Manu Ginóbili es el deporte

Carlos Riedel20 septiembre, 2018

Por Ezequiel Fernández Moores... Como tantas veces, Manu Ginóbili toma la última pelota. La pica. Ve todo. Siempre fue bueno en el ejercicio visual que obliga a pulsar cuando por la pantalla blanca aparecen desde todos los ángulos puntitos rojos, naranjas o rosas, algunos casi imperceptibles. Manu sigue picando la pelota. Mira hasta con la espalda. En la fila 1 puede bailar un gorila, pero él sigue enfocado. “Ponerse un objetivo y no dejarse distraer”, dijo una vez en una charla TED.

Recuerda que su último intento de triple falló apenas segundos atrás. Tampoco importa. No hay espacios. Tampoco importa. Ya intentará crearlos. Confía en su cerebro privilegiado. No solo la inteligencia, sino también la conectividad de pensar fantasías y ejecutarlas al momento. Sigue picando la pelota. Tiene en sus manos un anillo de la NBA, un Mundial u oro olímpico. Todos lo miran. Ya sabe qué hará. Pica dos, tres segundos más. “Esa sensación”, dijo una vez, “es incomparable. Nunca vas a vivir esa adrenalina”.

Genio individual, a veces caótico o imprudente, pero siempre jugador de equipo, Ginóbili aprendió en el Bologna italiano a preguntarle al compañero cómo prefería que se la pasara. A disfrutar de que otro anotara 30 puntos. Y a confiar en él. Sabe entonces que, si la definición no es suya, será de su compañero. “Saber relegar para que el equipo gane”, apuntó también en TED.

Su competitividad es tan tremenda que vence al ego y a la omnipotencia. Porque, ante todo, Ginóbili quiere ganar. Alguna vez creyó que nunca ganaría. Se enojaba demasiado. Hasta que, por fin, ya con 25 años, salió campeón en Bologna. “Aprendí a perder cuando empecé a ganar”, me contó una vez. Pero hubo algo que aplicó siempre. Máxima intensidad. Jugara 40 minutos o dos. La primera o la última pelota. Primera fecha o final. Con Spurs o con la Argentina. O con Andino, de La Rioja, sin cobrar, durmiendo en una pensión con cinco compañeros y con las cucarachas. Y jugando a las 5 de la mañana porque se había cortado la luz y el rival tenía que viajar al día siguiente.

“No fue el mejor tirador de la NBA, no tenía la mejor estatura para el rebote y como base no tenía la ductilidad extraordinaria de otros. Tampoco llenaba como Michael Jordan y no era un fenómeno biológico como LeBron James. Pero desarrolló en su juego una intensidad tan grande que así maximizó todo”.

Osvaldo Arsenio, una de las miradas más sabias del deporte argentino, me dice también que, detrás de ese torbellino humano, de todas las acrobacias, jugadas al límite y acciones extremas y heroicas que ya comenzamos a ver con nostalgia por YouTube, estaba en realidad el camino más directo que el talento de Ginóbili encontraba hacia el aro.

“La palomita contra Serbia era la única manera de resolver con ocho décimas de segundo por delante”. Tirarse de cabeza para generar un contragolpe. Algunos lo creen atributo exclusivo del deportista argentino. Arsenio prefiere decir “profesionalismo”. O apelar al filósofo alemán Arthur Schopenhauer y hablar del “triunfo de la voluntad”.

Personalidad. ¿Cómo seguir siendo él mismo aún en la élite y cuando el sistema casi no permite improvisar? ¿Para qué arriesgar a pasar de caño al rival cuando parecía más segura la pelota llovidita al gran Tim Duncan? ¿Cómo animarse a hacer “goles de todos los colores”?. Así como Leo Messi acertó con La Masía de Barcelona, Ginóbili lo hizo con la escuela de San Antonio Spurs y Gregg Popovich, el maestro que terminó aprendiendo de él. De su engaño sabio e imprescindible, aunque lo exasperara.

Pop lo hizo jugar donde fuera necesario. Hasta de entrenador. Y de terapeuta grupal. Como cuando apelaba a su amor por las matemáticas y le decía a sus compañeros que ese triple fallido y esa derrota inesperada formaban parte de una lógica y que solo había que seguir trabajando. Trasmitir a los más jóvenes el amor por el juego. Liderar por medio de la acción. Si Duncan fue el mejor, Ginóbili -coinciden en San Antonio- es el jugador más amado en la historia de Spurs. “Solo queda saber si la estatua será con o sin pelo”, ironizó un crítico.

Ídolo mundano, evitó posturas públicas al estilo Muhammad Ali. No porque pudieran molestar a eventuales patrocinadores, sino, simplemente, porque eligió no mentir ni mentirse, aun a riesgo de no agradar a todos. Acaso por eso evitó también ciertos argentinismos. Y hasta tomó distancia del fútbol. De su mundo ventajista.

Hay que leer lo que dicen hoy colegas en Estados Unidos. Los que agradecen no solo su genio, sino también su “mente inquisitiva”, su cooperación permanente para hablar del juego, en español, inglés o italiano; para ayudar a entender un partido en el que él había estado lejos de ser la figura.

Así sucedió, por ejemplo, una noche en el Staples Center, de Los Ángeles, como recordó Mike Finger. Apenas se abrieron las puertas del vestuario, ya vestido con ropa de calle y con actitud de salir rápido, Ginóbili dijo a los periodistas, casi implorando, que seguramente nadie quería hablar con un anciano que esa noche no había jugado tanto. “¿Puedo irme?”, preguntó. Los periodistas se miraron. Claro que querían hablar con él. “Pero, comprendiendo que no podíamos depender de él para siempre, le dijimos «sí, Manu. Podés irte»”.