En la pequeña casa de barrio, donde compartían terreno la casa de los abuelos adelante, un patio intermedio y la de sus padres en el fondo, vivían Pablo y Ana.
Los pequeños ya cursaban los primeros años de escuela primaria, pero no eran de los típicos chicos revoltosos o traviesos de esa época, tampoco eran de los demandantes y caprichosos, con sus papás cuando salían de paseo o a ver algún espectáculo. Parecían mas grandes en sus comportamientos, para sus diez el varón y los nueve de la nena. Pero no dejaban de ser chicos. Y cuando se aburrían o tenían que compartir espacios en su vivienda, generaban roces y disputas territoriales.
Ni hablar, cuando era la hora de la leche y querían ver algún programa distinto en la televisión en blanco y negro, con solo cuatro canales como opciones.
Las peleas que iniciaban con gritos, continuaban con empujones, tirones y la caída de alguna silla u objeto decorativo en el breve recinto que componía el living cocina comedor. En ese momento intervenía su Madre, con sus treinta y cinco años, dedicada con el nacimiento de sus hijos a la crianza de estos. Desde su delgada figura que con suerte llegaba a los cincuenta kilos y apenas sobresalía en altura a su hombrecito, con una contextura física mas parecida a su papá, trataba de imponer el orden doméstico con su consabida frase amenazante: “Ya van a ver cuando llegue su Padre”.
Pero cuando llegaba su Padre, luego de una jornada larga, en un trabajo donde debía poner su cuerpo manejando grandes máquinas viales, además esas jornadas normalmente se extendían con horas extras para llegar más o menos holgados a fin de mes. No estaba para ponerse en el rol del “Malo de la película”, como se lo hacía notar a su compañera y con su personalidad condescendiente, prefería hablar con los niños en lugar de imponerles algún castigo y menos el rigor físico.
Pero la continuidad en las competencias internas entre los hermanos, sumados a que el patio era estadio, campo de batalla, etcétera, para ellos y los amigos de la cuadra.
El frágil carácter para imponer el orden por parte de su Madre, hacían que los reclamos hacia su marido cada vez que llegaba de la fábrica se fueran sumando. Y ese Padre dialoguista, se cansó. Porque el esfuerzo vano por llevar un poco mas de dinero a casa, con agotadoras jornadas que llegaban a veces a las dieciséis horas. En lugar de llegar a su casa, cenar, ver un rato de televisión en familia y volver a dormir porque a las cuatro de la mañana tendría que retornar a la labor.
Así una tarde que llegó a su casa a las dieciocho horas, su esposa lo recibió con el reclamo porque sus chicos habían peleado nuevamente. Él llamó a ambos y lejos de preguntar ¿qué o cuánto?, los mandó a quedarse sentados en el patio hasta que fuera la hora de cenar, obviamente sin televisión y se perderían el capítulo de “BONANZA” que era a las 7 de la tarde.
Luego el Padre, se fue a su habitación a descansar hasta que la cena estuviese lista. Pasaron unos minutos y desde estaban sentados los chicos vieron que en casa de sus abuelos estaban viendo el programa, entonces el hermano mayor propuso dejar el lugar de castigo e ir a ver televisión con sus abuelos que desconocían de la condena, además su madre estaba concentrada en la cocina y no repararía donde estarían ellos.
La hermana accedió a la propuesta e ingresaron saludando a sus abuelos como si nada. Pasaron unos minutos y la puerta de la cocina de la casa de sus abuelos que daba al patio intermedio, se abrió abruptamente.
Al girar sus cabezas los chicos vieron desde el living, la figura enorme de su Padre y antes que dijera con una voz autoritaria “VAMOS”, ambos habían iniciado la retirada. Cuando pasaron frente a él, aún parado sobre el marco de la puerta, la niña dijo: “Él me dijo” y pasó rauda, el muchachito sabiéndose el ideólogo de la macana, se llamó a silencio. Su Padre cerró la puerta cuidadosamente, para que sus suegros no escucharan, ni vieran lo que seguía.
El chico quedó parado contra la puerta y veía a su padre entre la puerta recién cerrada y la entrada a su casa, como petrificado. Hasta que escucho nuevamente a su Padre decir “Dale, pasa” y continúo “Pasa…que no te voy a hacer nada”.
Pasaron los años y Pablo compartiría con su pareja la historia, sobre la frase que él consideraba la única FALSA PROMESA de su Padre. Ese Padre laburante, que jamás le había puesto un dedo encima y nunca más lo volvió a hacer. Pero ese acto de traición a la decisión de su Viejo, lo pusieron a merced de la punta del cinturón que tenía enrollado en la mano y escondido tras la espalda pusieron justicia con un solo golpe certero en el culo del chico.