Con Don Rubén no se jode
Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud…
“Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte “
Tres amigos,
Enrique Cadícamo
Ruben Suggé cruzó la calle despacio, parece que lo veo, caminando dos menos diez. Por esos días orillaba los ochenta, pero se sabe que nadie cambia mucho en la vida, y su memorable pachorra no era capaz de contagiar mucha garra para laburar en cualquier cosa. Las zapatillas de felpa que solía conseguir de oferta en el Supermercado del Calzado tenían las suelas de plástico gastadas por semejante arrastre de pies. Su camisa afuera del pantalón colgaba por falta de nalgas para rellenarlo y un cinto demasiado agujereado apretaba el globo desinflado de su osamenta.
Esa mañana de sábado, yo fregaba con un trapo húmedo la tierra en el balcón, la ventana, los vidrios. Medio cuerpo afuera, retorcía el paño cada tanto en el balde para no desparramar la tierra, como mi vieja decía que hacen los que no sirven para nada. Ni para limpiar, agregaba con ironía zumbona sin mirarme mientras seguía con su lección de limpieza, porque uno nunca sabe en la vida cuándo necesitará lo aprendido.
Apenas distinguí a don Ruben pensé: seguro que le costó cruzar el centro, con tanto tráfico a esa hora del sábado a media mañana, con un enjambre desaforado de mujeres sin edad y hombres disfrazados de pendejos a las corridas en el centro, meta comprar con urgencia lo que nunca necesitan pero piensan les hará falta por la tarde. No quieren postergar sus ansiedades consumistas, pero al fin se dan por vencidos para irse a dormir la siesta, como ya pronosticaba mi viejo allá por los setenta, detrás del mostrador de la pinturería donde las colas llegaban hasta la vereda.
El viejo Suggé, moviéndose en modo cámara lenta, con la paciencia absurda que lo caracteriza desde la cuna, tanteó el macadán hasta bajarse del cordón cuando cambió el semáforo y lo vi largarse entre los autos parados en fila hasta llegar a la otra orilla. Los conductores, sin otro remedio que verlo pavonearse a lo artista como en un escenario improvisado, reprimieron las ganas de matarlo apenas la luz cambiara de rojo a verde allá arriba y adelante. El personaje urbano levantó su media sonrisa ganadora y en la mano derecha una botella de vino tinto, proyección de su brazo. No pude impedir reírme a carcajadas.
De qué frenada, gritos, puteadas, me habla. Usted distingue un hilo verde en el pasto, mi amigo. Qué me dice
Cómo anda vecino, dijo con alegría tranquila.
Siempre se dirige a mí como alguien importante que de pronto amerita interrumpir un pensamiento sesudo, o contener un bostezo al volver reventado de las doce horas de guardia, para ofrecer ayuda.
¿Le doy una manito? Insiste.
Gracias, Ruben, estoy bien, le contesto invariablemente aunque jamás pasó del amague para concretar su asistencia y quedó mirandome si estoy barriendo la vereda, sacando yuyos entre las baldosas, limpiando el balcón como aquella mañana.
Cómo anda vecino, repitió en el aire del sábado, afinándose la barba canosa y raleada con los dedos de la izquierda manchados de nicotina, todo un rabino pobre con esa seguridad de los desamparados para hacer sentir inferiores al resto de la Humanidad apenas se cruza dos palabras con ellos. Precisamente su actitud hacía imposible que le aceptara su ofrecimiento de colaboración por más dificultades que tuviera.
En rigor, confieso que el viejo Suggé no es precisamente un personaje poderoso dentro de mi atribulado inconsciente. Su imagen de aparente debilidad me deprime y me subleva a la vez, porque la veo un truco de sobrador consuetudinario que la pasa bien haciendo su papel de víctima de la vida.
El caso es que ahí estaba su figura al carbón, la botella de vino ahora sostenida con las dos manos engrasadas, como si fuera a un cumpleaños. Una ofrenda estaba por decir pero la verdad es que no tiene nada que ver con eso. En verdad Ruben venía a comer conmigo, a comer lo que yo cocinaba, y me ahogaba cualquier objeción con la botella. Me miraba debajo del sol blanco, a un costado del balcón en el que yo había dejado de limpiar. Estaba esperando que recibiera el presente y le abriera mi casa con ese agradecimiento torpe con que reaccionamos a un acto injusto más que inesperado. Después de todo con qué motivo ese hombre enclenque se aparecía cada fin de semana con el tinto invariablemente chileno, bastante caro, hay que decirlo, que quién sabe de dónde conseguía.
Qué bocinazo, tampoco pude distinguir si el tipo tocó la bocina antes de lo que pasó. Y por más que lo hubiera notado, cómo hubiera podido relacionarlo con semejante desenlace.¿ Me quiere decir?
Nada faltaba, nada, para comenzar la función. Apenas el tiempo del abrazo húmedo en el que envolvió a Dorita, la vieja que andaba en su característico batón floreado, chinelas de paño, anteojos colgados de una cadenita de oro, la piel pegada a los huesos, el pelo fino, como gastado de tan blanco. Dorita se distingue, además por cantar tangos del repertorio de Tita Merello y por un pucho pegado en la boca finita, que ni se sabe si lo fuma o juega como parte de su personaje. Cada vez que se encontraban sucedía ese encuentro, y enseguida Suggé le mangaba un negro sin filtro con voz de saludo de pésame y Dorita aflautaba la garganta en un lamento inentendible mezclado con llantos contenidos, hasta que le daba el cigarrillo y se secaba los mocos con servilletas de papel que siempre llevaba apretadas en una mano, contra la escoba con que barría las baldosas vainilla. Yo los ví y asocié a protagonistas de algún cuento de Onetti, con sus diálogos como caricias lánguidas prólogo de inevitables adioses. Ruben con su botella, la vieja con su pucho en la comisura.
Nada faltaba, apenas dos minutos para que al recuperar su atención en mi figura, ya salida del balcón y en la puerta cancel abierta, me recitara que él seguía trabajando a esa edad para que sus nietos fueran a la facultad sin trabajar, porque a mí me da lo mismo estar vivo o muerto, vecino.
Y fue entonces, después de la patética exposición, ni bien pronunciada la palabra vecino, cuando yo levanté un poco la pesada puerta para dejarlo entrar, que Ruben Suggé dijo casi casualmente que siempre llevaba el fierro encima y se tanteó el bolsillo derecho porque sabía nunca le creería que anduviera armado. Ahí lo vi sacar de ese hueco del pantalón un arma del tamaño de una araña grande. Recién ahí distinguí la figura de un coloso vestido de blanco, camisa abierta, pantalón chupín, mocasines de cuero, que se acercaba gritando, los brazos abiertos de rezongos viejos.
Ruben se dio vuelta como si lo estuvieran filmando y disparó tres tiros. El oso polar se dobló y cayó en un charco de sangre, rodeado de un silencio congelado de luz de mediodía, y la gente mirando para abajo como por un pozo. A lo lejos, al pie del semáforo indiferente, la cupé importada color negro, la puerta todavía entornada, el motor en marcha.
Después, Ruben Suggé me extiende la botella, dice contrariado que disfrute el vino, nos encontramos uno de estos días, así son las cosas con estos hijos de mil putas, se creen que pueden llevarse al mundo por delante con la billetera. Al fin se va despacio. Enseguida, lo adivino por sus gestos, saca un fósforo de cajita Ranchera con bandera argentina, prende el cigarrillo regalado por Dorita, se aleja vaya a saber dónde,