Agapito hacía llover

Carlos Riedel19 noviembre, 2016

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud... No paraban de ir hasta su casa, pero él no dio señales hasta ese día. Ni siquiera cuando hacía tanto frío y hubiera sido bueno alcanzar algo caliente a las madres que cargaban con hijos pequeños, alguna silla para los más viejitos. Llevaban de ofrenda bolsas de verdura, cajones de vino, plantitas, dibujos de los chicos del jardín de infantes, bolsas de pan, pizzas listas para poner al horno, y hasta una guitarra vieja pero en muy buen estado. Los jueves a la tarde, especialmente, nadie supo bien por qué, llegaban en respetuosa procesión hasta la puerta, siempre con cirios comprados en Luján, los encendían recién cuando oscurecía, y mientras iban acomodando la mercadería pegada a la pared del frente, se sentaban a matear y a conversar en voz baja para no molestarlo con sus murmullos pedigüeños, con esa paciencia mansa de los necesitados. De a poco se fueron animando a rezar el padre nuestro en coro antes de dispersarse pasadas las diez de la noche hasta el jueves próximo. En realidad, como es lógico, no todos iban a pedir lo mismo, y por eso razón  guardaban el secreto del motivo de su ruego con fervor egoísta, confiados en que la auténtica fe, aquel grano de mostaza, la imprescindible paciencia del creyente, obrarían como la potente luz que los destacaría en el momento sagrado de la   plegaria atendida.  Cuando llegó a oídos del intendente que se estaban organizando para venir de los pueblos cercanos, mandó cortar la calle, contrató una ambulancia de la cooperativa sojera y dispuso dos policías de tránsito todo el tiempo que duraba la marcha, para organizar un poco semejante despelote de fieles y curiosos. Hasta el jueves famoso en que la celosía del balcón se abrió de golpe y apareció el hombre en calzoncillos, despeinado y en cueros. Rodeado de un silencio que se fue acomodando al suyo como una luz que se apaga de golpe, esperó un par de minutos para que todos los ojos se posaran en él y descargó una sonora pedorreta amplificada por los dedos de la mano apoyados en la boca. Después, bajo una lluvia de aplausos y vivas, volvió a su encierro como quien ha cumplido con su deber.

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Ahora, que sabemos la verdad, se ven las cosas con más luz. El Tano Vicente también fue su víctima, cómo que no. Había preparado el almácigo en el terrenito baldío que le prestó el padre del dentista Moreno. Un mes entero deslomándose en la que orgullosamente llamaba mi quinta. Se puso a laburar como un buey, limpió los cascotes a pura pala y azadón, niveló el terreno doblado como rama vieja, carpió sin pausa centímetro por centímetro, sembró y, cuando quedó todo listo para empezar a regar, miró al cielo implorando la lluvia que parecía iba a caer desde esas nubes que pintaban de rimmel el borde de la tarde. El Tano necesitaba hacer rendir pronto el trabajo, precisaba guita para cubrir deudas y un posible casorio con Margarita, su novia por doce años. Y las plegarias fueron atendidas: lástima que llovió tres semanas seguidas. Perdió todo. Eso sí, fueron lluvias mansas, como caricias de la muerte o la suerte, según quiera llamarla. Al menos así murmuró la viuda del ciego Agapito en el velorio cuando le mencionaron la anécdota. Lluvias mansas, dijo. Claro, el Tano Vicente había contado en voz baja, al lado del cajón, arrepentido, su discusión con el muerto a causa de una medianera en la casa que edificaba para el casorio. Resulta que el tanque de agua no respetaba vaya a saber qué distancia, una pavada, pero Agapito insistía en que lo corriera. El abogado Fiasché, flor de tránsfuga, lo convenció a cambio de una suma generosa que Vicente tuvo que abonar sin chistar. De allí su apuro con la quinta improvisada y la desesperación cuando Margarita se fue con otro, harta de las promesas matrimoniales.  Nunca más una mujer decía el pobre Tano, colorado como un ladrillo crudo mirándole la nariz prominente al Agapito que parecía reírse de su desgracia. Sí, cuando se enteró por la viuda del don que tenía el ciego muerto, casi explota. Con sus noventa años y la memoria intacta sobre lo que había pasado tanto tiempo antes, lo tuvieron que sacar a la rastra. Ni caminar podía, de la indignación.

Doña Ermelinda, la enfermera muy dulce para hablar, pero con manos de carniza para la jeringa, también sufrió lluvias impiadosas en jornadas que su memoria no quiso borrar, cuando tenía que salir de la casa en el barrio El Chorizo a las 4 de la mañana para ir a trabajar a la fábrica de caramelos de Fistater. En esa época no había remises y los taxis costaban un ojo de la cara. A pesar de que nadie lo esperaba, contó sonándose la nariz en un pañuelito bordado, el rosario en las manos para rezar por el alma de Agapito, el cielo se cubría de nubes de golpe, como por mano bruja y al rato era agua y agua y agua. Pero lluvia mansa, eso si, lluvia mansa, aclaró Tita, la viuda, y enseguida contó lo de aquella cualidad del finado. La vieja Ermelinda, que iba a ponerle inyecciones a la mujer y la hacía gritar como bestia mientras se reía diciéndole exagerada, se quedó muda, sentada en la silla contra la pared de la sala velatoria. Cierto que además cobraba muy caro y esperaba los billetes sin perdonar un peso. Tal vez por ese motivo la mujer llorosa, estrujando el pañuelo al lado del cajón, dijo lo que dijo y alguno creyó verla sonreír entre las lágrimas. A la enfermera cruel se la vio salir de la casa velatoria entre puteadas en dialecto ignoto de su Italia natal.

Los pibes del barrio, ahora son grandulones y no se acordarán, aunque el Jilguero Falciani fue al velorio como a pedir disculpas por los gritos y los pelotazos contra el portón de la casa de Agapito en las siestas que dormía con unción y sin necesidad porque estaba al pedo desde el amanecer hasta la noche, prestándole guita a los vecinos que jugaban trucos interminables en el Club Corsini, cuando los veía ahorcados.O vendiéndoles billetes de lotería que jamás arrimaron a un miserable premio de pizarra. La barra de aquellos adolescentes tenían que salir de raje en la mitad de varios picados con pelota de goma, porque el ciego los puteaba a voz en cuello y hasta llegó a descargarles una perdigonada con la escopeta del doce, que si los agarra de lleno los lastima feo. El Jilguero contó de aquel episodio mostrando algunos rasguños en las piernas, culposo, pero fue poniéndose serio cuando la viuda recitó aquello de lluvias mansas, eso si, recordándole cuánto llovió sobre los mejores días de aquellos purretes durante años, enchastrándoles casamientos, fiestas de fin de año, ocasiones especiales. Indignado, hombre ya grande, Falciani se contuvo de insultarla pero maldijo al alma del muerto en nombre de todos los perjudicados hasta quedarse afónico en la cocina de la velatoria. La mujer vestida de negro, insistía con la redundancia de lluvias mansas, lluvias mansas, como citando travesuras de su consorte, rígido, delante de ella.

Y por último va mi testimonio, que no puedo ni quiero dejar de contar, porque suma. Yo la vi primero a Tita, la saqué a bailar en la fiesta de egresados de la escuela siete donde hicimos la primaria, y Agapito nos miraba mordiéndose los codos. Todo andaba bien hasta que el padre, un polaco viudo, grandote, desmontador del monte para la Celulosa, se la llevó a la isla a pasar unos días por no dejarla sola mientras trabajaba. Llovió sin parar y sin permitir regresos. Mi noviecita volvió un mes y medio más tarde, a esa edad donde treinta días son dos años y los amores se derriten como helados. El ciego Agapito le contó de mis amoríos con Verónica hasta que la hizo llorar y se le levantó. Después se casó con ella, con esa mujer vestida de negro que me dice que eran lluvias mansas, que llovió mansamente, nada de meteoros como los que suceden en esta época de cambio climático.

Entonces, recién entonces, nos enteramos los atónitos vecinos de barrio, mirando el ataúd del ciego Agapito, que tenía el don de hacer llover, trasmitido por el mufoso Toledo en pacto diabólico de perdedores.

Lluvias mansas, eso sí, repite la Tita sin cónyuge, que viene conmigo en el auto hasta su casa, que baja despacio después de musitar gracias.

Espero a que ponga la llave en la cerradura antes de arrancar las cuadras que me faltan para llegar a la mía. Un relámpago largo como un látigo ilumina el cielo en blanco led. Y tras cartón arranca una lluvia mansa que me sigue con su foco persecutorio, vengativo.

Agapito. Hijo de puta.