Vicente (Reflexiones con barbijo en la cola de pedir fiado)

Carlos Riedel19 junio, 2021

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

25 Ahí está mi viejo. El pullover parece el que regalamos en la parroquia, llevará los zapatos que asomaban debajo del ropero la noche del velorio, de un marrón claro, obedientes uno al lado del otro, tan pobres y solos, me acuerdo bien cuando giré la cabeza desde la puerta del dormitorio y los vi. Sonríe inefable, ese movimiento leve de la boca hacia un costado cuando cierro los labios para reír melancólicamente, la mayoría de la gente muestra los dientes frente a la cámara. Siempre como recordando que la vida hubiera podido ser mejor, decimos con esa mirada lenta y cansada, un poco aburrida en realidad, debe ser eso. No deberían existir los espejos cuando uno recién se levanta de la cama.

30 Resbala sobre la silueta de una mujer que avanza por la vereda de enfrente. La sigue un par de cuadras mientras su corazón se acelera. Ella tiene el pelo largo, castaño, los anteojos sobre la frente, va decidida. Llegan a una esquina con semáforo. Luz verde para los automovilistas. La mujer detiene sus zapatos negros sin taco. Justo cuando el personaje decide cruzar a su encuentro, un pibe detiene la moto al lado, le dice algo, ella sube y lo abraza. El verde sorprende al tipo en mitad de la calle, como ángel que perdió las alas.

27 El medio del río de las tres de la tarde es un purgatorio de techos altísimos donde la soledad de ser crece en un silencio vegetal. Darse vuelta a mirar la sala de cine cuando ya no queda nadie bajo la luz de hielo y la alfombrada pendiente hacia la pantalla desvanecida, sembrada de entradas arrugadas y pochoclos aplastados, porque algo nos recuerda. La voz de mi madre parece haber leído lo que instintivamente tapo con ambas manos y dice que mejor vaya a comprar las papas en vez de pavear.

120 Es la época que se vislumbra en nuestra muy tierna infancia. Recuerdo la revista Rico Tipo escondida por un peluquero para sus mejores clientes (era muy picaresca).

El peluquero se llamaba Robledo, tenía sonrisa de caballo y era hincha de San Lorenzo. Por eso mi viejo iba a cortarse el pelo allí y me llevaba. Es la época en que el laburo era pasaporte de una vida mejor y si entrabas en “el ferrocarril”, “el arsenal”, “la nativa”, significaba que te jubilarías allí y tu existencia se prefiguraba dulce y bien vista.

Es la época de La Razón 5ª y 6ª que traían las noticias “frescas” de las que uno se enteraba entre uno y dos días más tarde. Las cartas cruzaban y había el gusto de escribirlas y esperar respuesta. Eran tiempos en que te casabas con “la compañera para toda la vida” que se encargaba de llevar adelante la casa con la plata que sus maridos traían. Hijos y padres almorzaban y cenaban juntos. Comentaban la vida.

Pero no sigamos con esta nostalgia de peluqueros con saco blanco, polenta los días de lluvia, mujeres en la cocina, comentar la vida en las sobremesas con hule y perfume a pastafrola recién horneada en toda la casa porque así, este año no termina bien. Vamos a tomar un vermú al clú. Vamos.

28 Siempre por los pasillos caminando como cansado, aunque en realidad era paciencia, los mocasines gastados, los anteojos eternos, la manera de hablar fácil que a algunos les viene desde la sangre, esa voz de papel común que todos sabíamos desde nuestros escritorios mejor que el camino al baño o a la máquina de café, pararse en el marco de las puertas y preguntar eso que en ese momento era el problema candente y como pasa siempre cuando algo no depende de uno se deja río debajo de la suerte o de alguna decisión que al final alguien tomará. Chusma, metido, mete púa mostraba una alegría que todos sabíamos era falsa, pero que necesitábamos como a la hora de irnos. Porque él nos decía en la cara que no quería a nadie y nosotros le creíamos de mentira.

29 Viene un sábado por mes a vender medias baratas, calzoncillos gigantes, toallas, que se despeluzan con nievecita del Once. Trae todo en un bolso y se para frente a los vidrios espejados de la puerta unos segundos antes de tocar el timbre para arreglarse el pelo rubio. Yo también me tomo un minuto para acomodarme la camisa en el pantalón mientras la miro desde el pasillo, antes de abrirle y saludarla con ese resplandor instantáneo. Es bellísima. El tema es que ya no sé dónde poner tantas medias, toallas y calzoncillos gigantes.