Los días del Chelo ( por Miguel A. Di Fino )

Carlos Riedel12 octubre, 2014

(Ficciones en una ciudad de la furia).....

Siderca

 

La tarjeta entró en el reloj y quedó marcada en las 4.45 de la madrugada.

Marcelo Segni, el Chelo, había llegado en el colectivo de fábrica a tomar el turno, casi sin dormir, después de una asamblea de la gremial interna en la que la preocupación por los “caídos del cielo” –los que la patronal metía “disfrazados” de obreros, pero que eran servicios-, que informaban hasta del banderín del Viola que tenían en los cofres, iba en aumento.

La bronca, ya mutada en justificada alerta, no se agotaba en otra de las prácticas que le imputaban a “la Dálmine” y a otras empresas de la zona, para neutralizar (o eliminar) a quienes les jodían o que confrontaban con una burocracia que más que nunca en ese invierno del ‘ 75, se fortificaba con el aval que Lopecito les daba.

Apurado por el frío mañanero, el Chelo ni cuenta se dio de los tipos que lo “campaneaban” desde las oficinas vidriadas de la portería, ni reparó tampoco en los de seguridad que venían a cerrarle el paso.

-Segni…- lo paró en seco Espinoza, el jefe de seguridad de la planta, retirado de la fuerza aérea e inocultable referente en el pueblo del grupo de las Tres A que operaba en Zárate y Campana.

-Segni..- repitió, imperativo- …me va a tener que acompañar a la oficina de personal.

No se amilanó frente al de personal, el Chancho Perrotta, cuando le comunicó que prescindirían de sus servicios por no cumplir con las “normas de seguridad establecidas por la empresa para su sector, que ponen en riesgo su seguridad y las de sus compañeros” y sobre el pucho le espetó “usted me dirá que tiene fueros gremiales, pero acá las cosas son así…”. La respuesta del Chelo no demoró:

-Perrotta, ¿por qué no te vas a la puta que te parió y te dejás de meter tiras en la fábrica…?

El “retírese” del Chancho y los empujones de Espinoza, fueron uno solo y el Chelo resistió el apriete como pudo. Necesitaba ganar tiempo para pensar, para sacarse la indignación, la calentura…Ni siquiera pudo retirar sus cosas del cofre.

Y encima volver a la casa y que la Yoli empezara con los reproches:

-No aprendés más, Chelo, no aprendés…

Prefirió enfilar para lo del Beto Almada que recién entraba a la una, para contarle o, peor, para advertirle. Pero cuando estaba a unas cuadras de la casa que alquilaba el Beto con otros compañeros -por la Luis Costa, cerca de la barranca-, la esquina, aunque eran las siete de la mañana, ya era un despelote de gente, entre vecinos y canas, que iban y venían de adentro de la casa con revistas, papeles, ropa…y una camilla con un cuerpo, al que le vio los botines de fábrica y una mano que yacía al costado teñida de sangre, con el puño de una “grafa” que no alcanzaba a disimular el reloj del Beto, aquel que consultaba en cada asamblea para marcar el tiempo, cuando alguno se extralimitaba en el uso de la palabra…

-¿Qué pasó, carajo, qué pasó…?- se preguntaba el Chelo.

-…y vio, dicen que eran subversivos…- largó la vecina de enfrente.

-…no, no…era una cárcel del pueblo…- dijo otra.

-…y tenían armas de guerra…- lapidó otra.

-¡Viejas chotas…!- fue la respuesta que se ahogó en boca del Chelo.

Y pensó, porque sabía, que el Beto a los fierros los aborrecía: “…organización, militancia gremial, inteligencia, compañeros, ese sigue siendo nuestro camino…”. El Beto, más bueno que el “quaker”, solidario, compañero…ahí, como un bulto en la camilla…El Beto con la F-100 del ’66, comprada peso a peso, llevando compañeros a las asambleas o a una peña solidaria para una escuela o para una volanteada en la puerta de fábrica…el Beto.

Rajó para su casa. Apuró a la Yoli para que preparara la ropa y se fuera de la tía a Mendoza hasta ver cómo venía la mano.

-Te dije Chelo, te dije…después de lo del Pichi en Villa, los hijos de puta se iban a venir en malón…te dije- le recriminó la Yoli.

El periplo del Chelo continuó después de despedir a la Yoli en la estación, cuando el mediodía campanero parecía no ocultar un día de invierno que congelaba hasta las ganas.

Subió por la Calle Real, picó algo en “Los Cuatro Mozos” y se mandó a lo del Gallego en barrio Villanueva. Él le podía tirar alguna información sobre cómo venía la mano, ya que era delegado en el obrador de Techint/Albano en el puente y tenía fluído contacto con la gremial interna.

Llegó pasado el mediodía y el Gallego estaba ensillando un cimarrón. Le ofreció el mate, mientras su contenido subía, humeante, hasta la garganta del Chelo, casi seca de tanta impotencia.

El Gallego le batió la justa: lo del Beto era una alcahuetada del Chancho que nunca se bancó no poder rajarlo, ni descontarle los días del último paro; así que mandó a los “operativos” de las Tres A, con algún milico de la comisaría y reventaron la casa y al Beto.

-Pero tranquilizate…mañana metemos una denuncia en Trabajo y les damos pelea por lo tuyo…

“¿Pelea…?”, pensó el Chelo, si ni siquiera se animaba a volver a la casa de noche.

Tuvo que esperar el Chelo una semana que le resultó un infierno, hasta que pudieran juntarse con Rogelio Villanueva y Cristian Manso, que venían de la experiencia de la Comisión de Enlace del ’68 en la Esso; con el Tula Ortega y el Caburé Ponce, que cargaban en el lomo los planazos de la Montada en el Cordobazo; con el Cholo Varela, que se bancó el Conintes frondizista en el “Lisandro de la Torre” de Mataderos…Sí, ellos seguro sabían que la mano venía más dura de lo esperado.

Una reunión tras otra, un activismo que devoraba horas y días, el aguante solidario que le hacían juntándole guita, mientras le conseguían alguna changa como peón de albañil a través de compañeros de UOCRA. Hasta los que eran delegados en la Petrosur o en el centro de estudiantes de la regional de la UTN, le hacían el aguante para que no quedara marginado de la actividad militante y que, sobre todo, pudiera bancarse la diaria y de ser posible, girarle algún mango a la Yoli.

Esos gestos, esas actitudes, retemplaban el ánimo del Chelo y evitaban que se sintiera derrotado, mucho menos vencido.

Pero el invierno abrió el camino de una primavera que, desflorada, trajo un verano del ’75 que sumó la noticia de que el Tula se había tenido que rajar y pasar a la clandestinidad. Una partida –poco gauchesca por cierto-, se mandó a los galpones de Trefila, alertada por el Chancho de que el Tula activaba en el sector por un reclamo de los compañeros por la calidad de las lingas para atar unos caños. Tipos de uniforme y de civil, cargados de fierros, trataron de cazarlo y mientras el Tula ponía pies en polvorosa, los compañeros del galpón le salían al paso a la partida, buscando demorarla en su persecución, cosa que ocurrió y el Tula se pudo rajar.

Versiones posteriores dieron cuenta de que corrió a campo traviesa, en dirección a la ruta 9 y, con lo puesto, hizo dedo y un camión lo dejó en Córdoba. Aunque en abril del ’76 circuló una versión de que volvió y casi lo habían agarrado en una casilla que tenía en barrio Lubo, donde –otra vez- zafó por un pelo y se fue a San Pablo, no sé sabe cómo, donde el ACNUR le consiguió salida para España.

Pero el Chelo se pegó un cagazo de aquellos cuando le confirmaron que entre Río Luján y Las Praderas llegaban camiones del ejército cargados de personas y que ahí no más, pegado al viejo puente roto de la ruta 9, encendían cubiertas y tiraban los cuerpos para que se quemaran y que algunos todavía estaban vivos y que muchos tenían ropa azul de “grafa”, como los laburantes  de fábrica...

La noche en que le contaron no pudo pegar un ojo y se bajó él solo una botella de ginebra que encima, le quemaba menos la garganta que la impotencia que sentía ante tanto horror. Pensó en buscar al Gallego y lo anduvo buscando, pero se enteró que había caído en una pinza en la ruta 12, en la curva del Balneario, a principios de abril y estaba desaparecido...A Villanueva, a Manso y a Ponce los habían chupado a la semana del golpe en la puerta de fábrica y una compañera docente que trabajaba en la escuela 16 le contó que una mañana temprano le pareció ver que los bajaban en el hotel de la Balcarce, donde más de uno sabía que los milicos habían instalado el centro de operaciones en el pueblo.

Mientras los días y las noches de marzo en adelante, parecían transcurrir como si no pasara nada, algunos escribían: “era previsible”, “un final anunciado”, “orden ante el caos”, “disposiciones racionales anuncia la Junta”, “la subversión pierde la batalla”, eran frases repetidas hasta el hartazgo por los medios, incluidos los locales que comentaban la “calma” que reinaba en la ciudad, a lo que sumaban elogios por la continuidad de autoridades municipales que evaluaban si mantenerse en los cargos o esperar la designación de la autoridad que designara el Proceso.

Quién se iba a acordar de que al Cholo Varela lo engancharon volanteando en el turno del mediodía, lo levantaron en pleno día en la puerta de fábrica y a nadie se le movió un pelo mientras lo llevaban a culatazo limpio a una camioneta. Quizás porque era bastante conocido en el pueblo y como se corrió el rumor de que lo tenían en La Plata, algunos vecinos intentaron hacer firmar un petitorio reclamando su liberación, cosa que fracasó ya que ni el cura de la parroquia a la que iba el Cholo –un ferviente católico- quiso firmar, apenas una decena de personas acompañaron el pedido. Ahí también el Chelo aprendió que la indiferencia era el primer mecanismo del miedo.

A pesar de que había nacido y se había criado en Campana, el Chelo hizo a un lado desde los recuerdos de la infancia hasta las primeras madrugadas adolescentes, junto al primer filito y al primer desengaño, tanto como el primer laburo en la refinería, junto a cientos de compañeros que recorrían en bicicleta un camino hasta el reloj para marcar tarjeta en cada turno de cada día de la semana...camino que pareció prolongarse en la creencia –que resultaría vana-, de que tener laburo y soñar, eran parte de una utopía que él y otros ya trataban de construir. Pensó en la Yoli, allá en Mendoza; en las furtivas llamadas telefónicas para reafirmarle su compromiso amoroso...Sí, ni bien se encontraran se casaban...si es que la Yoli quería.

Igualmente no tenía mucho margen para andar reflexionando, para hacer planes: ya le había avisado el Bartolo Arenaza, un dirigente radical, amigo de su familia, que si bien no figuraba en las listas, en fábrica le habían dado todos los datos a los del Área 400, gentileza segura del Chancho Perrotta, que todavía se debía estar doliendo de la piña que le había estampado en el galpón a principios del ’75, cuando intentó romper una huelga; piña que lo sentó de culo y en la caída manoteó una brida recién torneada que casi le corta una pierna. Pensar que hasta se había disculpado con el Chancho...

-¡Qué buchón hijo de puta...!- se dijo, evocando al despreciable sujeto.

Sabía el Chelo que si lo cazaban no había habeas corpus que lo salvara...y no era joda: a compañeros de la Petrosur, del obrador del Puente, de Celulosa en Zárate, fueran de la UOM o de la UOCRA o cualquier otro sindicato, los chupaban y sea que los llevaran a la Comisaría, al Tolueno, al Tiro Federal o dónde putas fuere, su destino era tan incierto como quedarse a esperar que a uno lo vinieran a buscar.

Al final se decidió y un camionero amigo que transportaba combustible lo llevó hasta Junín y de ahí vería de cambiar a un micro para seguir a Mendoza. Después vería la forma de contactarse con su familia y anoticiarlos de su situación y aunque estaban distanciados desde hacía rato, fruto de su militancia, siempre mantuvieron un mutismo ejemplar ante propios y ajenos, en lo que se refería a las actividades del Chelo o sus compañeros.

La Yoli ya había conseguido que en Mendoza los tomaran como cuidadores en una quinta y ese laburo no sólo les ayudó a sobrevivir, sino también para bancarse angustias y miedos que siempre estaban latentes.

Pero el Chelo no olvidaba. Ni el casorio con la Yoli, ni el casi inmediato primer embarazo, que fueron momentos de una felicidad propia, única, hicieron que el olvido derrotara a la memoria de tantos que el Chelo atesoraba.

Después, allá por los años ’80, entró a trabajar en una compañía de seguros y por el ’82, con el último mazazo de la dictadura en Malvinas, se puso a estudiar Ciencias Políticas en la universidad y la Yoli retomó sus estudios de ingeniería.

Aún así, no podía sacarse de la cabeza a todos y cada uno de los que habían quedado en el camino. El freno que le impusieran años de dictadura de no poder volver a su ciudad de origen, se disiparon, más allá de lo que pudiera ocurrir con un Alfonsín que cedía ante “carapintadas” en Pascua.

Volvieron.

Consiguió horas cátedra en un terciario de Vicente López, otras en San Isidro, en la UBA, en Luján y la Yoli enganchó horas en la UTN de Campana y en secundarias y los pibes estaban animados por disfrutar a sus abuelos.

Volvió. Y no dejó esquina, calle por recorrer. No dejó lugar por evocar, por buscar...y nada, ni nadie pedaleando hacia la refinería para tomar el turno, ni madrugadas pobladas de personajes fugaces, ni mucho menos los ausentes trabajando para construir un sueño colectivo...

Y un domingo anochecido por el frío, frente a una vidriera en la que fuera la “Calle Real”...

-¿Qué hacé, culeao...?, ¿comprás o no comprás...?- le dijo una voz.

Gordo, pelado, con un brillo cálido en la mirada, el Tula...se abrazaron fuerte.

Prolongaron el encuentro en el bar “Tongoy”, café y fasos de por medio. Y el exilio: el de afuera y el de adentro. Y los compañeros. Y el horror. Y el miedo...y la vuelta.

Y las preguntas: en qué fallamos, cómo seguimos, por qué antes los compañeros respondían, militaban...eran parte de los temas recurrentes que se reiteraban en una charla de café “compañera”, a la que, casualmente, se sumó el pibe más grande del Chelo. Veinteañero, militante universitario, laburante no docente en la UBA que, dicho sea de paso, también tenía opinión formada sobre los sueños que fueron, los que serán o no...

-Pero, viejo, ¿cómo que no saben por qué...?- disparó el pibe.

Buscando alguna respuesta que no se habían dado, el Tula y el Chelo se miraron.

-A ver, ¿y por qué, che...?- preguntó el Chelo.

-Porque la gente confiaba, viejo, la gente confiaba...-

Apenas si atinaron a prodigarle la mejor caricia que podían darle al pibe y balbucearon:

-Gracias.

Y los tres se largaron a reír.

 

Al Patón Pérez, al Cuero Nouyú. Militantes políticos.