CANALLONGAS: Historias de sinvergüenzas y crédulos mientras todo pasa

Carlos Riedel31 julio, 2020

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

Lo perdido, perdido

Como muchas iniciativas aquella nació en una sobremesa. El primo Gregorio estaba frente a mí entre los platos semivacíos de pio nono, ravioles, las botellas de vino siempre cabernet, siempre traídos por Don Fioranetti junto a su esposa, tan mis suegros, tan angelados. Mi mujer charlaba allá por la cabecera con su madre. Había un volar de bostezos.

Cuántas cosas guardás, Bitello, dijo Gregorio mientras estiraba sus brazos hacia atrás. Era el único que me llamaba con el sobrenombre que me había puesto mi padre en otras cenas similares mientras reía con su hermano y nosotros pibes jugábamos corriendo entre las baldosas del patio. ¿Por qué Bitello? Nunca lo supe, aunque pregunté.

Si, dije, demasiadas, pero no puedo hacer orden y tirar nada. Cuando empiezo, me da la nostalgia y tengo que detenerme. Como un músico que quiere olvidarse de cualquier melodía y apenas toca su instrumento siente que todavía no la terminó, que no lo abandonará así nomás.

Algo así, respondí asombrado porque Gregorio rara vez utilizaba sutilezas en el habla. Es más, rara vez hablaba. Subido a su estatura de contador público miraba al mundo como Nerón a Roma: algo digno de ser quemado.

Hubo silencio y sonrisas y ronquidos de mi suegro que imaginaba sobre un sofá tapizado de verde viajes grandiosos mientras apenas si podía pagar la luz y el gas.

Gregorio tiró las palabras como dardos hacia el blanco, es decir yo. Me ofrezco para el trabajo. Una mañana y termino. Quedará lo que tenga sentido y las bolsas de consorcio se llevarán el resto. Cuando vuelvas, ni te enterarás. Cuando te des cuenta, será demasiado tarde, Lo perdido perdido estará y por ahí ni siquiera estarás seguro de que haya existido.

Impresionado por la iniciativa del hijo de mi tío Domingo, estuve de acuerdo, y el martes siguiente le di la llave para que hiciera lo pactado mientras mi mujer y yo trabajábamos lejos de casa.

Cuando volví, Eugenia y los chicos todavía no. Preparé unos mates, buqué un disco de Joao Gilberto y Stan Getz que siempre me gusta escuchar cuando hay calma dentro del caos, como sugiere la pintura del cuadrado color amarillo y verde. Puse la púa en Chega de Saudade.

Recorrí las estanterías con libros sin notar nada, abrí armarios que ahora estaban casi vacíos de recortes, formularios, papeles amarillentos, y cuando iba a ver si tal o cual foto había sobrevivido dejé todo como estaba.

Recién año y medio más tarde, cuando mi dulce Eugenia comentó que el primo Gregorio se había ido a Italia por dos meses, volví a los muebles objeto de la limpieza. Pasaba los ojos jugando con mi memoria como crucigrama de lo faltante, cuando la voz en formación de mi hija Helena preguntó por el reloj de oro del bisabuelo, por las alianzas de mis abuelos, por la única esmeralda real, pequeña, engarzada en un dije de oro blanco.

Las praderas de la vida

Las fotos las puso a hervir a fuego lento y la carta, eran dos hojas bien finitas y suaves, con los años todo se ablanda y suaviza, las colocó bien dobladas sobre el rollo de papel higiénico, al lado del inodoro. Después, salió para lo de Fedora a comprar dos salamines, ella que por la presión lo tenía recontra prohibido, y de pasada, un Malbec de los que no estaban en oferta, en el chino.

Pobre Irene porque se enteró, porque cuántas de estas historias los canallas se las llevan al cajón sin dejar rastros, mientras las víctimas continúan pastando por las praderas de la vida como si nada y, en muchos casos, para peor, como Irene, cuidando al canalla, la canalla en este caso, hasta el último día como enfermera, cocinera, dama de compañía y todas esas cosas que hacen falta hacer en una casa y que siempre hay un boludo, o una boluda, que las hace en silencio porque tu mano izquierda no se debe enterar de lo que hace la derecha. Y después dicen que la religión no se inventó para calmar la ira de los humillados. Sabrán perdonar algunos arranques, estas cosas me ponen mal, aunque hayan pasado muchos años.

Y pensándolo bien, y si a Irene no se le hubiera dado, esa tarde, cuando volvió de acompañar los restos de su madre hasta la última morada, menos mal que en esa no va iba necesitar que le laven la ropa, le hagan los mandados y le den de comer. Si no se le hubiera ocurrido, digo, abrir el cajón de la cómoda que doña Enriqueta tenía siempre cerrada con dos vueltas y la llave colgada del cuello con una cadenita. Esa llave diminuta que el enfermero del hospital le entregó compungido esa mañana cuando Irene llegó temprano a la puerta de la terapia y se enteró.

Si no se hubiese atrevido, con las lágrimas cayéndole por la mejilla, la luz de la ventana a la calle del dormitorio materno envolviendo su figura flaca y envejecida, parada frente al espejo de la puerta del ropero, viéndose en blanco y negro abrir esa caja de zapatos atada con una cinta rosa, y esa mezcla de pudor, culpa de profanadora y destello de inexplicable desconfianza brillando en la mirada que primero descubre el montoncito de fotos: Enriqueta en la playa fuera de foco; Enriqueta, Irene en sus brazos y el padre a quién no llegó a conocer, sentados en la confitería Mimo una noche de verano; Enriqueta sola en el patio de la casa donde vivieron toda la vida, asomándose a espiar lo que ocurrirá un minuto después en ese futuro de ahora, cuando su hija Irene descubre la carta, en el fondo, sola, final.

La carta de Juan Carlos, fechada en Río Ceballos, Córdoba, agradeciéndole a doña Enriqueta el envío de su atenta de la semana pasada y deseando transmitirle la tranquilidad de que lo tratado entre ambos quedará en el mayor secreto de acuerdo a su ruego. No es bueno para ninguno de los tres que Irene conozca el verdadero motivo de la ruptura de mi compromiso con ella atendiendo a su piadosa solicitud para que ese ángel no se aleje de su lado, en consideración de sus problemitas de salud que, aunque no graves, gracias a Dios, reuma y achaques normales de la edad, requieren y requerirán de la irremplazable presencia de su única hija hasta que llegue el final.

Yo encontraré la manera menos dolorosa de despedirme de Irene que, como usted bien dice, es un ser luminoso de bondad y cuyo amor extrañaré no sabe cuánto. Por último, doña Enriqueta, agradezco la deferencia del cheque que adjunta a sus líneas y que tanto me ayudará a establecerme en esta hermosa ciudad a la que tal vez, cuando todo pase, ya se sabe que la vida fluye, ambas puedan venir a conocer y de paso a visitarme. Sepa usted que para mí será un gran placer poder recibirlas como lo merecen.

Suyo, Juan Carlos Almedábar
Arquitecto