigotes y a veces no y cuando andaba de buen humor sabía intercambiar cargadas, asombraba el nivel de vulgaridad de aquel hombre cuando se lo proponía, con todos los operarios que se asomaban a la ventanilla del almacén. No había peor cosa para sus nervios tensos que ver a esa gente haciendo cola en ese lugar para retirar insumos o elementos de protección personal para trabajar. Era el único momento en que abandonaba su asiento en el escritorio de chapa hecho bolsa y lleno de remitos, eso sí, perfectamente apilados y separados con clips.

Hasta el cinco de julio de 1993.

A la derecha de ese armatoste que había venido de la gerencia cuando compraron nuevos para reemplazar los de ese sector, había un mueblecito con ruedas que parecía explotar de cajones pequeños abarrotados con fichas de cartón de cada uno de los dos mil ítems que el grupo liderado por El Ruso se vanagloriaba de administrar. Cada vez que arrancaba como un toro hacia el mostrador, el hombre le pegaba una patada para abrirse camino desde el rincón del galpón donde estaba instalado, y el adefesio, gordo como su dueño, daba algunas vueltas hasta golpear contra el mostrador como una moto sin control, aguardando que las manos de su dueño lo trajeran de regreso, una vez que se despejaba de gente la ventanilla y todo volvía a la normalidad. Así cada hora y media o dos. Bajo la luz amarillenta de un velador de pantalla redonda, aprovechaba las primeras horas del día, entrábamos a las cinco, para descargar los vales diarios en las tarjetas  con un lápiz absurdamente pequeño, escuchando el Club de Barbas de Rubén Aldao, en una radio de bolsillo atada con mil banditas elásticas.

Hasta el cinco de julio de 1993.

Nada se dijo hasta ahora de los sesenta jockey club marquilla roja diarios que compraba al por mayor.

Anita G

Nos atendía en la semioscuridad del comedor de su casa que quedaba al fondo de un largo pasillo blanco escoltado por diez o doce masetas de distinto tamaño, perfectamente cuidadas las flores, siempre limpias de yuyos, permanentemente con la tierra húmeda. Pequeña por contextura,  aunque aún no era una anciana, con esa rápida adaptación de las personas que siempre desearon ser viejas y sentirse confortables contra la pared de la vida, donde no puedan atacarlas por la espalda.

Estricta como un mandato, derechita y bien peinada, aparecía en ese salón con mesa de comedor de roble cubierta con un paño grueso para cuidarla de nuestros rayones, justo cuando los lúgubres campanazos del reloj de péndulo  anunciaban el comienzo de nuestra clase particular de aritmética y lenguaje. Nosotros aguardábamos en silencio desde hacía unos minutos, cuando la hermana nos había hecho ingresar sigilosamente y tomar asiento sin arrastrar las sillas, el cuaderno cerrado y las dos manos apoyados sobre su tapa.

Años después se me ocurrió esa imagen de ridícula diva en decadencia ingresando justo a tiempo para el inicio de la función. En un silencio apenas interrumpido por el deslizar de los cuadernos sobre el fieltro al terminar las correcciones, la clase iba fluyendo al ritmo de sus indicaciones que se interrumpían como un tajo cada vez que alguna de nuestras atolondradas voces infantiles se superponían con la de ella, enérgica, lenta y de una claridad que hacía pensar en alguien mucho más joven.

Su hermana, una réplica suya en lo físico pero contracara de su rigidez, toda dulzura y comprensión de abuela, llegaba con precisión en la mitad de la clase con la taza grande de café negro y humeante, el azúcar ya revuelto, que ella tomaba de a sorbos largos mientras nos oía leer los fragmentos del Facundo, del libro de lectura, con la sonrisa lejana de quien añora un perfume o alguna  cosa pequeña y bella. Ese era el exacto momento en que sabíamos faltaba muy poco para irnos, y una felicidad incontenible nos subía por las mejillas hasta sonrojarlas.