Las partes y el todo

Carlos Riedel21 julio, 2014

Por  Christian Ferrer (Agencia Paco Urondo)...

Muñecas

No está en su guarida –donde pernoctó por siglos– porque su antigua clandestinidad es ahora ubicua. En un tiempo fue un género editado en los dobleces de la ley y pasado de mano en mano. Luego la fotografía transmutó las volutas de la imaginación letrada en imagen fija, posibilitando su circulación en ámbitos populares. Más adelante el peep-show y el cine concedieron a la carne movilidad en el tiempo, y las revistas –como caleidoscopios– la multiplicaron.

Las prohibiciones nunca dejaron de encorsetar sus desplazamientos aunque ya era época de melenas y minifaldas. Pero en la década de 1980 la aparición del videocasete trajo aparejado el blanqueo de su biografía bastarda y el acceso al sancta-sanctorum familiar. Ahora Internet reconstituye el cuerpo fragmentaria y orgiásticamente, como cornucopia o hidra. Sin embargo, todos estos son efectos especiales producto de sucesivos impulsores técnicos. Entonces, ¿cómo hizo para escapar de la trasnoche y la catacumba hacia el resplandor de las pantallas en apenas un cuarto de siglo?

Larry Flint (1996) es una película que intenta dar cuenta de esa transición. La historia –verídica, por lo demás– es lineal. A comienzos de la década de 1970 un hombre consigue desafiar el imperio erótico establecido por Playboy una década antes con una revista que supera en obscenidad y osadía a su rival.

La publicación, Hustler –“el acosador”–, supuso testear los umbrales de la tolerancia moral de su época. El hombre –Larry Flint– enfrentó de allí en más oleadas de juicios por inmoralidad y un atentado que lo dejó en silla de ruedas, e impotente, de por vida.

Con el tiempo, lo que comenzó en pasquín terminó en emporio multimillonario. Pero un prohombre de la derecha cristiana lleva a Flint ante los tribunales acusándolo de hacer escarnio carnal de su persona. Paso a paso el juicio llega hasta la Corte Suprema de Justicia. Este es el momento de la narración en que el abogado del reo asume un rol protagónico y tras un largo alegato en defensa de la tradición de librepensamiento la Corte falla a favor de Larry Flint.

La película termina con el “hombre de leyes” satisfecho y descansando en la escalinata del máximo tribunal norteamericano. La moraleja, a la vista: Occidente protege la libertad de palabra y prensa aun cuando el imprimatur se conceda a publicaciones que en otro tiempo hubieran sido grabadas a fuego en el Índice Canónico de Libros Prohibidos. No es casualidad que Milos Forman –director de la película– antes hubiera huido de Checoslovaquia, país dotado de censura. ¿Fue entonces la creciente ampliación de los derechos cívicos el acontecimiento que abrió un cauce institucional a la imaginación pornográfica?

Hacia la década de 1960 algunas revistas destinadas al público femenino solían incluir fotonovelas románticas, salpimentadas con dosis medidas de desnudez y atrevimiento. Era la pornografía posible para las mujeres de entonces tanto como las radionovelas lo fueron para sus antecesoras, y para un tiempo aún anterior, las fotografías de galanes de cine o los argumentos apenas libertinos de ciertos folletines. Eran balanzas donde la diferencia existente entre el tipo ideal de marido y el verdadero era rigurosamente ponderada. Época de Corin Tellado; de la píldora anticonceptiva también.

La pornografía es el conmutador central que procesa los altibajos y los avatares de sus sucursales “honorables”, las que podrían considerarse fachadas que usufructúan de una franquicia. Esto concierne a la moda de temporada, los sex-shops, las fiestas de quinceañeras, el turismo sexual, la publicidad comercial, las escenas de fantasía de las discotecas, la cirugía estética, las despedidas de solteras, y hasta la elección del traje de bodas, en fin, la presentación cotidiana de la persona en general.

En los bordes de muchas actividades rutinarias la pornografía establece relaciones siamesas u osmóticas, particularmente con la programación televisiva y el diseño de eventos. Son interferencias del arte del desnudo obsceno sobre las expectativas eróticas de la población. Así, el aliento, y las fauces, de la industria de la carne dan forma a la consideración actual sobre el valor del cuerpo.

Precondiciones de una interpelación tan exitosa han sido el desvanecimiento del pudor y el ansia violenta de felicidad instantánea. Una vez emancipado, el comercio de imágenes carnales no puede sino empinar sus acciones hasta lo más alto de la bolsa de valores. Pero el proceso de desvergonzamiento requirió de algunos apuntalamientos.

Las distintas proveedurías de erotismo empaquetado no pueden ser comprendidas sino como despliegues de la “revolución sexual” iniciada en la década de 1960. Son inescindibles. Y los avances sociales y políticos de la mujer no dejan de estar en íntima complicidad con la “libertad de vientres” y con el indulto concedido a la pornografía. Ya es entrenamiento sensorial para un mundo en donde la anatomía complacida y complaciente es tenida por alambique de la felicidad, además de bien de intercambio. Inevitablemente, el strip-tease se acopla a maquinarias de excitación sobre una mesa de disección del cuerpo.

Boogie Nights (1997) también intenta dar cuenta de la metamorfosis de género prohibido en bien de consumo en libre mercado.

Un director de cine “Triple X” pretende ser el primero en filmar una película porno “digna”, es decir con guión, producción y actuación propios de la fábrica de sueños. Estamos en la ciudad de Los Ángeles, año 1978. El director recluta una trouppe de hombres y mujeres –del cameraman a los actores– que de inmediato conforman una tribu endogámica, una suerte de comunidad utópica.

En el ínterin, la invención de la videocasetera posibilita el arribo de sexo enlatado a los hogares de clase media sea por correo o a través de videoclubes. Pronto se multiplican los canales “codificados” de televisión. En pocos años los compinches se transforman en estrellas de un género impúdico, ahora público, y las ganancias por película aumentan a ritmo exponencial. Luego de varias peripecias que conducen a los personajes hacia distintas suertes el grupo se congrega nuevamente, convencido de que su destino se juega en la industria del porno.

En una brevísima escena se condensa el camafeo ideológico de la película: el camarógrafo –negro– forma pareja con la actriz de las películas “condicionadas” –blanca–, y ésta queda embarazada. Ya en el momento del parto, y junto a los médicos que ayudan a dar a luz, el hombre filma el nacimiento de su primogénito enfocando directamente la lente sobre la vagina de su esposa con el mismo punto de vista con que solía filmarla en situaciones menos santas. Pero una sociedad que facilita el registro fílmico de un nacimiento ya está dada vuelta, es decir se ha vuelto obscena, y por eso mismo requiere de un género sintomático que la represente. Ese género es la pornografía.

Mientras Larry Flint cuenta la leyenda norteamericana de la libertad de expresión, Boogie Nights narra la saga de la erección de la industria de la obscenidad. La película acaba con el actor principal exponiendo a cámara una enorme pija. Se diría que es una declaración de principios.

Un tipo especial de belleza femenina es homenajeado, a su manera, por la pornografía. Es la intimidad despatarrada: las contorsiones imposibles; la mirada lujuriosa; la boca en cuarto creciente; la voz enfatizada hacia el ronroneo o la procacidad; las piernas disparadas hacia ángulos inverosímiles; la lengua puesta a hablar por sí misma; la actitud de irónica sumisión o de urgencia hormonal; la sonrisa triunfante o enigmática; el pecho ceñido con dos garras; la cola desenfundada sin tapujos; las exclamaciones y jadeos que parecen emitidos como por un altavoz vúlvico; el cuerpo arrastrado por el piso. La derrota del pudor. Es la belleza que florece en los burdeles y en hoteles perdidos, la que germina primordialmente desde la parte de “animalitas” de la condición humana. La pornografía es la fiesta de los minotauros.

El paisaje psíquico que necesita de narraciones pornográficas, aún indirectamente, ya no responde a marcos morales de los que el temor y la auto-restricción serían sus tamices. Una época que anhela huir del sufrimiento y del aburrimiento, y que somete a las personas a encajar presiones cotidianas insoportables, encausa sus “patologías” hacia oasis gozosos. Y en un mundo idílico, como lo es el de la pornografía, los personajes están condenados a ser felices. Cierto que es una felicidad puntillista, y que el detalle y el primer plano no dejan ver el bosque, pero un mundo así también puede ser visto como un intento provisorio de aprehender el cuerpo en su totalidad, como si el rompecabezas troquelado por fábricas y hogares, por maltratos y desdichas, solo pudiera ensamblarse de nuevo por partes. El cuerpo profanado, reivindicado, alucinado, objetivado.

Pues así como el lenguaje íntimo contiene léxicos distintos a los proferidos en la plaza pública también la visión del cuerpo en la intimidad requiere del deshojamiento de capas y capas de mascarada y etiqueta. Ambos mundos de vida se superponen, aunque en el terreno de creencias y prácticas definidas por el patriarcado.

En esas pompas pícaras levitadas desde un jardín edénico o babilónico se postula un modelo de sociabilidad deseable que no es desemejante al propuesto por el Marqués de Sade: la prostitución universal, o sea la inversión del contrato social. En una sociedad en donde la infidelidad es la variante menos digna del amor libre y en la que el derecho al harén personal es consigna, la voluntad de libertinaje trastoca el ideal liberal de la tolerancia. Subvertido el contrato, cada cual deviene en camaleón, quizás en crisálida.

La historia de la masturbación en el Occidente moderno aún no ha sido contada. Tampoco la de las imágenes que le sirven de tipos ideales, y de grúas. Es el mundo de las mil y una noches, cuyo epílogo finaliza con el genital convertido en patíbulo.

La pornografía es la historia de la carne masculina tentada, desplomada y vendimiada, una vez transcurrida la tremenda jornada diaria de vivir o cancelado el tiempo de idilio concedido a los matrimonios. En esa isla de utopía cada hombre puede afirmar fielmente que una actriz pornográfica es la mujer de sus sueños.

Un arquetipo, como también lo son la vedette o la animadora de programas infantiles. Pero a pesar de gemidos y discursos guturales todo se parece a una película muda compaginada por un anarquista: la sombra chinesca predomina sobre el alboroto y la acefalía acaba coronada. En la sociedad de los pecadores solitarios la pornografía es el género que celebra los órganos autárquicos del cuerpo.

La actriz pornográfica es el esperpento de la estrella de cine, lo que restaría de ella en caso de atravesar una galería de espejos deformantes. Pero aún siendo satélite menor de un sol cegador, participa del lado oscuro del aura estelar y fascina a sus audiencias en la misma medida en que la diva lo hace sobre su propia feligresía lúbrica. También las figurantas en segundo plano o las extras cuyo parlamento dura apenas segundos suelen persistir larga e inexplicablemente en la retina.

La idolatría que se ofrenda a las grandes estrellas del cinematógrafo pende de ese hilo único que la sostiene entre cielo y tierra, pero se hace co-extensiva al resto de su especie, pues una las contiene a todas, también a las reinas anónimas.

El bouquet parece haberse destilado del mundo de los conspiradores. Y la lógica escénica hace pensar en aquelarres o en adoraciones o en ritos de iniciación. También en eventos más inofensivos, como las performances artísticas o las representaciones de títeres en las que no queda cabeza sin decapitar. O bien en experimentos comunitarios: la configuración pan-corpórea de un nuevo tipo de amistad o de familia o de asociación. Es el umbral de la poligamia. Se barruntan solapamientos, negativos de la realidad que en el otro pliegue se desestimarían como postales del infierno. Son sus inversiones simétricas, sus iluminaciones profanas. También la noctiluca fosforesce mejor en la más absoluta oscuridad. Aunque la acción remite por necesidad a la pulseada y al duelo y a las telenovelas y al documental, con deslizamientos hacia el informe científico.

Un rompecabezas, interrumpido, distorsionado, inacabable. La pornografía sale a luz a causa del inmenso esfuerzo que hace “lo visible” para dar contorno a la imaginación públicamente inexpresable, la que emerge en soledad o en la clandestinidad. Es el brote nocturno de una voluntad lumínica que recién comienza a resplandecer. Pero a pesar de innovaciones temáticas y de nuevos recursos técnicos el género sigue fiel al inicio de la historia del cine: un primer plano exclusivo y casi estático. Es el esplendor de la monotonía.

La crónica negra del género lanza amarras hacia el vía crucis del cuerpo y solamente hacia su arrullo. No es del todo decidible si se trata de una infección extirpable o de un defecto de nacimiento.

En el último medio siglo el mercado del deseo modificó sus reglas y su tablero a medida que se legitimaban los progresos de la revolución sexual. Una consecuencia necesaria quizás no querida ha sido la transformación del cuerpo femenino en campo de experimentación científico y comercial.

La cirugía, la dietética, la farmacéutica y la gimnástica resultan ser arsenales en la lucha por la supervivencia de las especies urbanas. Que la voz pública de la mujer entone ahora una sinfonía demandante no deja de ser otro corolario cantado. La encantadora de serpientes cede su puesto a la amazona justiciera.

La imaginación pornográfica ha sido primordialmente un coto de caza masculino y por lo tanto de ella se extrae más un autorretrato que un “casting”, pero ya existe pornografía filmada por feministas, las artes plásticas –su personal femenino– han intimado con el género, y la sexología televisiva, simpática y permisiva, está al comando de mujeres. Y así sucesivamente.

En la proyección futura de su suerte puede pronosticarse una suave reorientación hacia los intereses del “segundo” sexo, tal como ya ha ocurrido con los nichos de este mercado concedidos a gays, obesos y exhibicionistas. Caso típico: en el año 2001 se publicó en París La vida sexual de Catherine M., autobiografía estrictamente erótica escrita por Catherine Millet, curadora del pabellón francés en la Bienal de Venecia y directora de Flash Art, revista de estética de fama mundial.

En doscientas cincuenta páginas son derrocados cientos de hombres, como si la autora quisiera dejar en claro que la vulva ya es guillotina sedienta para la mitad de la especie. También en el ese mismo año se estrenó en Francia un policial en el que varios hombres –violadores– son primero descabezados –según las reglas del género pornográfico– y luego ajusticiados.No se excluye el tiro de gracia.

El largometraje se llama Baise-moi, es decir “cogéme”. Seguramente era lo que los antiguos marineros creyeron escuchar de boca de las sirenas.

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