Un maniquí rengo

Carlos Riedel29 julio, 2017

Escriben Osvaldo Croce y Armando Borgeaud... Revisar una casa recién deshabitada para constatar el estado general antes de poner el cartel de alquiler o venta, es igual a la preparación del muerto para el velatorio, que los empleados de la funeraria realizan apenas el cuerpo sin vida arriba  a la cochería desde el hospital o la morgue. Esa íntima soledad compartida entre quien llega al lugar aún tibio de la vida que latió hace unas horas y los espacios despojados de muebles, cuadros, arañas y apliques que dejan sus recortes de pintura intacta como demostración del paso del tiempo en las paredes que estuvieron expuestas a la luz, las manos de quienes las tocaron, el polvo  permanente de la vida hecha tiempo. Esa tristeza del pasado aún tibio en un rostro que se va ensombreciendo de  muerte como una canoa va hundiendo su proa en aguas heladas, provoca las mismas  ganas de llorar que  el desierto de una casa abandonada. Por las buenas o por las malas, con motivo de una vida mejor o como un acto desesperado para olvidar una etapa. Poco importa el motivo exterior. La melancolía es como la música, no existen palabras capaces de explicar la emoción triste de la belleza, digan lo que digan los negadores de siempre. Pobres de aquellos que aceptan el consuelo por miedo a la soledad y se acostumbran a las despedidas sin pelear. Las historias de casas vacías no deberían quedar insepultas. Los fantasmas siempre vuelven por lo suyo.

casa se vende

París Texas apareció en el barrio, al volante de un Dodge 1500 violeta siempre salpicado de barro seco y se instaló, como si hubiera vivido allí toda la vida, en la casa grande de su hermana Vita, muerta de un infarto mientras dormía la siesta la tarde de la final Argentina Alemania del 90. Ahora que lo pienso mejor, debe haber aparecido quince días después del entierro de la mujer flaca siempre bien vestida y perfumada, dispuesto a ocupar la propiedad familiar de media cuadra de fondo. Con Vita, fallecida sorpresivamente, aunque la muerte es lo más anunciado que conocemos,  apenas nos saludábamos desde chicos.

La mañana de domingo en que aquel hombre flaco, con barba sucia y gorra ajustada, escapado de esa película de la que apenas recordaba el título, protagonizada por un tipo igualito a él, tocó el timbre de mi casa para presentarse como el nuevo vecino de enfrente, traía una botella de vino chileno con pinta de afanado, como “pequeña recompensa a quien mi hermanita consideraba parte de nuestra familia”. Fue verlo y sentir que esa mentira fácil era el primer billete que extraía con displicencia de un fajo generoso, para encender el habano de una despedida, el inicio de algo grande o ambas cosas.

La vez del vino chileno como presentación fue una de las tres ocasiones en las que estuvimos frente a frente Paris Texas y un servidor, por más que el final de esta historia impondría otras. Si, como dicen, la primera impresión es la que al final se queda con la verdad, la mía, aquella vez, fue la de un chicato sin anteojos, típica del que se deja llevar por dos o tres prejuicios básicos: zapatos sucios, olor a transpiración,  cansancio en los hombros caídos. Y no la pude cambiar nunca.

Cuando se vació la heladera de la difunta, el quijote de entrecasa deambuló por las veredas de costumbre, aguardando en su pecera la mano salvadora. Conmovido, siempre el mismo pelotudo, gracias a un contacto conseguí que lo contrataran como vigilador en un puerto de autos importados en Lima. Se hizo desear, pero al final aceptó con más hambre que orgullo en el desdén con que respondió afirmativamente a mi cara de culo. Pagué la cuenta del peluquero para la primer entrevista y un par de días después, uniformado de azul Francia, el personaje iba y venía de los turnos rotativos tripulando el destartalado armatoste violeta, como si nada. Sin importarle la hora, salía de la casona tarareando a todo volumen Te recuerdo Amanda y subía al Dodge, todo un Victor Jara vernáculo torturado por el capitalismo de entrecasa. A los tirones, fumando aceite, al fin se perdería en el largo camino de tierra hacia el puerto, enclavado entre zanjas pantanosas, mosquitos como aeroplanos, donde lo recibiría un coro de zapucays y puteadas amables. Cuando cobró el primer sueldo, apareció a darme las gracias vestido con ropa usada dos talles más grandes como un náufrago recién rescatado de alta mar. En realidad las pilchas eran mías en desuso y al verlo aparecer disfrazado de mí con unos cuantos quilos menos, me vino a la memoria una letra de tango. Traía la infaltable botellita, whisky importado esta vez, producto seguramente de la urgencia de algún capitán por descargar fuera de horario. Esa fue la segunda vez que la vida nos encontró por un rato.

Durante seis o siete meses apenas lo vi llegar, brazo en alto por encima del techo del auto, recién despegado del asiento con almohadón donde se hundía para manejar como un aristócrata de Scott Fitzgerald. Aquel hombre flaco y barba incipiente   buscaba con ese gesto melancólico provocar mi piedad: yo era  el culpable evidente de semejante injusticia al haberle encontrado trabajo. Debido a las guardias rotativas nos veíamos un mediodía cada tanto, cuando yo arrancaba para la farmacia y él volvía antes por algún paro o creciente del Paraná. En ese momento ponía en escena su acto frente a mi sonrisa socarrona.

Se me ocurrió pensar dónde iría a parar Paris Texas con su osamenta el día en que la familia verdadera de Vita, su otro hermano de Misiones, viniera a poner el cartel de venta de esa magnífica parcela de quinientos metros cuadrados en pleno centro. Quién no sabía en el pueblo que la construcción se caía de vieja, atestada de bártulos que la muerta reciente guardaba de todos los muertos de antaño, hasta los tapados y sobretodos apolillados de sus cuatro abuelos venidos de Polonia. Su destino sería la piqueta y el desprecio de un edificio de veinte pisos.

Aquella tarde fatal de invierno lo escuché llorar sin consuelo. Semejante lamento que nadie en la cuadra parecía escuchar terminó por asustarme. Crucé la calle y entré sin golpear, la puerta estaba sin llave. Recorrí pasillos, el baño, la cocina gigante. Al fin  encontré a Paris Texas en uno de los dormitorios, acostado boca arriba, esperándome en ese olor a encierro que no olvidaré fácilmente. Me senté sin verle la cara, frente a la pared atestada de gobelinos. Hablando despacio fue hallando el consuelo que necesitaba para confesar su historia.  Al tipo lo echarían a patadas sin ningún derecho de aquella casa. Había extraviado la partida de nacimiento y no podría comprobar su lazo familiar con la pobre Vita que, cosas de la vida, era a la única persona que apreciaba, además de mi furtiva presencia, como quedó dicho. Inútil  dirigirse al Registro Civil, lo buscaban por delitos menores, estafas, defraudaciones de poca monta, cometidos hacía varios años en Mar del Plata, pero tenía terror de caer preso si por la búsqueda del documento salía a la luz  su caso olvidado. El reflejo de mi cara, irreconocible en el espejo biselado del ropero abierto en la penumbra, me indicó los pasos  a  seguir desde ese momento como un autómata, mientras Paris Texas recomenzaba el llanto impotente.

Primero le preparé un té con lo que pude en la cocina mugrienta en la estaban todas las lámparas quemadas y lo convencí para que durmiera un rato. Salí en puntas de pie. Me faltó arroparlo y darle un beso en la frente. Al rato estaba revisando cajones, baúles desconchados, oyendo la voz de mi madre pidiéndome alcanzarle a la madre de Vita, rodeada de vestidos de novia que cosía para afuera en esa habitación congelada de telas de araña, los huevos aún tibios de nuestro gallinero, devolución agradecida por su habilidad única para bocamangas y dobladillos. Parado frente a uno de los maniquíes  que en la oscuridad parecían esqueletos de los que en mi infancia recordaba con turgentes senos y caderas de mujeres fuera de moda, mis manos fueron directamente hacia el que aparecía rengo, inclinado en su base quebrada, apolillado de años,  golpeado especialmente por el olvido. Por qué mis caricias a una novia que se recupera en un sueño a ese cuerpo vacío, terminaron descubriendo, cosido en un bolsillo de un saco olvidado sobre sus hombros, aquel sobre con trescientos dólares y la partida de nacimiento de París Texas doblada en cuatro con odio, nadie podrá responderlo nunca.

Al otro día temprano llamé a la guardia de Aceros Peretti y hablé con el jujeño Albornoz que estaba de guardia y me debía varios favores. El hombre tenía una hermano en Entre Ríos que hacía rato buscaba un chofer de tractor para la cosecha con cama adentro de la chacra  y buena paga. Le pedí su ayuda para recomendar a Paris Texas que, en ese momento, asustado y sin destino a mano, aceptaría el conchabo como una salvación al desamparo que se le avecinaba. Tres horas más tardes, estábamos los tres en la portería de Aceros Peretti reunidos como conspiradores, arreglando los detalles de la partida sin gloria de Paris Texas, que, apichonado como nunca lo había  visto, ni siquiera preguntó de dónde habían salido los trescientos dólares que generosamente entregué al jujeño antes de abrazarlo exageradamente.

El inmueble deshabitado momentáneamente, quedó a mi custodia. El auto roñoso de Paris Texas lo entregué en una concesionaria de medio pelo que lo vendió a un albañil de Escobar. En poco tiempo recuperé bastante más que los trescientos dólares del maniquí rengo. Cuando llegó el misionero la casa estaba bastante más ordenada y limpia de lo que la había dejado Paris Texas. Algo concreto tenía que hacer yo después de todo para ponerle la firma al paquetito que me llegaba del cielo.

Aquel hombre recién llegado entendió enseguida cuando lo invité a tomar unos mates para conversar sobre la partida de nacimiento que yo había planchado cuidadosamente. No hubo que discutir mucho la cifra, el banco, la forma de pago. Cualquier arreglo era barato para él antes que compartir la herencia con semejante personaje. Hasta aquella joda navideña de que fuera víctima, organizada por la Colorada Iparraguirre como recordarán, Albornoz me mantuvo al tanto de la vida entrerriana de Paris Texas a quién,  por las dudas, yo no quería perder de vista. Como una sinfonía, los instrumentos de la vida sonaron armónicamente para mi suerte hasta convertirse en esta comodidad complacida.

Varios años después, cada vez que miro en el espejo esa cara arrugada en la que aún persiste un gesto de sorna, tengo que reconocer que tan boludo no fui, al fin y al cabo.