Hombrecito de gorra a cuadros y sombra corta

Carlos Riedel15 octubre, 2017

Escriben Osvaldo Croce y Armando Borgeaud...  Nunca supe ni remotamente por qué el Turco Demirci era tan amable conmigo mientras estábamos en el negocio y tan fríamente lejano apenas cruzábamos la puerta de calle, él por su lado y yo con mi viejo volviendo a casa, a mediodía o a la nochecita. Ese impresionante contraste que lo obligaba a actuar como evidentemente no sentía, con afanosa  paciencia y modales delicados, siempre una sonrisa, muchísimo más considerado que mi viejo que enseguida  me mandaba a cagar, cada vez que recurría a su grandioso conocimiento de piezas, tornillos, arandelas, mechas, repuestos varios, en aquel panal gigantesco de estanterías desparramadas en el grandísimo salón. Apenas me veía aparecer con la muestra de la piecita que los clientes traían para evitar explicaciones complicadas, abandonaba la charla con algún viajante o devolvía a la oreja el lápiz con el que cambiaba los precios sobre la mesa de cortar vidrios, para prestarme una atención concentrada que siempre concluía con algo más que la respuesta a mi ansioso requisito sobre la ubicación de la mercadería. Todas las veces agregaba una explicación sobre el uso, el material y hasta una breve historia del fabricante si no era importado. Transformado en su otra  bicéfala personalidad, para mis quince años era siempre un golpe helado verlo cruzar la calle cada vez que me veía venir desde lejos cualquier sábado a la tarde o domingo, o en caso de un encuentro inevitable en un negocio o en la cancha, reaccionar con falsa sorpresa  cuando le tocaba el brazo o lo llamaba al pasar a mi lado sin querer registrarme. Apenas una muestra del misterio que casualmente se abriría ante mí la tarde del cofre. ¿Será cierto lo que afirmaba Don Cañita: lo  misterioso de la vida se pasea delante de nuestros ojos, no hace falta buscarlo entre las sombras?.

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El Petizo Digiorgi venía día por medio al bazar que mi viejo y el Turco Demirci tenían desde hacía cuarenta años en la esquina de la estación y en la que yo trabajaba desde los diez atendiendo el mostrador, barriendo la vereda después del colegio, limpiando con franela y plumero la tierra de platos, cacerolas enlozadas y de aluminio, vajilla que no se vendía hacía añares y hasta de las chatas y escupideras que el suscripto subía y bajaba de los estantes más altos con la escalera de peldaños remendados con alambre.

El Petizo aparecía sólo para hablar con el Turco, con esa concentración que no tenía para otra cosa que lo que le interesaba específicamente en cada momento: personas, animales, objetos. En aquel tiempo pensé que se trataba de un gesto de desprecio hacia quienes no estaban a la altura de sus preocupaciones o algo así, pero ahora, después de tantos años, cuando soy el único que queda para reconstruir esa historia terrible, me parece que el Petizo tenía demasiada energía concentrada en aquella relación.

La camioneta Dodge rojo furioso sacudía su inercia al lado del cordón, molesta por el freno. Con un ruido de oxidada dentadura la puerta, como estampilla en la mañana, abría camino para el salto gracioso y los pasos ágiles, llenos de nervios del visitante que cubrían la distancia hacia la figura del Turco. Mi viejo canturreaba “volvió una noche…” pero el tipito de la gorra a cuadros nunca lo escuchó. Apenas si un corto “buenas, buenas” y su eterna urgencia por hablar con Demirci que, pensándolo bien, rara vez estaba visible, ocupado repentinamente en limpiar los soles de noche, las mil cajas de diferentes tornillos, las lamparitas de cualquier potencia.

¿Había confesiones oscuras que el personaje iba renovando y su amigo resultaba una buena oreja ante cada una de ellas? ¿secretos innombrables que  unían aquellas figuras desparejas, el flaco alto y ruliento doblado como palmera para escuchar el murmullo inoxidable de un Digiorgi payasesco lleno de ademanes?

Mi padre nunca fue partícipe de semejantes conversaciones, apenas movía sus anteojos sobre la nariz acomodándolos sin necesidad cuando lo interrogaba en silencio. Yo no sabía qué pensar, no tenía la suficiente vida debajo de mi bigote en aquel momento. Me limitaba a espiar esos encuentros entre el lungo y el de la gorra cuadriculada desde el altillo donde subía a buscar vasos para reposición, o por la puerta entreabierta de la cocinita que teníamos en el fondo del local para tomar mates, fumar con Rapidísimo de fondo desde la radio gangosa.

¡Cómo me llamaban la atención esos gestos enérgicos de las manos del Petizo frente al cabizbajo Turco siempre mudo! Si lo revivo a ritmo de memoria llena de rayas, todo parece más recobrar vida: Demirci parecía pedir perdón al que era juego de manos frente a su cara. Pero no vale, eso lo pienso ahora que acabo de descubrir lo sucedido, ideando tal vez la manera de acabar con esa sombra molesta.

Cierro los ojos y ahí esta Digiorgi, la camioneta roja cerca de la vereda, a su espalda, apenas visible entre los objetos de la vidriera. Tiene una gorra escocesa de corderoy, de esas pitucas con botones en la visera, aunque solía cambiarlas como si tuviera una pila de diferentes colores. Ese detalle lo hacía parecer más bajo de estatura y más cabezón aún de lo que su cuerpo medio deforme y nervioso delataba.

Hiciera frío o calor llevaba pulóveres sin mangas, a rombos azules y rojos, incombinables con los pantalones verde loro todo terreno. Un sonoro llavero colgado del cinto grueso anunciaba su llegada bastante antes de que arribaran sus zapatos blancos sucios de cal y cemento arrastrando tierrita de los mosaicos gastados, porque debo decir que era el dueño de una constructora y ganaba muy buena guita, además de beneficiarnos con generosas compras de materiales, tal vez pagando el permiso de sus visitas. La voz metálica y los anteojos negros con marco dorado reflejando el sol como paragolpes de auto importado completan el recuerdo.

La foto en blanco y negro, de buen tamaño, publicada en un diario amarillento del día en que encontraron su cuerpo agujereado con un escopetazo a corta distancia, lo muestra igual a lo que digo recordar. Semejante recorte del pasado yacía en el fondo del cofre cerrado con candado que descubrí debajo de la pila de trastos que vinieron a parar a mi garaje cuando se disolvió la sociedad después de la muerte de mi viejo y hubo que desocupar el negocio en un fin de semana porque el Turco estaba en Mar del Plata.

Cada vez lo veo más nítidamente: el Petizo Digiorgi mandándose entre la cola de clientes adormilados por el ronroneo del ventilador de pie o el zumbido de la estufa con garrafa en invierno, en busca del Turco, eludiendo mostradores y estanterías, guiado por el olfato, perro detrás de su presa. Sin embargo, aquella agilidad de los wines gambeteadores que acorralaban a sus marcadores contra la raya de fondo, aquella que le permitía ubicar al Turco escondido en el último rincón del espacio oloroso a jabón en polvo y papel madera del bazar, no le alcanzó al pobre hombre para evitar el disparo que acabó con su vida.

Yo era muy joven para entender aquella repentina ausencia, las preguntas rutinarias de la policía al Turco y a mi viejo unos días más tarde, reunidos en la cocinita, y la fría contestación que Demirci me espetó una tarde, varios meses después,  cuando me animé a preguntarle por qué no venía más a visitarlo su amigo: la palabra hijo de puta que lanzó escupida.

Hay algo más en el cofre que acabo de abrir. Envuelta en una bolsa de cuero, voy levantando con las dos manos la prueba que la policía no pudo encontrar antes de cerrar la causa de la muerte violenta del Petizo.