Aguanten los abuelos... por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

Carlos Riedel11 junio, 2023

Otra manera de decir desierto

De mi abuelo paterno apenas el recuerdo de unos cuatro años en los que los escuché. No recuerdo su voz, pero todavía huelo el olor a flores de su velorio en la casa de la abuela sobreviviente. De mi abuelo materno, ni eso. Únicamente palabras sueltas como caramelos del frasco de la nostalgia que lo rodeaba.

Vaya a saber por qué no tengo fotografías de ellos, la rama fundadora, masculina, de mis ancestros. Se ve que nunca pregunté los motivos de tales ausencias que los transformó en mucho más ausentes.

Mi padre nunca mencionaba al suyo salvo por mínimas anécdotas con voz fuerte y carácter a tono. Mi madre guardaba dentro suyo un padre que consideraba mejor no invocar. Dos agujeros que cada tanto me pican la memoria.

La ausencia de mis abuelos ha dejado la historia familiar en un terreno femenino. Quedaron en el cielo de las posibilidades todas las versiones que se les ocurran. En el caso del padre de mi padre aparecen nombres de ciudades sureñas, digamos Comodoro Rivadavia, llenas de vientos y de un hijo fallecido. Un buque hundido y un hermano desaparecido, presuntamente en Brasil por propia decisión. En el caso del padre de mi madre solamente abandono, esa otra manera de decir desierto.

Habrá una mañana en que voy a inventar lo necesario para quedar entero de ayeres. A veces pienso en aventuras, a veces en personas comunes sin ganas de trascender. Cada tanto me sorprenden extraños gestos o mechones de cabello con inesperados reflejos rojos. Deber ser señales que normalmente dejo ir.

Me queda la ilusión de cruzármelos en cualquier esquina, esperándome sin más propósito que el de abrazarnos. Todavía no llegué a la cita.

Recordar es doloroso

Están sentados sobre un cordón de piedras grandes en el parque San Martín, según dice en la parte de atrás con letra chiquita y en lápiz. Uno al lado del otro, separados sus cuerpos disímiles por el ancho de una mano o tal vez dos según se puede distinguir, yo puedo apenas con estos anteojos rayados mirando ese rectangulito de ocho por cinco y medio.

La altura de las piedras grandes a donde han llegado es especial para hacer un alto en el seguramente breve paseo desde el hotel y aceptar el ofrecimiento de una toma obligada por la ocasión a esa hora de la mañana, seguro que es de mañana por la luz, aunque se trate de una toma en blanco y negro. Llegaron allí después de desayunar en silencio y seguramente en soledad, uno de esos palacetes convertidos para el turismo por los vaivenes de las crisis, alto y espacioso, un comedor con ventanas generosas hacia el verde interminable.

Es uno de los últimos viajes juntos, antes que ella decidiera, en esa época no era común, viajar con su amiga, la señora de Patroncio siempre disponible a ponerse bajo sus órdenes, a lugares menos aburridos que este, más lejanos y complicados para llegar y para los cuales él no estaba dispuesto a soportar tantas horas de ruta en esos asientos incómodos ni por todo el oro del mundo. Paisajes más excitantes, en los que haya que caminar mucho, subir y bajar cerros para cansarse con ganas, sacar muchas fotos, traer anécdotas que contar después a mamá en su cocina, diálogos con los guías, mozos de hotel, gente al paso, compañeros de excursiones.

Un poco de vida, como le gustaba decir a ella en el hall de la casa en la que escribo, mientras se apantallaba, siempre tiene calor en mis recuerdos, hamacándose apenas en el sillón de mimbre. Él a su lado, escuchando las indirectas en silencio con esa resignación que enseña rápidamente la convivencia matrimonial como condición para mantener la paz, mamá estaba acostumbrada a esos brotes irónicos de mal genio, de odio diría yo, de su madre hacia el hombre de figura pequeña, que hasta solía dormitar con una intermitencia de cabeceos que únicamente yo detectaba cómplice, y por eso suspiraba haciendo un punto y seguido en la conversación, aprovechando la pausa para retarme a mí por cualquier motivo mientras jugaba debajo de la mesa a los soldaditos.

Ella tiene las piernas estiradas y el torso hacia atrás, las palmas de las manos apoyadas en las piedras sosteniendo su cuerpo grandote, como decía mamá cada vez que la recordaba tantos años después de su muerte. La postura que la obliga a tomar la baja altura del cordón, es la que refuerza su aire altanero, provocador en la media sonrisa, el torso erguido, el vestido negro ajustado envolviendo su figura, la cabeza firme manteniendo la mirada lejana, los anteojos oscuros, el pañuelo envolviendo el cabello a la manera de las mulatas, un calzado cómodo que se nota es de calidad y a tono con el resto.

Él lleva un saco blanco, de cuyo bolsillo superior asoma la funda de los anteojos permanentes y pantalones grises que parecen gruesos para un día no demasiado frío teniendo en cuenta que ella no lleva abrigo, dije que ella siempre tenía calor, una corbata bien ajustada le cierra el cuello. Su postura, la de él, es opuesta a la de ella, las posturas nos pintan enteros. Por su estatura baja y las piernas cortas, está sentado con comodidad y siempre que se está cómodo uno es más parecido aún a lo que es.

Sus manos están caídas y apoyadas sobre las piernas un poco separadas. Resultan extrañas en esa posición en alguien qué, como él, hasta unos años antes, han trabajado incansablemente y qué, en ese estado, dormidas, parecen estar de más. Mirando la foto con cuidado, no es tan difícil entender lo que sucedió esa noche o al día siguiente, o en todos los años que anduvieron juntos, porque las cosas se repiten y cambian imperceptiblemente.