Ouagadougou

Carlos Riedel11 mayo, 2019

Por Pernando Gaztelu... "Un pueblo feliz es,un pueblo que comparte..."

 gourounsi

La riqueza de la tierra y de su granja de avestruces había beneficiado la vida de Malakilo. Cuando joven había sido muy pobre y soñaba grandes cosas. Había soñado tanto que de tanto imaginar le habían salido alas y aprendió a volar alto, creó un imperio comercial en Ouagadougou, la capital financiera del África occidental.

Al principio del milenio su abuelo —de quien heredó el nombre— le enseñó a dar los primeros pasos. África y el mundo cambiaban entre tormentas y guerras financieras, pobreza y destrucción, pero su infancia tuvo poco o nada de eso. “Esas locuras de los papás no te interesan Malakilo, tú debes aprender a ser un buen niño, para que mañana seas un buen hombre” le decía el viejo Malakilo Diasso. Años después agradeció sus silencios, miradas y paseos por las tierras rojas, por la granja, por el Sahel.

Al llegar a Madrid, Malakilo fue recibido por la reina de España, Leonor I. La comitiva africana era mucho más numerosa que la española y los ojos de Malakilo sintieron pena al cruzarse con los de Leonor, se la veía cansada y triste, podría decirse vencida.

Sin dudarlo un segundo al ver aquella desazón, se saltó el protocolo —sin saberlo tal vez— y la abrazó. La comitiva española intentó detenerlo pero ya era tarde; ella respondió espontánea al abrazo y lloró. Diasso sintió que temblaba, que se apoyaba sobre su hombro, que un pueblo entero estaba llorando a través de ella.

¿Qué podía conmover tanto a la reina como para tener que desahogarse en público con un presunto extraño? La escuchó en la intimidad, atento aprendió de su voz lo que ya sabía antes de llegar, el trasfondo que era la causa secreta de su viaje.

Había en el rostro de Leonor algo que en ese momento Malakilo no pudo entender, pero que sí llegaba a sentir y se ruborizó cuando intercambiaron miradas cómplices durante la cena. Era una noche de otoño espléndida, desde la Zarzuela se veía la casa de campo. Se confundieron con la gente a esas horas que todos los gatos son pardos.

Ella lo llevó en su moto a Malasaña, el la abrazó fuerte y en una terraza disfrutaron de la brisa. Hablaron de muchas cosas sin un orden, sin sentido. Hablaron de sus abuelos, de sus aficiones y de cómo la vida los había puesto en lugares distintos.

Hablaron del “gran estallido”, de las nuevas ideas y del nuevo camino. Hablaron de todo eso, hasta que se cansaron e hicieron lo que quiso el destino. En el hotel, Malakilo recordó la primera vez que se vieron después de los grandes cambios, la besó con cariño.

Leonor le dijo que ese día él estaba muy guapo y que aún no entendía por qué no había dado él, el primer paso. “No me llamaste tanto la atención como para hacerlo” dijo y luego ella le tiró sobre la cama y quitó su traje tradicional. Los colores cayeron desplegados sobre el —a su lado— triste edredón. Se acariciaron por horas y luego fundieron sus cuerpos como adolescentes en celo. La pasión selló todos esos meses de cartas y silencios, de apariencias y ocultamientos.

—Estabas muy triste cuando nos vimos ayer en la Zarzuela— dijo Diasso haciendo un bucle con un mechón de Leonor.

—Pensé que no te darías cuenta, intenté evitarlo, no quería que me vieras así. No quería que nadie me viera así, pero fue verte y recordé la primera vez que nos vimos, en la asamblea de la ONU, cuando todo empezó de cero, cuando mi pueblo empezó a pasar hambre de verdad.

—Imaginé que era por eso y no por mi cara de tonto— sonrió Malakilo —no quiero verte así, sabes que os vamos a ayudar. Somos ahora lo que podría llamarse un país rico, tenemos alimentos suficientes, las cooperativas son fuertes y tienen medios…

—Qué ciegos fuimos todos estos años, qué desagradecidos, qué…— el silencio provocó las lágrimas de Leonor —no deberíais darnos nada, no nos merecemos nada. Tantos años de pateras, de discriminación, de echaros como a animales, de no dar cobertura médica, ahora somos nosotros los que vamos en patera a África, somos nosotros los que pedimos comida… No deberíais darnos nada, no lo merecemos.

—¿Sabes por qué me gustas tanto blanquita? Porque eras la nieta rebelde de Juan Carlos, porque siempre has ido contracorriente y porque siempre te ha importado el mundo en el que has vivido. Todo lo que me has contado de tu vida coincide con la mía y aunque hayamos tenido experiencias diferentes hemos vivido las mimas cosas. Tú querías igualdad, yo pedía igualdad, tú rechazabas el gobierno de tu país, yo también al mío. Hoy estamos del mismo lado y hacemos lo mejor para todos. Hoy podemos hacerlo juntos, porque no importa a quién le haga falta el alimento, el trabajo o la ayuda, lo importante es que somos todos una sola raza humana y estamos todos en el mismo mundo. Que antes no haya sido así, no es culpa nuestra. Hoy aunque tengamos hambruna en Europa y América somos felices, ¿sabes por qué? Porque la forma de vivir africana es la nueva forma de vida del mundo. Tantas décadas diciéndonos “sois unos vagos, vivís a mitad de revoluciones, sois muy lentos, no os esmeráis” y ahora que el modelo anterior del mundo ha fracasado todos se dan cuenta de que los que sobrevivíamos con poco somos los que vivimos mejor. Te quiero a ti y a tu pueblo, porque a pesar de sus gobernantes muchos ciudadanos de a pie supieron ser solidarios cuando las cosas les iban bien y ayudar a África cuando las cosas nos iban mal. Muchos siguieron haciéndolo hasta que ya no pudieron más. Hoy estoy feliz de poder corresponderles, hoy soy feliz de seguir siendo pobre y compartir lo poco que tenemos con los que tienen menos que nosotros. El ser humano es único y eso se ve en los malos momentos.

*   *   *

Cuando España dejó de ser reino y la unión Euro-Africana se consolidó, Leonor se mudó a vivir a Ouagadougou con Malakilo a la granja. Tuvieron tres hijos y les enseñaron ambas culturas, idiomas y tradiciones, aunque lo más importante que les enseñaron fue a compartir con los demás, a ayudar a los que más necesitan y que este mundo es el mundo que nosotros mismos hacemos y que si queremos que esté unido sólo de nosotros —y de nadie más— depende.