La vida no es un ministerio de justicia

Carlos Riedel9 diciembre, 2016

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud.......

Nunca se conoce bien a la gente. Ni siquiera al Ruso Podnazky, que enterró a Mendigo en el fondo de su casa la noche que lo pisó el camión de la basura porque la Negra –mi mujer de siempre- no quería que los mellizos lo vieran cuando se levantaran para ir al colegio. Desde ese día, todos lo sentimos uno más de la familia, también los chicos que intuyeron enseguida lo del perro y no preguntaron nada cuando escucharon la historia de su misteriosa desaparición, tal vez porque el Ruso los llevó a recorrer medio Zárate para ver si lo encontraban.

¿Quién iba imaginar, hace una punta de años, lo que leímos en el diario de octubre 1989? Aquella tarde de junio tocó el timbre por primera vez, flaco y rubión, sin saber dónde poner los brazos largos, la gorra al revés cuando nadie la usaba así, la camisa perfectamente acomodada dentro del pantalón, la piel y las cejas blancas de cal, los zapatos de seguridad lustrados.

Se ofreció para trabajar en los que fuera porque necesitaba parar la olla. Y le creí, como le creyó la Negra, preñada de siete meses, y también el abuelo Hilario que en paz descanse, por entonces con nosotros.

Fue cuando conocí la sonrisa colorada que dejaba en el aire después de estrechar fuerte la mano, nunca supe bien si esperando una broma, o una noticia que lo sorprendiera gratamente, pero que desvanecía con rapidez de ilusionista siguiendo un impiadoso llamado interior, atento a lo que hacía, que parecía llamarle la atención. Enseguida dio un par de pasos para atrás afirmando con la cabeza, ¿dando la razón a la voz?, y supe que era boxeador. Se lo comenté, volvió a reír, retomó el saludo formal interrumpido por el ensayo inicial y nos ganó por knock out.

A partir de entonces lo vimos entrar a casa bien temprano muy seguido, porque como se sabe los trabajos de mantenimiento nunca se terminan. Por comodidad le dimos una llave del garage, donde dejaba la bicicleta azul, prendía el primer cigarro, soltaba humo con optimismo de locomotora, de caballo de reparto, para arrancar su jornada a ritmo de tango.

El Ruso Podnazky -nunca supe su nombre, Ivan, hasta que lo leí debajo de la foto mal impresa, en el diario del 99 que le conté- se daba maña para todo. De haberlo conocido antes que a mí, la Negra se hubiera casado con él. Tenía, y el tiempo pasado me duele, ¿sabe?, tenía esa habilidad increíble de los que parecen haber nacido para hacer de todo: pintar, soldar plomo, tender cables, arreglar muebles y hasta reparar electrodomésticos después de observar un rato cómo funcionaban, ante la sorprendida envidia de los inútiles como yo que apenas corto el pasto, mal, cada quince días en verano.

Ni bien lo veía llegar, salía a su encuentro para darle la mano y verlo sonreír. Después se quedaba en silencio esperando que le dijera lo que tenía hacer, y si no tenía nada concreto se quedaba de visita, meta mate amargo, casi disculpándose, tan fuerte sobrevivía el mandato de quien lo había criado y de quien jamás hizo referencia en tantas horas de convivencia trabajando de a ratos.

Equipo panamericano

En rueda familiar contó esa historia del equipo campeón de boxeo en el panamericano del 59, para asombro de los mellizos que pasaron a considerarlo un superhéroe más. La tenía mejor guardada que todo lo demás y sus palabras brillaban a medida que avanzaba el relato: los entrenamientos con Kid Charol en el gimnasio del Luna Park, los consejos de Nicolás Preziosa con la toalla en los hombros, la tarde en que hizo dos rounds con Accavallo que lo felicitó. Ya a solas, lloviendo, escuchamos de los tres casamientos, dos antes de cruzar el charco, de los cinco hijos reconocidos que fueron apareciendo, algunos de su mano, otros para traerlo en moto a cobrar la paga cada sábado a la tarde cuando aparecía peinado para atrás con la paz del descanso pintada en la cara. Y de su metejón por una morocha de ensueño que lo abandonó por plata, llevándose a un crío sin dejárselo conocer.

Insisto: nunca se termina de conocer a la gente.

Quién fue el Ruso y qué lo llevó de nuevo al gimnasio para despuntar el vicio, nunca lo sabremos. Por más campeón y foto amarilla de conjunto en la hoja central del Gráfico, ese hombre debe haber llegado a un límite, a una esquina de la vida de esas donde es imposible quedarse parado.

El asunto es que agarró viaje para volver a pelear a esa edad. Una locura porque los rivales del campeonato eran pibes de veintipico. No sé si me hubiera gustado estar ahí, al costado del ring armado en el gimnasio del club Independiente donde se escuchaban más los colectivos entrando y saliendo de la Terminal que las palabras del presentador Pepe Beronda -¿quién sinó?- presentando a ese hombrón rubio y sin pelo, que subió trasnochado atravesando el humo violáceo cargado de risas borrachas, con algo de vergüenza por sus brazos largos y agradeció con las manos en alto los miserables aplausos antes de empezar la pelea.

Qué habrá pasado por su corazón - me pregunté al leer aquel diario con más fotos de la pelea que comentarios explicando lo inexplicable- cuando refregó los guantes con los del rival, ese pendejo en el que se reconoció como en un espejo recuperado. Seguramente sonrió lindo, más lindo que nunca, esperando alguna broma o alguna buena noticia que lo sorprendiera y después diciendo que sí, que era.

Nunca se conoce bien a la gente. Eso debe haber pensado el Ruso Ivan Podnazky cuando, ya desentendido de todo, desarmó la guardia, buscó un abrazo, antes del final que ustedes se imaginan.