Partisano

Carlos Riedel22 junio, 2014

(Ficciones en una ciudad de la furia)......  Al tipo lo dieron por bueno en la UOM de Campana...

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La carta de recomendación decía por alguna parte que “el Dr. Adolfo Puenzo ha prestado servicios de alta calidad científica y profesional en diversas unidades del Ejército y se ha distinguido en su labor”. Encima la firmaba el general Jordán Elio Carreras que era interventor del gremio y de la obra social a nivel nacional. Así que, más claro, imposible.

No por nada habrá sido –farfulló el tipo- que lo mandaron en un año ‘ 77 en que los problemas y despelotes que otrora hiciera el zurdaje en la fábrica habían amainado, aunque la patronal presionaba constantemente para que la "limpieza” continuara.

Después de todo, el que no había sido chupado, tabicado y desaparecido, seguro era boleta cuando lo trasladaban del Tolueno, la Comisaría o el Tiro Federal, a algún descampado o basural de la zona.

Eso sí: el Chilo Bargas sabía –o al menos intuía- que al tordo ese lo mandaron para hacer algún laburito fino en el sanatorio del sindicato.

“Más –se decía-, seguro que prontito le endosan un ladero para que le oficie de alcahuete”.

Tal cual.

Pocos días después apareció un santiagueño, bien con pelo a lo milico: cortito, tipo crencha, bigotes cortitos y prolijos y “una cara de hijo ‘ e puta”, le contaba el Chilo a unos cuantos en la reunión de directiva.

“No le hace, Chilo, no le hace. El tipo va a trabajar en mantenimiento y si quiere botonear algo que nos joda, me lo llamo al general y le hace rechinar el culo por los pasillos de la clínica –sentenciaba ufano, el Negro Ríos- Tranquilo, Chilo: te lo digo yo...”

Acontecimientos posteriores demostrarían que el botoneo no correría para ellos. Para otros, sí.

Todo explotó cuando al Barba Togneri, uno que era de la gremial interna antes del golpe, se le ocurrió volantear en la puerta de fábrica a la salida del turno de la una, sobre desaparecidos, campos de concentración y “vaya a saber cuántas boludeces más y no va que justo salen el tordo y el buche, lo ven y llaman por teléfono a unos milicos que andaban haciendo pinzas por la cancha de Dalmine. Se le vienen y el pelotudo se quiera rajar y lo bajan de un tiro de FAL en la pierna derecha...” contaba, gesticulando, el Chilo a su habitual audiencia gremial.

El Barba entró al sanatorio perdiendo sangre como cordero en el matadero; lo manipularon un poco y lo metieron al quirófano.

Mejor hubiera sido que no.

De buenas a primeras, el Barba “abandonó” el sanatorio y parece que lo habían metido en cana en la comisaría local.

Por infidencias de un tira que tenía un hijo metalúrgico, se supo que la yuta “acondicionó” un sótano en el lugar y que al Barba lo “visitaban” regularmente el tordo y su ladero.

El Chilo y los demás sabían cómo la gastaban en ese infierno: picana y parrilla, como mínimo. Y era cierto nomás, ya que al poco tiempo se enteraron que al Barba le había quedado el cuerpo sembrado de pústulas y que la pierna herida se le pudrió por gangrena.

En La Defensa Popular y en Ideas, sacaron una noticia que contaba sobre la muerte en un enfrentamiento de un tal Marco Togneri, alias “el Barba”, “un subversivo montonero que atentaba contra la paz y la concordancia que la sociedad local y el país todo han decidido recuperar definitivamente...”.

Cuando volvió la democracia, ni el Chilo, ni el Negro, ni los otros, siguieron en el gremio. Eso sí : cedieron gustosos sus lugares a una conducción que “supiera interpretar el compromiso de la hora, en una alianza armoniosa del capital y el trabajo”.

Al tordo y al buche se les perdió el rastro hasta que por el ‘ 95 reapareció el Dr. Puenzo que, según se comprobó, se recibió de médico en el ‘ 90, demostrando lo trucho de su paso por el sanatorio. Ahora el tipo parece que volvía para hacer carpetas médicas de licencias de los estatales.

Y el Chilo, de puro comedido, lo fue a visitar al consultorio que tenía en un edificio en la zona de la barranca al fondo. Tan al fondo como estaba el consultorio, en un pasillo que parecía interminable por la pobreza de luz que no llegaba a gran parte de su recorrido.

Golpeó.

El tipo, que pareció salir de un escondite en el pasillo, lo reconoció y lo invitó a pasar. Tomaron un café. Charlaron del tiempo en el sanatorio y el tordo no pudo evitar referirse a la suerte que tuvieron de “limpiar a los zurdos” en la fábrica. “Lástima que ahora vuelven con esta boludez de la democracia –sentenció el tipo- Pero no importa : ya volveremos...”.

El Chilo lo escuchaba atentamente y asentía.

El que viera la escena podría interpretar un encuentro entre viejos conocidos cuando, en realidad, eran dos reverendos hijos de puta que se ufanaban de que en cualquier momento volvían a hacer “limpieza”.

Se saludaron hoscamente y cada uno, su ruta.

Entró en el turno noche y como el Chilo no escuchaba radio –“Está llena de boludeces y de zurdos”, se repetía-, recién se enteró cuando se cruzaba con los del turno siguiente, que comentaban : “¿Viste cómo lo hicieron cagar al tordo ese...? “. El Chilo se precipitó sobre un canillita para comprar la Crónica y confirmar lo que presentía. Buscó y leyó: a Puenzo le habían pegado dos tiros de escopeta en la cabeza y se la hicieron estallar como un huevo contra la pared del consultorio.

Lo raro era que nadie había escuchado nada. “Probablemente –se dijo- porque el consultorio estaba en la loma del orto...”. Pero lo que más le llamó la atención era que encontraron la escopeta de dos caños, calibre 16, sin huellas y que un tira declaraba que el fierro era una “lupara”.

“¿Lupara...lupara...?, ¿dónde escuché ese nombre...?”. Sí : del viejo del Barba Togneri que alguna vez contara que en Italia le sacudía a los lobos que venían a matarle las ovejas del corral. Sí...sí...del viejo Togneri. Y se acordó cómo lloraba el viejo pidiéndole que encontrara al Barba y él, con su mejor cara de boludo, le decía “Mire, don Togneri, si el Barba no aparece es porque en algo raro andaba...”. Se asustó. Apuró el paso para tomar el colectivo. Y pensaba : “Voy, hago la denuncia en la cana y que el juez se encargue de protegerme, por las dudas. Qué joder”.

Mientras llegaba a su casa, la situación le alborotaba la sesera : “Gringo de mierda –pensaba-él sabía que al hijo se lo cargaron por indicación nuestra y de la fábrica...¿qué mierda quiere éste viejo?...”.

El Chilo sabía que pronto se juntaría con los billetes que acumularon con los otros y que debieron guardar a la espera del momento indicado, que parecía ser éste, ahora que el caudillo estaba en el sillón presidencial. “Es de los nuestros”, se dijo.

No dudó : hacía las valijas y se rajaba sin dar aviso a nadie. Después de todo, seguía en la fábrica como pantalla de gremialista que volvía a ocupar su “querido” puesto de trabajo y, de paso, de vez en cuando anotaba a alguno.

A lo mejor por eso, no se dio cuenta de nada raro en la casa cuando se mandó de golpe y el interior le devolvió el calor intenso y lacerante de la explosión que le astilló cada parte de la osamenta.

El Chilo se olvidó que sabía que el viejo Togneri había sido partisano peleando contra los alemanes. Y que se especializaba en sabotajes y explosivos.