Un nuevo aporte a Enlace Crítico: la nueva sección de Osvaldo Croce y Armando Borgeaud... CANCHA MOJADA... Retratos rápidos de gente al contado

Carlos Riedel14 abril, 2018

Capítulo uno

Ricardo H

En la escuela primaria fue abanderado y lució orgullosa su estatura enaltecida  por la bandera de ceremonias. Buen alumno en todas las materias, no brillaba especialmente en ninguna. Había varios más rápidos en matemáticas, otras que recitaban con memoria precisa los volcanes del continente americano, y, sobre todo uno, que se destacaba por su prosa elegante, cantando con afinación en las clases de música, habilidoso dibujante cada vez que se requerían ilustraciones.  Johnatan, ese era el nombre de la estrella, ganaba chicas en las reuniones apenas con su presencia y chicos en los deportes, porque además   jugaba fútbol y básquet más que correctamente. Su paso por el Nacional también fue discreto.

Perito Mercantil diplomado, promedio 6:20. Enseguida empezó a trabajar en la fábrica de plásticos que  funcionó muchos años cerca del frigorífico. Ingresó como empleado, ascendió a supervisor y un día, en plena década del noventa, lo llamaron de la oficina de personal.

Una nena de veintialgo, llena de hormonas y ganas de vivir, le ofreció asiento frente suyo para recitarle el plan de achique que por cuestiones de mercado, la empresa pondría en práctica en poco tiempo.

Habría despidos, pero teniendo en cuenta su trayectoria sin mácula, dijo mirándolo como a una puerta de blindex, cobraría la indemnización legal en una sola cuota y sin la quita admitida por el Ministerio de Trabajo de la Provincia.

El nuevo gerente de Finanzas lo espera en su despacho para cerrar su desvinculación, sonrió. Aquella dulzura perfumada, puro perfume y culo parado, lo guió como a un presidiario por el pasillo que recorría por primera vez, después de trabajar veinticinco años a pocos metros de distancia. Cosas de la vida. Abrió la puerta vidriada.

Vaso de whisky en mano, los pies apoyados en otro sillón, mirando de reojo el río con aire melancólico, Johnatan, su antiguo compañerito, envejecido y de anteojos.

Veterano jugador de rugby, lo vio entrar sin inmutarse, sólo esbozos de sonrisas más sobreentendidas que dudosas. Del otro lado del vidrio la chica caderona vió cómo firmaba formularios, cómo apenas se daban la mano, y esperó la salida de Ricardo con las manos juntas, la cabeza baja, la sonrisa fantasía, para despedirlo con un hasta pronto que sonó a patada en el orto.

Media hora después, parado en el refugio frente a la portería, sintiéndose más vivo que nunca como pasa cuando el dolor va en serio, Ricardo H vio venir al BMW flamante con la pareja que lo había despedido a bordo, los contempló un instante, riendo a dientes blanqueados, tocándose entre la música a buen volumen. Entonces levantó las manos juntas, apuntó los índices y lanzó un tibio pedorreo derecho a la luneta trasera, cerrando un ojo.

Antonio M

La foto estuvo mucho tiempo debajo del vidrio del escritorio de chapa de la oficina de control, hasta que vendieron la empresa y no quedó ni el trofeo del campeonato de truco que ganamos en el 85. Ella está en el centro, con su cara bien afeitada, la sonrisa feliz, rodeada de todos sus novios, como le gustaba decir, todos vestidos igual, el mameluco naranja de los productos químicos, el casco, los anteojos de seguridad.

Menos ella, Antonio M, porque le molestaba andar con semejante cosa encima, si ella al fin salía muy poco de la oficina con todos los papeles que tenía que hacer. Cada historia con Antonio en el bañito cuando tocaba turno noche y había guardia mínima. Eso sí, nadie abría la boca y hasta la defendíamos a muerte cuando la cargaban en la portería, qué puto ni puto.

El día del incendio estábamos todos, me acuerdo bien, fue un jueves a la mañana. Fue como un rayo la orden que salió de la radio para que alguien vaya a cerrar la válvula del tanque 5. Y como un rayo salió ella hacia las llamas, sin mameluco, ni zapatos de seguridad, ni casco, Antonio M, que sonrío para siempre desde ese día en que nos salvó a todos.

Enrique L

Cuando tenía quince años me hice hincha de Atlanta y como si fuera poco, seguidor número uno del zaguero que habíamos comprado a Almirante Brown y que metía un gol en contra cada dos o tres partidos. El tipo tenía el físico perfecto para esa posición: alto, fornido, aparecía en las fotos del equipo último a la izquierda, un lomo impresionante, plantado con los brazos cruzados y una sonrisa ganadora que parecía una garantía de confianza a sus compañeros.

Claro que cada tanto, por un motivo u otro, terminaba mandando la pelota al fondo del arco propio en medio de esa desazón que provoca un acto así,  primo hermano de la traición, incluido el viejo Spinetto, cabizbajo en el banco del DT, agarrándose la cabeza con las dos manos, mirando al suelo.

Mi viejo, fanático de Boca, me lo advirtió leyendo las crónicas que yo recortaba de La Nación cuando pasábamos los lunes por la casa de los abuelos. Un jugador así no sirve para el equipo, tarde o temprano vas a ver que lo echan a patadas, susurró una tarde que tomábamos mate con aire sabiondo.

El día que Enrique L firmó para el equipo de Rattin y Marzolini, típica foto levantando la camiseta azul y oro junto a Alberto J. Armando en la concesionaria Ford de la que era dueño, mi viejo dejó de hablar de fútbol conmigo por varios meses.