Cancha mojada (Retratos rápidos de gente al contado): Capítulo seis

Carlos Riedel15 agosto, 2018

Por  Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

“Yo soy amigo tuyo, no de tus problemas ".

                                                        Oído en un bar el 20 de julio a las 22: 15 horas

Victoria L.

Esa cabellera negra resbala por los hombros con esencia de terciopelo, y semejante sonrisa tiene consistencia de una vida soñada. Detrás de la caja registradora controla cada venta sin dejar nunca el aura de calma. Saluda con exactitud cuando alguien llega y saluda con precisión cuando alguien se retira del local, un maxiquiosco al costado de Rivadavia, donde resisten algunos plátanos. Nadie sabe qué fuma porque no lo hace en público. Nadie conoce a su familia porque no le interesa mezclar la hacienda como decía su abuelo retorciéndose los mostachos delante de la puerta de varias mujeres que nunca se conocieron, ni en el velorio del viejo zorro. Victoria, que se llama Victoria la treintañera, escribe su historia sin perjudicar a nadie, aunque todos atisban siluetas detrás del vidrio esmerilado de su discreción.

Nico B

Pinta de actor de cine, alto como un arquero, lo veo impecable de pantalones claros, tal vez porque que en verano uno presta más atención a la gente y su figura era para el calor y los días largos. Saliendo o entrando a su casa, perfumado de lavanda suave, al pasar a su lado, en esa época yo iba a la secundaria, me lo imaginaba viajando en la cubierta de un crucero rodeado de mujeres vaporosas. Siempre andaba apurado y apenas saludaba distraído sin un minuto para nadie. Justo él, al que jamás le conocimos un trabajo fijo, más que el de programador de música de la radio de la cooperativa, dos o tres años algunas horas por día, hasta que la compraron los gitanos. Como vivía en un primer piso sin ascensor, al pasar por su puerta oía el eco de los pasos acelerados de los  mocasines en la escalera de granito, para arriba y para abajo, en ese inconfundible repiquetear nervioso de las suelas que delatan la urgencia de un hombre por llegar a tiempo a donde sea  o para seguir huyendo de sí mismo. Pero lo que más me llamó siempre la atención de Nico era su sonrisa   permanente en la que la tristeza melancólica de chico acorralado se percibía enseguida, por más que su manera jovial de hablar intentara disimularla sin éxito, con esa voz acatarrada de cuarenta cigarrillos diarios y el número incierto de whiskies y ginebras que a lo largo del día iban convirtiendo su aliento en un vaho inocultable. Es notable cómo podemos dejar caer a los que no pueden más metidos en nuestros miedos, en nuestras urgencias más o menos verdaderas. Tan notable como las justificaciones que tenemos siempre a mano para que la culpa no alcance a salpicarnos. Y a lo mejor así es la vida. Ya se sabe cómo los años vuelven irreversible de un día para otro lo que por mucho tiempo se mantuvo en equilibrio inestable y se veía venir. Cómo la vejez pega en el suelo cuando a un tipo como Nico B lo deja la mujer cansada de todo, los amigos van desapareciendo de frío y a nadie le importa un carajo lo que sabía de jazz  el hombre, el gusto exquisito para descubrir una voz, un piano, su alma de chico acorralado.

Francisco Y.

Va y viene por el día en el camión que reparte materiales para esas obras que crecen a ritmo de indemnizaciones, aguinaldos, suerte de quiniela. Estaciona junto a cada cordón, maneja el papeleo, observa que los muchachos bajen los pedidos. De poco hablar, nadie sabe que cada tanto, en las grandes compras, se queda con bolsas de cemento, cal, metros de arena, que destina a esas construcciones que únicamente conoce por relojear la ciudad que nadie mira. Al finalizar el día se lleva el camión con la carga del siguiente y muy temprano, bastante antes de comenzar la jornada, llega en soledad a los  domicilios que no lo esperan. Con cara de profesional bien pago nunca discute compras o destinos. Los dueños, casi siempre ahorcados por ministros de economía de traje e ideas color verde dólar, aceptan rápidamente con garabatos ilegibles, no vaya a ser cosa. Francisco Y  hace equilibrio por el hilo fino del delito, sobre el abismo sin fondo que la vida nos hace cruzar impiadosa. No  le importan las posibles caídas, en caso que pudieran suceder. Supone bien que los anónimos beneficiados van a lamentarlo un poco. Y eso le basta.

Ramiro N

Un día, de un plumazo, desaparecieron la camioneta gigante en la que traía la mercadería, siempre fiel a la orilla de la vereda  y su figura de noruego altísimo, las manos en los bolsillos del pantalón apretado que le servía para levantar los hombros rápidamente cuando le preguntaban algo que nunca sabía bien. Estaba siempre como esperando algo, o listo para salir de un momento a otro, fumando  preocupado, atravesando hacia afuera y hacia adentro las ruidosas cortinas colgantes de la pollería que atendía esa mujer que le había dado una hija. O él se la había dado a ella, como me dijo una vez con malicia la vieja que le alquilaba el local y desde ese día siempre lo pensaba cuando los veía salir tarde del negocio, desparejos, silenciosos, la nena que ya tenía diez o doce  unos pasos atrás como no terminando de aceptar a ninguno de los dos. Me enteré dos semanas después lo de la operación de urgencia y el ataque repentino y fatal. Entré al negocio a disculparme, como se hace en esos casos en que uno se siente medio culpable de la desgracia por llegar tarde a saludar. Ella me contó todo sin mirarme, mientras pasaba el trapo rejilla sobre la balanza sucia de plumas y sangres resecas, intercalando suspiros cortitos, sin ganas de encontrar explicaciones inútiles en los análisis de sangre que él escondía en el cajón de los calzoncillos, en las palabras inentendibles del especialista, todo como rezando

Noemí Z

Vive en el cuidado de su hermana menor, cada tanto se da gustos con un porro, con un amigo, con esas comidas que tía Gregoria prepara porque sabe, porque la quiere, porque es jueves o algo así. Trabaja en esa estación de servicio que está sobre la ruta 6, cerca de la canchita de fútbol 5. Elige los turnos peligrosos que nadie quiere y así junta mangos extras. Salvó a varios perros de esos que andan sin nada más que la existencia y la acompañan más que su sombra. Maneja bien el 38 que su patrón le deja solamente a ella. Ya mató a tres que quisieron asaltarla de madrugada en el silencio de la ruta azul, y el dueño arregló las cosas, además de darle un sueldo adicional. No pretende ser ejemplo de nada, le gusta manejar a todo lo que da, los chocolates con almendras, los hoteles lujosos donde pasa aquellos momentos alados de los que hablamos al principio. Es fanática de Gilda y de Lanús.