Zárate rebelde (Entre Villa Massoni, Marx y Rancière)

Carlos Riedel22 febrero, 2020

Por Profe Adriana Raquel Musumeci...

Nani - 1977

Nani tenía puesto un pañuelo de gasa roja, a modo de vincha, con el moño justo arriba de la oreja. Parecía un gatito, de los que salían en Billikien, cuando Brescia ilustraba El pájaro Griffo, con duendes barbudos y príncipes enamorados.

Temblaba. Siempre temblaba. Era miedo. Desde que podía recordar tenía miedo. Un miedo oscuro, como el arrabal que la cobijaba, con sus ruidos nocturnos y sus sombras. Miedo a la vigilancia, a la sorpresa de ser descubierta en falta, al inevitable castigo.

Ese miedo que, sin embargo, la impulsó a arriesgarse, a probar, a buscar un límite que siempre se alejaba, el placer o la muerte.

Pero Nani era muy joven para comprenderlo.

Había recorrido media ciudad en un colectivo verde y puntual.

Para llegar a la casa de Miguel debía cruzar nuevamente la ciudad, ahora en sentido perpendicular al que la había dejado ahí, en el centro.

Sentía que nadie, en ningún lugar del mundo, la estaba esperando, deseando. Era una sensación que la cubría como una lluvia o una piel.
Era de noche. Sábado de verano, húmedo y exótico.

Los jóvenes iban y venían en grupos, entre risas y coqueteos. La efervescencia era tal que solo le faltaban las guirnaldas atravesando la calle para ser carnaval.

Eso pensó Nani, que lamentaba no sentirse atraída por esa actividad sabatina.

A ella la afiebraba una búsqueda que no sabía donde podía conducirla.

Ni siquiera había logrado definir sus objetivos: la libertad, el amor, la justicia…

Absolutos de esa magnitud le oscurecían la mirada. Solo a través de ellos le llegaban los resplandores del mundo.

Llevaba quince minutos esperando el 18, que la alcanzaría a la casa de Miguel.

Miguel… suspiro Nani. Miguel tenía treinta y siete años que eran, para Nani, una cantidad inconmensurable.

Le gustaba, pero alcanzaba a reconocer cierto rechazo o repulsión por su boca cuando la besaba. Una boca que se le antojaba la de un camello.

Recorrió nuevamente la ciudad desde el centro gasta el suburbio. Elegía las palabras que iba a decirle a Miguel cuando, sorprendido, le abriese la puerta. No podía quedar tan vulnerable, diciendo simplemente quise o tenía ganas…

Le dolía la cabeza, no había comido bien, podía ser por eso.

Después de cruzar el paso a nivel de las vías muertas que separa la ciudad de los arrabales, Nani se bajó y quedó un rato mirando el colectivo, que siguió su recorrido a toda velocidad

Ya desde la esquina vio la casa a oscuras. Tocó timbre, esperó un rato. No salía nadie. Era raro, porque si Miquel no estuviese, la madre que vivía con él desde su separación, tendría que responder. “¿Habrá pasado algo?” pensó Nani.

Se sentó en el umbral de la puerta. Era muy tarde.

Volvió a la esquina pero el 18 no aparecía, y decidió empezar a caminar.

A las pocas cuadras un hombre, desde un auto, se ofreció a acompañarla, murmurando procacidades. Ante la indiferencia de Nani, siguió su camino.

Nani apuró el paso, caminando contra la pared.

Pasó por el café Las Maravillas, una casa vetusta y prostibularia, de donde salió un muchacho que comenzó a seguirla, con menos agresividad pero más persistencia.

Nani sentía miedo.

La angustia la hacía sudar, con olor a hembra que se había preparado para el amor. Le parecía que el hombre debía sentirlo.

Al pasar por una obra en construcción levantó un ladrillo, se dio vuelta, miró al hombrecito a la cara y le dijo amenazante:

-¡Si no me dejas en paz te rompo la cabeza!

-¡Qué tonta! Podía ser vencida con facilidad, pero el joven se alejó sonriendo.

A Nani le quedaron los detalles de su cara despreocupada, sin tensiones, lastimándole los ojos.

Llegó -agitada, la piel húmeda, los pelos un poco revueltos por un viento de tormenta- a la parada del colectivo verde, que frenó enseguida a sus pies.

Una vez en marcha, paso un rato bastante largo hasta llegar a la oscuridad de su barrio.

Pensó en sus padres que eran un hueco, una ausencia, una llamada de ese miedo que la acompañaba como una sombra.

Pensó en Miguel, su boca de camello y una piel caliente y medio fofa.

Ya en la habitación de la casa donde vivía, recordó a aquel muchacho que había buscado su sexo, simple, sórdido, sin futuro.

Podría haberlo satisfecho y dejado que se alejara. La imagen de esa cara ocupaba, recurrente, la silla, la cama, un estante de la biblioteca, con su sonrisa y su laxitud.

Nani pensó que no era tan mala, para una mujer como ella, la idea de la prostitución.

Con esa inquebrantable voluntad para ponerle el nombre exacto a cada cosa, para fijar con una palabra, en un sentido inequívoco esa realidad, que se movía de manera tan contradictoria y siempre con apariencia de verdad, Nani se corrigió de inmediato: prostitución no; promiscuidad era más adecuado. Ella no iba a venderse. Simplemente regalarse, era moralmente más justo.

1977 - Estaba serena o vacía, en medio del caos (como los viejos cuando mueren)

Nuevamente el pasado, el miedo y el recuerdo de aquella noche en la que parecía un gatito.

Mientras tanto, su cuerpo se achicaba contra la pared buscando la protección de las sombras.

Parecían imágenes eternas de un momento tan intrascendente y lejano de su vida. Tan lejano como puede ser un tiempo de diecisiete años.

¿Por qué las recordaría ahora?

Parecían eternas pero duraron el intervalo entre la bala que la aturdió y la que abrió su cuerpo para desparramar su pequeño pasado y su sangre sobre los panfletos que esa noche no iba a poder repartir.

Su sangre navegó por entre las letras de la consigna final: Por el poder obrero y el socialismo.

Navegó más y más hasta fijarse, al fin, para siempre en la vereda.

1977- Buscamos razones, errores, responsables… Pero una frase nos envolvía: “Tuvo suerte, murió sin sufrir”. La habíamos amado y necesitábamos un consuelo.