Jazmines

Carlos Riedel29 octubre, 2017

Por Steff Nuñez.......

Jazmines

Estaba feliz. Por primera vez en años, caminaba por la calle sin mirar las baldosas. Ya no la intimidaban los piropos; respondía con una sonrisa a los cumplidos de albañiles y taxistas. Por fin se había animado a comprar en la tienda aquella falda que le quedaba un poco más arriba de las rodillas. Es que, hacía un mes, había encontrado a alguien hecho para ella, un hombre perfecto; aquel que, a diferencia de otros, no era parte de una realidad restringida sino de un sueño en la propia vigilia.

Estaba ansiosa. No sabría qué sentiría esa noche después del vino y los besos. Se perfumó el cuello, los pulsos y detrás de las orejas; se miró al espejo, desprendió el primer botón de la camisa, y justo cuando imaginaba los labios de aquel hombre en sus pechos, él llamó a la puerta. Estaba nerviosa, tan nerviosa que quedó paralizada. Un segundo timbrazo la puso en acción. Se acomodó la ropa y abrió.

Estaba allí su hombre, con la sonrisa que tanto la reconfortaba. La tomó de la cintura con un solo brazo y la besó. La otra mano, escondida en su espalda, la sorprendió al aparecer con un ramo de jazmines. Aquel aroma traía consigo recuerdos de cuando era niña y su madre recortaba esas flores para perfumar el comedor; sin duda, él no podía ser más perfecto. Pensó en sus amigas, éstas no creerían que había dado por fin con alguien como la gente. Y sonreía. Fueron a la cocina, ella colocó los jazmines en un vaso con agua. Allí, descorcharon el vino y comenzaron a charlar. El tinto no tardó en acabarse, pero los besos no menguaron.

Estaban entregados los dos en la cama; la ropa que ayudaba a distinguir un cuerpo de otro ya se estaba tornando una molestia. Él intentó quitarle la bombacha, y ella pudo revivir algo que creía olvidado. Esas caricias debajo de su falda parecían pertenecer a las mismas manos que habían bajado suavemente su pequeña bombacha de Minnie muchos años antes. Ese roce de barba en su cuello traía el recuerdo de esos besos húmedos que le daban cuando mamá no estaba. Ese mismo dedo en su boca, esas mismas garras en su cabello que, gentilmente, le marcaban el camino hacia donde había ido antes; ese aroma a jazmín…

Estaba llorando; él se dio cuenta. Preocupado, la abrazó y la besó. Le habló bajito, sus susurros parecían un pedido de silencio. Como aquel recado de su tío, luego de acomodarle el vestido, antes de que volviera mamá. Ella le dijo que no podía seguir y volvió a estallar en sollozos.

Estaba confundida. Se levantó y fue a la cocina. Quiso pensar, pero ninguna razón podría contrarrestar esos sentimientos. Realmente le gustaban esos besos, esas caricias que no eran otras que las de su tío, reencarnadas en el único hombre que habría valido cualquier pena. Él era su reflejo; la belleza, la tentación, lo prohibido. Debía renunciar a él, a su perfección, al hallazgo terriblemente grato de sus labios y sus manos; a su propio goce. Tiró los jazmines al tacho de basura. Decidió tomar una cuchilla, la escondió detrás de la espalda y caminó lentamente hacia el dormitorio.

Estaba allí el hombre, sonriéndole; y ella entendió que él no era el culpable. Le devolvió la sonrisa y, sin darse vuelta, se retiró de la habitación.

Estaba de espaldas a la puerta de la cocina cuando él se asomó para despedirse. Él intentó preguntarle qué le ocurría sin obtener respuesta. La abrazó de atrás, corrió el cabello de su rostro, besó su mejilla mojada y le prometió que volvería mañana.

Estaba sola, entonces, podría pensar con claridad. Pero su mente estaba demasiado crispada; no tenía más opción que renunciar a él, aunque implicase renunciar a sí misma. Entendió que perderlo era perderse. Pensó en bañarse, creyó que el agua podría limpiar la carne, remover de la faz de su cuerpo aquel fantasma que la perturbaba. Llenó la bañera y se sumergió en el agua tibia. En vano se refregaba la piel, cómo si la esponja pudiese borrar esas huellas. Comprendió que esas marcas estaban más allá de la carne. Salió de la bañera, se dirigió a la cocina y tomó la cuchilla. Volvió al baño, dejó la cuchilla en el piso mojado y se sumergió en el agua tibia. Miro sus brazos, contempló sus venas; por ellas, el placer recorría todo su cuerpo, iba y venía de su corazón. En su sangre, se agazapaba el deseo y el amor realizados, por su misma sangre. Nada la podría salvar.

Estaba dispuesta a ser prudente, a aceptar los riesgos, a entender que no hay nadie hecho para uno, a renunciar a la sombra de la esperanza, con el único fin de liberarse. Estiró la mano, alcanzó la cuchilla y apuñaló sus pulsos perfumados. Colocó las manos en su vientre y vio cómo el agua se teñía de rojo. Todo se iluminaba cada vez un poco más; el sueño eterno hacía caer sus párpados. La muerte llegó y ella ya se había ido.

Estaba feliz.

3 comments

  • florencia

    6 marzo, 2014 at 7:45 am

    Me encantó el final.

  • steff

    5 marzo, 2014 at 10:10 pm

    Es que la consigna era el suicidio de la histérica ajajaj. Pero coincido, es un final drástico. Igual, los relatos están sujetos a crítica, me ayuda a mejorarlos.
    Gracias, Sergio.
    Saludos

  • Sergio

    5 marzo, 2014 at 12:27 pm

    Que lástima el final! Me atrapó la historia pero me decepcionó el final, disculpen las mujeres pero parece típico de la "culpógena" femenina.
    Felicitaciones a la autora.

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