Para todo hace falta suerte

Carlos Riedel18 abril, 2015

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud....

De pie frente a la fotocopiadora, en espera de que finalice la impresión de los siete juegos del informe importantísimo que en menos de dos años tiraré o tirará algún otro a la basura sin remordimientos, dejo correr los ojos hacia los parques que rodean la empresa, hacia otro paisaje donde estoy o donde estuve, nunca me doy cuenta del todo.

Ahí viene Dieguito, camina despacio con la seguridad de los que sabe llevar la conversación hacia donde quiera con la paciencia incansable de los escépticos leguleyos, capaces de encontrar la revolución en tres nombres rusos de la guía telefónica. Será uno de ellos. El padre lo dejó en la esquina de la escuela porque está siempre apurado, también es abogado, en su familia todos vienen siéndolo, y es como si nunca vieran a nadie aunque parezca lo contrario.

El futuro doctor Diego Milordi ya está aprendiendo, en sexto grado, a arreglarse con su vocecita embriagadora más la necesidad ajena para progresar y destacarse. Con esa sola llave podrá abrir todas las puertas. Y lo intuye en la corbata que no le molesta, en el peinado perfecto, en su llegada a las mejores pibas con el chamuyo. De a poco el doctor empieza arreglarse solo, primeros pasos en pantalones cortos para no compartir ganancias.

Hay que verla sonreír a Graciela en el centro de las amiguitas que ríen a su alrededor y resulta fácil entender la ley de atracción gravitatoria, que menciona la maestra ilusionada con que vayamos avanzado en Física. La licenciada en psicología G Arriera del futuro no es la más linda y por eso mismo, justamente, el ingenuo coro alrededor de su figura siempre impregnada de perfume caro, demuestra que el mundo es de la gente que desea con toda la fuerza de las tripas, no del corazón.

La niña ya tiene en ciernes la paciencia de observarnos a sus compañeritos y como Dieguito, el doctor, pica al frente. Aunque el tiempo dirá que para todo hace falta suerte.

Escuela

Allí estamos, esperando la hora de entrar, moviéndonos en un círculo de baldosas rotas, en el patio donde espera el mástil. A los varones nos ignoran las chicas, deliberadamente agrias, orbitando al sol de la licenciada del mañana que ni bien la señorita Franzen pregunta algo se anima a decir lo que tampoco sabe pero con seguridad, algo que hasta ahora sigo confundiendo con inteligencia. Imbécil.

Hace rato que el Oso Bontigassi está riéndose, meta mirar a la gente que esquiva con esfuerzo el pozo de la esquina, oculto en la curva de asfalto siempre húmedo. Con su guardapolvo percudido, abierto y sucio de grasa, mira por sobre nuestros hombros. Trabajará sin parar hasta el fin de los días por vivir en el garaje de la casa familiar. Mecánico de los buenos, que no se moverá si no ve la plata para los repuestos, todo el mundo le estampará la sentencia: cómo puede ser que este tipo medio dejado no haga plata en serio con lo que sabe de autos. Y él seguirá riéndose de los que apenas si esquivan los pozos de la existencia. Otro que vive sin mirar a los demás pero por distinta razón que los abogados Milordi. Otro que sabe muy bien cómo se ganará la vida y por eso mismo no tiene la mínima intención de perder el tiempo con libros y cuadernos cuando lo único que quiere es terminar la escuela que para eso el viejo lo saca a patadas sin tomar el café con leche que si no.

Hojeando una revista Play Boy que le quitó a su hermano embarcado en la Marina Mercante, cerca del quiosco donde un hombre muy pelado nos vende golosinas, el Colorado Ibarriola. Será un flaco borrachón, amante de la música, inteligente para la computación –algo hoy insospechado- que nunca podrá más, agobiado por los embargos de sus ex mujeres, por los caprichos de sus hijos y por las rubias como esas conejitas que hoy sueña.

Más grande que nosotros, repitente, lleva una petaca en el bolsillo como otros el crucifijo colgado del cuello. La esconde bien para que la maestra se quede con la sospecha pero nunca lo pesque aunque le controle el aliento pero desde lejos porque el Colorado una vez le rozó los labios con los suyos y la hizo sonrojar.

Ibarriola no se baña nunca, no lo hace a propósito, simplemente ni lo considera. Diestro para la guitarra, anima las fiestas patrias, se disfraza de granadero, de paisano payador, de lo que pidan, y entona alguna canción que hace lagrimear a todos, porque tiene buen corazón aunque en su porvenir figurará en el Veraz, con prohibición de tarjetas de crédito, chequeras o préstamos.

Y acá estoy yo, sin saber muy bien si seguir al Colorado porque a los dos nos gusta la misma música, si encarar a la licenciada Graciela porque me gusta su aire de fragilidad, o si hablar de autos hasta el tercer recreo con el Oso que se rasca la entrepierna aunque lo miren todos con vergüenza. Como dice mi vieja, nunca voy a llegar a nada. Aunque después se arrepiente y me pone la mano en la cabeza de pelo bien cortado y me da un beso, consuelo del que nunca me dará la psicóloga por venir. Lo mismo hace cuando mi abuela asegura que soy un buen chico y ella dice si, pero medio abriboca también.

Miro todo con ojos de pájaro, distraido, al sol, y me veo parado al lado de la fotocopiadora que ya terminó las copias del informe importantísimo. Entonces sonrío con tristeza de adolescente, la peor de todas, y repito como un rezo que para todo hace falta suerte.