CANALLONGAS: Historias de sinvergüenzas y crédulos mientras todo pasa

Carlos Riedel8 agosto, 2020

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud...

Juego de manos

Al ritmo de estos corazones que han superado las urgencias, mueve el café frente a la plaza sus ruidos en minúsculas. También los colores, atenuados por el tiempo, y hasta las miradas de media mañana. Pocas mujeres acá, pocos hombres allá. Pocillos amarrados a las palabras de dos señores cuyos trajes los definen como abogados. Tazas de café con leche reaniman como bolsas de suero a sendas mujeres que navegan por las peceras de sus anteojos. Leen los diarios sin pasar de los titulares y fruncen los labios cada tanto.

Rodeada por su poncho color rojo, ancha y alta, esta mujer ocupa una mesa estratégicamente colocada para ver sin ser vista. Cada tanto enfoca sus lentes metálicos hacia las páginas del último libro de Claudia Piñeiro. Cada tanto relojea el ambiente, toma nota de quienes entran y se van. A veces saluda con inclinación de cabeza.

Imponente, la señora Rouge, que así se la conoce, levanta su estatura y se va entre saludos en varias direcciones. Nunca falta una mujer que se acerca para darle ese sobre con carta, o un caballero de raído traje que le habla bajo al oído para solicitar ayuda de todo tipo. Ella sonríe, consuela, promete que va a ocuparse de conseguir algo entre sus contactos políticos, militares o eclesiásticos. Casi siempre tiene suerte y aquellos solicitantes pasan a engrosar las filas de quienes la elogian por su bondad.

Sin embargo Hanna, una de las meseras del lugar donde cada mañana sucede lo que comentamos, sabe su secreto vergonzante, aunque nunca lo dirá porque tiene un desayuno pago diariamente: la señora Rouge desarrolló una extraordinaria técnica que le permite pasar entre las mesas y, al tiempo que atiende la marejada de reclamos, se guarda en sus bolsillos las propinas, los sobrecitos de azúcar, los encendedores o los anillos que suelen olvidar los clientes.

Dejado

Cada uno de los tres que nos juntábamos los miércoles a la nochecita a tomar un whisky en el Club Argentino, nos parecíamos a nuestros negocios. Por eso es que no me llama la atención lo que pasó ese día, cuando Inchausti, el joyero de la Bolívar, “no relojero, ignorantes”, como solía enojarse revolviendo el vaso peligrosamente para su ropa que, según mi mujer, hacía juego con la dejadez de su pequeño local en la galería, el abandono, que según ella demostraba por su eterno temor a no dar un paso más largo que su zapato. Un dejado, querido.

El Gordo Nájera como siempre llegó último y tardó una eternidad en acomodarse a la mesa, desplegaba una enervante ceremonia hasta quedarse quieto, sorber un trago del vaso con hielo y disponerse a prestar atención a los demás, recién se dio cuenta de que Ichausti estaba lagrimeando cuando el relojero había llegado al momento crucial del relato que iba dejando brotar trabajosamente, a su pesar, como si alguien invisible lo hubiera estado obligando a desembuchar bajo amenaza.

Resulta que esa Nochebuena, apenas una semana atrás, justo en ese espacio incierto después de cenar y antes del brindis, cuando las conversaciones van perdiendo interés y las confesiones se animan en las miradas vidriosas, o los pedidos desesperados como el que Inchausti, aprovechando esa tregua única, lanzó apresuradamente a todos. Con miedo y vergüenza a la vez.

Él nos dijo en la mesa del club, sin mirarnos, lo que seguramente pensó en aquel momento y no lo gruñó a todos ahí enfrente, al lado, alrededor, cuando respondieron con un silencio atronador a su solicitud de ayuda porque se había metido en una deuda de juego y estaba ahorcado. Silencio atronador y miradas acusatorias de esos flamantes jóvenes profesionales con buenos salarios cuyos padres, los hermanos de Inchausti, ya retirados, viajaban a Europa una vez por año y cambiaban el auto cada dos.

Él, que hasta ese veinticuatro de diciembre, (seguía explicándonos con su voz tenue de siempre, aunque ahora algo temblorosa), tío solterón, había estado disponible inmediatamente para brindar la ayuda que le pidieran los miembros de esa, su familia. En general pequeños favores, aunque a veces no tanto cuando se acercaban a su bolichito para que no hubiera testigos, a preguntarle primero cómo estaba, cómo iba el negocio, cómo seguía su salud de hombre con casi setenta.

Llegaban con ese atolondramiento ansioso que ya conocía él que traía detrás un mangazo de plata para ir de vacaciones, un anillo para un novio o novia, el auto para ir a cenar a Puerto Madero, la suma para el depósito del alquiler del departamento para estudiar en Buenos Aires, la firma como garante para la casa quinta en el verano a la que les costaba invitarlo porque con esa facha qué iban a decir mis amigas de la facu, vos sabés de que te hablo mamá, decile al tío que no venga o que venga un domingo a la mañana, dale.

Él, que cuando terminó la catarsis se sonó la nariz con la servilleta de abajo del vaso intocado y nos pidió disculpas por el mal momento. Y se cruzó de brazos como esos sobrevivientes de un accidente en la ruta que se sientan a un costado con una campera en los hombros, mareados de resignación mientras llega la ambulancia.

Él, que escuchó con la cabeza baja al Gordo Nájera increparlo por haberse endeudado irresponsablemente estirando los brazos para hacer sonar su campera de cuero, la pelada impecable como un trofeo de bronce, igualito al interior de su perfumería de vidrieras ostentosas.

Él, que largó una carcajada después que yo conté un chiste boludo porque después de todo estábamos ahí para pasarla bien en esta vida breve y hasta propuse un brindis. Entenderán que no dije hasta ahora el rubro de mi negocio porque, aunque no tiene nada de malo fabricar ataúdes en la calle Lintridis, la gente siempre termina poniendo cara de asco cuando se entera y es entendible, mi mujer no asoma la cabeza por el taller desde hace años.

Él, Inchausti, el joyero de los que ya no hay, nos está mirando como ido y después de un silencio que nos parece eterno, dice

-Hace años que no juego a las barajas por plata…..