Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud...

Mi abuelo Antonio era un hijo de puta. Dicho con la anuencia de la memoria para quien hubiera sido un orgullo escuchar semejante distinción. Por otra parte, ni por un segundo se me ocurriría intentar edulcorar su imagen, tarea por otra parte absurda para quienes lo conocieron un poco, ya que temo que de algún modo su feroz zapato de seguridad con punta de acero que usó hasta el último día, me emboque en el trasero como tantas veces practicó durante los años que vivió en el departamentito del fondo de casa.

A esta altura del verso estarán dudando de la veracidad de lo que digo. Solicito paciencia hasta el final, donde conocerán el último acto de su vida o el primero desde su desaparición, que confirmará mis palabras.

A medida que le fue llegando la jubilación después de trabajar 50 años en la papelera, el viejo fue construyendo de a poco una cocina, un baño y un dormitorio para instalarse hasta la eternidad, como subrayaba riéndose y tomando té de boldo después de almorzar ravioles de su propia producción.

Así destrozó las ilusiones que tuvimos respecto a su mudanza a un departamento cerca de la plaza, que pensábamos comprarle para tenerlo lejos. Había enviudado unos meses antes del retiro, y ya casi no habitaba el caserón que enseguida hizo plata para la construcción que ya les conté más unos ahorros que todavía estamos tratando de localizar.

Porque a ustedes, decía señalándonos con su dedo amarillo de nicotina, no les dejo un centavo. Laburen, como laburé yo, manga de vagos. Claro que jamás nos pidió permiso para instalarse en nuestro terreno, detrás de la casa donde vivimos.

Volviendo a su retrato, cuando la gente con la que terminaba invariablemente discutiendo a los gritos, no importaba el tema, la situación o la importancia del mismo, le espetaba que era un viejo maldito, él se quedaba pensando un segundo, como un boxeador antes de dar la piña del nockout, sonreía apenas y declaraba mientras negaba con el dedo y un chistido en los labios cerrados: no, hijo de puta es poco, nieto de puta me gustaría ser.

Lástima haber llegado a boludo nada más.

Es que para mi abuelo el mundo estaba compuesto mayoritariamente por ladrones, haraganes y boludos. Los hijos de puta en realidad pertenecían a una legión de revolucionarios incomprendidos y cansados de la mediocridad actual.

El mejor ejemplo de la decadencia sin límite e nuestros días, repetía mateando sin convidar mientras regaba sus tres rosales traídos de San Pedro, era lo mal que jugaban la selecciones de fútbol de Brasil después de la del 70 y la música compuesta desde la muerte de Verdi.

Para él y un pequeñísimo núcleo de ciudadanos privilegiados y sin fronteras, había creado una clasificación especial, subcategoría kantiana del tercer universo: los “ huevones lúcidos". 

Esta adjetivación, según su teoría, para nada mejoraba la resignada condición de trabajadores en blanco y pagadores de todos los impuestos en este país de la joda de los boludos clásicos, pero al menos permitía a sus integrantes mirar la verdad con los ojos abiertos, no importaba de dónde viniera semejante claridad.

Dije que mi abuelo hacía todo con sus manos y tampoco exagero un milímetro. Hasta el caminito de lajas que unía su casita con la nuestra a la que se asomaba pocas veces cuando le faltaba algo para cocinar, era obra de sus manos.

Todo lo diseñaba, construía y reparaba en el taller en el que había convertido su dormitorio y donde había colocado la cama, los cuadros con las fotos de Pelé y Carlos Alberto y la victrola a manivela para sus óperas en discos de pasta.

Pilas

Hasta el cajón donde sería enterrado fue producto de aquella habilidad, paciencia y creatividad cultivados en los márgenes de su mal genio permanente. Finalizó de lustrarlo dos días antes de caer fulminado por un infarto, seguramente deseado por cientos de maldiciones cosechadas a lo largo de su existencia.

Cayó al piso como una rama seca de la vida, camino a comprar el pan que regateaba a los empleados que lo puteaban por lo bajo y a las empleadas con cofia que elegían las tortas negras más chicas y se las escupían cuando se daba vuelta.

Desconfíen de los productos de esta época. El plástico no dura nada. Lo único que les importa es hacer plata con idiotas como ustedes que se tragan el verso de la publicidad con la boca abierta. Las cosas tienen que ser sólidas, reforzadas, como los autos de mi época, los trenes de Callegari, las cocinas Aurora. Iban a romperlas si se cagaban. Y duraban cuarenta, cincuenta años por debajo de las patas. Por eso, mi féretro –nunca usó la palabra cajón ni ataúd- lo hago yo. Tiene que durar para siempre, yo no pienso dormir en las cuatro tablitas de la Cooperativa.

También dejó escrito, una carta con letra muy prolija en un sobre carísimo que nos debió alertar de que algo había detrás de semejante cuidado, su último deseo.

Sus dos nietos, mi hermano Héctor que no le hablaba desde que descubrió que el viejo iba al banco rengueando y con bastón ( también de su cosecha ) para que lo dejaran pasar antes que los demás, y yo, más algunos vecinos que detallaba con precisión, debíamos cargar el féretro, a mano, desde la entrada del cementerio hasta la bóveda familiar, más o menos dos quilómetros desde el mástil central.

El terrible hijo de puta de mi abuelo Antonio, ahora entiendo el motivo de semejantes fogonazos de electrodos hasta tarde aquellos días, se encargó de soldar en el doble fondo de su última morada, varios pedazos de rieles que vaya a saber ayudado por quién robó de la estación. Esa era su medida de algo reforzado.

Los de la funeraria no notaron nada raro porque usaron el carro, aunque algo sospecharían, porque empezaron a reírse antes de que el catafalco made in casa se desplomara sobre nuestras manos, confiadas en los 50 kilos con los que el viejo, decía en la carta, se iría derechito al cielo.

La venganza del destino puso el broche final. Una huelga de municipales acumuló cajones durante varias semanas que se fueron apilando en una morgue al aire libre. Hasta que una noche los chorros, algunos dicen que traídos por el sindicato, se encargaron de revolver hasta el último difunto en busca de joyas, dientes de oro, ropa buena del último viaje, cristos de bronce y hasta coronas en buen estado.

El cajón de mi abuelo, que nadie quiso subir por nada del mundo, fue el más perjudicado. Hasta los botines de seguridad le sacaron al viejo, que quedó rígido y pequeño sobre el suelo de piedritas, las manos cruzadas en el pecho, víctima una vez más de los ladrones a los que ya no podía desenmascarar.

Cuando se levantó la medida de fuerza, hubo fosa común para todo el mundo para irse a casa rapidito porque es tarde. Y así fue que aquel escándalo que nadie quiere recordar, se llevó al olvido a mi abuelo Antonio que no podrá descansar en paz, merecidamente. Por hijo de puta.

 

 

3 comments

  • marisa

    14 febrero, 2014 at 9:45 pm

    Qué placer leer esta historia!Nunca un hijo de puta me hizo sonreir tanto.

  • Francisco

    3 febrero, 2014 at 8:41 pm

    excelente historia ,gracias

  • Luis

    1 febrero, 2014 at 6:45 pm

    Buenísimo , un verdadero producto argentino , más auténtico que el dulce de leche , me parece verlo salir de la papelera con los zapatos de seguridad y punteando , grande Antonio !!!!!!!!!

Comments are closed.