CANALLONGAS: Historias de sinvergüenzas y crédulos mientras todo pasa

Carlos Riedel31 octubre, 2020

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

Un envase de Vascolet.

Jugábamos a las bolitas en la esquina donde estaba la casa de los abuelos de Alberto. Era un lugar ideal porque, entre el ligustrín y el cordón de la vereda, había un espacio raleado de pasto donde las bolitas corrían con facilidad y se hundían para formar el hoyo.

De los que formábamos el grupo, yo no era el peor ni tampoco el campeón. Como todo en mi existencia estaba en el medio, no tan lejos de Alberto que tenía una habilidad asombrosa, ni tan cerca del Turco Saib que se cansaba de mandar bolitas al cerco verde.

Las bolitas eran una población riquísima: opacas y monocolores, de vidrio, generalmente verdes, azules, blancas. También coloridas, transparentes y con formas multicolores en su interior llamadas paraguayitas. Y de acero como las sacadas de rulemanes o los bolones que solían traer algunos mayores. Corrían bolones de todas las clases, pero la rendición era frente a las aceradas: golpeaban en las quemas y llegaban a partir a sus oponentes.

El comercio de bolitas entre los que jugábamos era tan apasionante como el juego y tan intrincado como manejarse entre acciones de la Bolsa. A veces había habilidosos de la charla que conseguían hacer contacto con tipos de otros barrios que después de intensas negociaciones, aflojaban sus riquezas. El quiosco de Mejía mostraba en su vidriera varios frascos con bolitas en el fondo: paraguayitas de luz y color, opacas que recordaban a ojos de animalitos cazados, transparentes sin nada dentro, pero no bolitas de acero.

Eran solamente de obtención fuera del imperio de la plata. En verdad ir a comprar bolitas era deshonroso porque significaba haber perdido muchas o no saber intercambiarlas, o no tener otro recurso que pagar, conducta que muchos continuaron en la vida con sus variadas relaciones.

Cada jugador retenía un grupo muy reducido de las esféricas protagonistas como preferidas, que nunca se negociaban, que daban suerte, que jamás habían perdido. La guardábamos en frascos de antiguas mermeladas, o envases varios. Una caja fuerte particular e inviolable que solamente se mostraban a los amigos en tardes lluviosas, entre aserrín de historias de combates tremendos donde solamente el choque de las quemas chispeaba entre el tiempo infantil casi adolescente.

Mi madre me regaló un envase de Vascolet, cilíndrico, de cartón encerado, donde fueron a parar las bolitas. Cuando la existencia nos llevó a optar por esos caminos llamados oportunidades, el refugio de las bolitas fue a parar a un baúl donde reposaba junto a un trompo, un balero, dos yo yo Russell muy gastados, el primer guardapolvo, cuadernos de primaria.

Debo reconocer que mantuve mi cariño hacia aquellas bolitas, que inmediatamente me llevaban al recuerdo de Alberto que tuvo mil negocios para seguir a flote, del Turco Saib dueño de dos camiones con los que recorre el país, de los hermanos Berlingó que se fueron del barrio como todos y dejaron de tener contacto entre agendas viejas. Cuando encuentro alguna bolita perdida en la calle, al resguardo de la destrucción entre los yuyos, las recojo, las guardo en una azul caja de papel fotográfico Ferrania que me regaló Pier cuando daba consejos sobre cómo revelar en blanco y negro. Tengo en total ocho: dos negritas y una verde con golpes de mil quemas, y cinco paraguayitas, con formas de colores varios encerrados en la esfericidad transparente, casi sin machucones.

Hace unos años, estuve en la casa de mis viejos. Charlamos un rato. Fui a recorrer mi pieza de infancia. Abrí el baúl de los recuerdos. Con la intención de agregar mis ocho tesoros al envase de cartón encerado. Busqué en vano. Tampoco encontré las chapitas que coleccionaba y estaban a resguardo en un cilindro de aluminio con tapa. Desaparecieron del aluminio sin rastro. No quise discutir, pero al verme mi madre me dijo que las había dado a algunos pibes del barrio, que no recordaba a quienes o que tal vez las había donado a una feria organizada por….

Pasó ya demasiado tiempo. La casa de mis padres fue vendida después de las muertes del viejo y mi madre. Retuve algunas cosas, entre ellas el baúl, algunas fotos, poca cosa. Las ocho bolitas siguen en la caja azul de Pier, en mi mesa de luz, para siempre.

Derecho al bulto

Toma el café de a sorbitos el hombre canoso, de pelo abundante, con ese aire optimista que se puede tener a las diez de la mañana de un día soleado, sentado en el bar frente a la plaza, sin obligación ninguna de tener que responderle a nadie. Con los anteojos bien al borde de la nariz sonríe, mientras con la mano izquierda acaricia el papelito donde figura el celular escrito prolijamente, como si se hubiera pensado cada número, como si la manera de hacer una cosa fuera un ejemplo de cómo se hacen todas en la vida. Toma café el hombre grande ya, con esa seguridad en los pequeños actos que, cuando se realizan con cuidado y de acuerdo a un plan, muy difícilmente no culminen en el logro exitoso de lo que uno se propuso.

El hombre canoso piensa esas cosas mientras mira fijamente una palmera muy alta que parece solitaria en el centro de la plaza, y se dice, para darse fuerzas: hay que dejarse de hinchar las pelotas con tanto pensar pavadas. Meditar mucho distrae la inteligencia práctica. Qué es lo que se quiere y derecho al bulto, de eso se trata.

La mujer que ha llegado desde la mesa del hombre para dejar el café que le lleva matemáticamente todos los días a la misma hora apoya la bandeja, en realidad la deja caer vacía e inmensa sobre la barra y se sienta a medias, como colgada en el banco alto desde donde tiene un panorama de todo el local que a esa hora es la única que lo atiende, además del dueño que, detrás de la caja, está terminando de preparar otra bandeja, completando con chorritos de leche tres tazas de loza blanca llenas de café.

La moza, vestida de negro, pantalón y camisa ajustados al cuerpo joven y apetecible, guarda en la riñonera, también de color negro, una primorosa bolsita de red que envuelve cinco bolitas de vidrio, coloridas y brillantes, que ha retirado de la mesa del hombre luego de un breve intercambio de palabras, ese mínimo y en general tímido cruce de expresiones medio imperceptibles que anticipan el ofrecimiento y la consiguiente aceptación de un regalo sorpresivo e inesperado entre dos personas que se conocen demasiado bien, a pesar de cruzar pocas palabras por día. Para eso no hace falta más que conocer sus nombres, siempre y cuando las miradas se hayan ido alentando a maginar una difusa intimidad deseada.

El hombre se ha despertado pegajosamente como después de una comilona, pero enseguida va recuperando la memoria de la noche anterior, mientras el cuerpo extenuado y laxo parece contradecir el placer que algunas imágenes intensas y fragmentadas vienen a la superficie de su conciencia, como esos restos de un naufragio van emergiendo después de algún tiempo y es difícil reconocer de inmediato a qué partes de la embarcación pertenecieron.

Una fuerte sequedad en la boca le indica que también ha tomado mucho alcohol, idea que enseguida confirman las dos copas de champagne que descansan vacías sobre la cómoda, entre los retratos familiares en los que se lo ve posar a él mismo, bastante más joven que ahora, cuando ya se ha jubilado hace varios años y hasta le cuesta reconocer a esos rostros tan íntimos a su alrededor en las fotografías.

Hombres y mujeres de distintas edades lo abrazan en situaciones que le resultan lejanas, aunque, a decir verdad, sin los anteojos, que tarda en encontrar increíblemente intactos dentro de la cama revuelta que en el primer vistazo lo escandalizó con cierta preocupación, poco es lo que puede distinguir con nitidez. Lo que si acaba de verificar, con una sonrisa que dentro de un momento perderá con la rapidez de un tajo, es que junto al velador encendido, cómo habrá sido la cosa para que ni siquiera atinara a apagar la luz antes de dormirse, está la primorosa bolsita de red con las cinco o seis bolillas de vidrio, coloridas y brillantes.

Ese original presente que por su dulce referencia a la niñez que siempre conmueve, pensó el hombre al felicitarse por la idea, finalmente había logrado lo que otros obsequios también pequeños pero más valiosos no lo habían conseguido: arrancarle a la muchacha una aceptación entusiasta a esa propuesta de velada con cena, vino de primera y buena música con que ese señor tan educado, que bien podría ser su padre, la venía invitando una y otra vez a su casa confortable, con una paciencia infinita y eso sí, modales de caballero.

La mujer ha caminado a paso ligerito las cuadras que separan la casa del hombre con quien ha pasado la noche y que ha abandonado dejándolo dormido, de la del edificio donde alquila un departamento de un ambiente desde que llegó de Entre Ríos hace un par de años.

Mira el reloj. Son pasadas las seis de la mañana y piensa que apenas tendrá tiempo para pegarse un baño, tomar unos mates antes de salir para el bar, pantalón y camisa negra ajustados, pelo recogido.

Dentro de la riñonera que acaba de dejar sobre la mesa del pequeño espacio donde conviven cocina, comedor y dormitorio, después de cerrar tras de sí la puerta con llave, previo a abrir la canilla de la ducha, están los billetes arrollados que la muchacha hace un rato recogió de la cómoda, iluminada por la penumbra azulada del amanecer, donde había colocado las dos copas vacías de champagne con que brindaron después de la cena y que habían quedado en el suelo, junto a la cama. Dejó eso si, el papel que los envolvía. La factura mensual del geriátrico donde está internada la esposa, que el hombre planeaba abonar esa mañana, antes de ir a tomar su café diario de las diez, en el bar frente a la plaza.