El Carlito

Carlos Riedel22 enero, 2017

Por Steff Nuñez.... 

Calle barrio de las letras

Desde chico sabíamos que el Carlito Rodríguez era medio raro. Siempre tenía las hojas del cuaderno prolijas, no como nosotros que nos manchábamos de tinta hasta el culo. Nunca quería jugar al fútbol, aunque más de una vez lo hizo por obligación y lo cagábamos bien a pelotazos. También se nos había cruzado por la cabeza alguna vez aprovecharnos de él; ya saben, humillarlo. Pero el Carlito era macanudo; el Negro lo jodía diciendo que era tan piola como para darte el culo si se lo pedías. Él sonreía de costado, como para conformarnos. Era tan bueno el Carlito, no podía hacerle mal a nadie.

La última vez que lo vi estaba contento. Me lo crucé en el almacén de Don Tito, donde ahora está la tiendita de la Lily. Estaba comprando un salamín, y no puede evitar el chiste al estilo del Negro. Él sonrió de costado y me invitó a tomar un vino a su casa. Cualquiera en esa época hubiera evitado que lo viesen con un maricón. Pero el Carlito era un personaje del barrio, ya todos lo conocíamos y sabíamos que no era de esos maricones degenerados; era tímido y respetuoso.

Los padres del Carlito se habían vuelto a Córdoba y le dejaron la casa. No saben, su casa era una cosa de locos. Todo brillaba, hasta el techo. Tenía cuadros medio raros, como él. Un olor a pasto y flores quemados gedía por toda la casa. De todas formas, me sentía cómodo ahí. Me acuerdo que me sirvió el vino y se fue para la cocina; desde allá me contó que estaba por irse a Europa, que le estaba yendo bien con la pintura y que allá lo esperaría su pareja, que se había instalado un mes antes. Cuando me dijo ésto último, lo felicité. Pero no fue una de esas felicitaciones truchas que uno dice para quedar bien. Lo sentía de verdad. Piensen que en ésa época no era como ahora; en veinte años nunca le había conocido a nadie, y tampoco lo había visto tan feliz.

Charlamos mucho, nos contamos anécdotas y también nos amargamos cuando hablamos de Migue. Hacía dos años que no sabíamos de él. Siempre ponía como locos a los profesores y a los viejos del barrio. Escribía cuentos buenos. Al Carlito le gustaba porque se metía con temas picantes. Nos acordamos del cuento del cura maricón; fue una mezcla de risa y mocos. No sabíamos dónde estaba Migue; y al igual que siempre que terminábamos de hablar de él con los muchachos, nos quedamos en silencio por un rato largo.

Salí por última vez de la casa del Carlito y le di un abrazo fuerte. Qué loco,  como si supiese que no lo volvería a ver. Supuse que no nos veríamos por un tiempo largo. En eso, salió la vieja de al lado, la Silvia. Migue la llamaba “la bruja inquisidora”, nunca lo entendí, pero me causaba gracia lo de bruja. Sabíamos que el marido era militar o algo por el estilo, y la vieja hacía lo que quería porque todos en el barrio le tenían miedo. El Carlito me dijo que no veía la hora de irse para no verle más la cara. No podía estar con su pareja tranquilo en la vereda sin que la vieja le gritase “onanista” o “degenerado”. Cuando la vieja salió y nos vio abrazados, entró a gritar una sarta de boludeces. Como nunca, el Carlito la puteó,  le dijo a la vieja que se haga coger. La vieja se puso toda colorada, parecía como si se le hubiese caído el batón frente a una multitud. -Ya vas a ver, enfermo de m- le dijo. Así, “de m”. Porque aunque la vieja fuese una mierda, no decía la palabra. Y se metió en su casa dando un portazo.

Al mes, cayó a casa la Señora Rodríguez. Hacía tres semanas que no hablaba con el Carlito, y ella decía que él la llamaba todos los días. También decía que Don Rodríguez estaba destrozado, que no podía levantarlo de la cama, que él estaba convencido de que al Carlito lo habían “chupado”, que era imposible encontrarlo.  Se me partió el alma. El Carlito había llamado por última vez una semana después de vernos. Pensé que por ahí había discutido con sus padres o algo, ya saben, no era fácil aceptar un hijo medio raro para la generación de nuestros viejos; qué sé yo,  por ahí, se las había tomado por algún motivo y no quería que supieran dónde estaba. Con el paso de los años, supe que éso no era posible.

El Señor Rodríguez murió de cáncer en el ’83. Mi vieja decía que había sido de tristeza. La pareja del Carlito, la que estaba en Europa, volvió al poco tiempo y ayudó a la madre a buscarlo. Veinte años después, la Señora Rodríguez murió sin encontrarlo. Cuando nos juntamos con los muchachos, siempre nos acordamos de él y de Migue; y cuando terminamos de hablar de ellos, nos quedamos en silencio por un rato largo.