Clase ´57 (Por Miguel A. Di Fino)

Carlos Riedel14 septiembre, 2014

(Ficciones en una ciudad de la furia).....

Tiro Federal

La continuidad de los días que marcaban gran parte de la vida de Martín en el barrio, estaban dados por la recorrida cotidiana que hacía con los caballos hasta el bañado, bajando la lomada; primero, para que las patas de los animales removieran y dejaran a punto la tierra, hecha barro, para ser utilizada en los ladrillos que junto a su padre moldeaban y cocían en el horno de barro. Segundo, arrimaba los caballos al bañado para que las patas del animal se despejaran del barro adherido en ellas.

Era un bicho raro Martín para el barrio. Con mucho esfuerzo y voluntad terminó el Industrial en Zárate; no cualquiera que egresara de la escuela 18 tenía la posibilidad cierta en esos tiempos de seguir el secundario. Pero su tenacidad y el apoyo de su viejo, hombre curtido en el trabajo en los hornos, prodigaron el aliento suficiente para que intentara y lograse su objetivo: recibirse de técnico electromecánico.

Aun así, Martín no abandonaba esa rutina laboral que marcara el tiempo que vivía con sus padres y hermanos, en la tarea de fabricar ladrillos diariamente; hasta tuvo suerte en relación a otros jóvenes, ya que no hizo la colimba al ser exceptuado del servicio militar obligatorio, debido a que se había modificado la edad de ingreso al mismo de los 20 a los 18 años, por lo que quedaban exceptuadas las clases ’56 y ’57, lo que facilitó a Martín recibirse en el ’75, sin los sobresaltos que significarían ser llamado a filas.

No corrió la misma suerte Lucho, un amigo que hizo en el Industrial, que era clase ’55, que si bien pidió prórroga, lo incorporaron quince días antes de terminar las clases. Eso sí: consiguió destino en la Fábrica Militar de Tolueno en Campana, lo que implicaba estaría más cerca de su gente.

En uno de esos días tempraneros, en abril del 76, en los que venía de limpiarle las patas a los caballos en el bañado, escuchó ruidos, voces, gritos, que provenían de un sector cercano a unos matorrales, a esas horas en espera del amanecer. Descorrió la visión sesgada por innumerables ramas y a unos veinte metros observó el horror hecho personas…

Camiones que le parecían maquinarias nunca vistas bufaban gas-oil y acumulaban como carga un sinnúmero de cuerpos inermes, desarticulados y apilados a la vista, mientras muchachos de su edad, con ropa de fajina, descargaban y los ubicaban dentro de cubiertas de camiones o tractores…; los que daban órdenes irrumpían en insultos para “incentivar” a que los colimbas aceleraran su “trabajo”, para lo cual se cubrían el rostro con pañuelos o trapos para evitar la hediondez que emanaba de los cuerpos.

-“¡A ver, carajo…!, formen un perímetro a los quince metros, y que nadie se acerque, ¿entendido, soldados…?”- vociferó uno y los conscriptos respondieron con un “¡Sí, teniente!”, por lo que debían descorrerse el velo mortífero que les cubría el rostro, entre los cuales emergió el de Lucho, que con ojos atónitos parecían no entender ese horror…Tomó su FAL y avanzó hacia algún punto del perímetro.

Ni bien comenzadas las “maniobras”, los oficiales agarraron unos tachos repletos de una sustancia viscosa y negra que sería fuel-oil y empezaron a rociar los cuerpos en las cubiertas. Humedecieron los restos de prendas desperdigados en el terreno, los encendieron y los arrojaron a las piras humanas que habían “fabricado”…Llamas voraces y humeantes exhibían una escena dantesca para casi cualquier mortal…

Martín no alucinó cuando escuchó gemidos provenientes de esas hogueras infames…No resistió más. Arrió a los caballos al trote hacia la lomada. Hacia su casa. Con un amanecer a cuestas que le pesaba como la suma de todos los que había visto durante su corta vida…

Encontró a su padre mateando. El miedo que le describió, no alcanzó para poder contarle lo vivido…”¿Qué pasó, hijo, qué pasó…?”, repetía su padre. La duermevela de ese día de abril lo invadía todo para Martín.

A media mañana observada desde arriba de la lomada como iba disminuyendo la humareda y antes vio a los camiones verdosos que salían hacia la ruta, en un trayecto que los llevaba, perdiéndose, a campo traviesa hacia el lado del río.

Trató de ubicarlo a Lucho. En Tolueno le dijeron que estaba prestando servicio en el Tiro Federal, marcando impactos de balas en una fosa para práctica de tiro. Allí fue. No pudo pasar: un retén militar le impidió el acceso ni bien dobló hacia la ruta 12.

Volvió al barrio y pensó para sí: “Mejor me quedo piola”. Y así fue.

En diciembre del ’76 entró a trabajar a la fábrica con un contratista para las “reparaciones”. Un capataz le ofreció quedar efectivo, para lo cual tenía que pasar por la oficina de personal para completar el ingreso, donde un tipo de apellido alemán le dijo: “Ahora que está limpio de zurdos, montos y erpianos, si te esmerás, acá vas a hacer carrera, pibe…”

A media mañana de un día de abril del ’82, sus padres lo despertaron del letargo posterior a la salida del turno de las cinco de la madrugada…”Tomamos las Malvinas…”, fue la frase que reiteraban.

-“Nene, ¿irá Luchito a combatir…?, acordate que el siguió la carrera…”- dijo su madre. Martín ya ni acordaba de ese amigo, que se había “enganchado” después de la conscripción y era suboficial.

A fines de abril leyó en “Crónica” que un efectivo, oriundo de Campana, previo a ser movilizado a Malvinas, se había ahorcado en el cuartel de La Tablada y que habían descubierto el cuerpo pendiendo de un árbol. El efectivo se llamaba Luis Alfonso Maldonado, Lucho…

No pudo menos que recordar Martín lo que su memoria silenciara durante tanto tiempo desde aquel otro día de abril que lo tuviera como “espectador”…

Hasta le vino al presente recordar que se salvó de la colimba por ser clase ’57.