La felicidad es un monoambiente luminoso

Carlos Riedel30 mayo, 2015

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud.

“No te puedo explicar lo feliz que soy. El departamento quedó hermoso, valió la pena haber trabajado tres días sin parar. Nosotros con la pintura, acomodando muebles, colocando la cortina de la única ventana, ya vas a ver la belleza que cosió enterita abuela Beatriz, colgando cuadros en las paredes desnudas, me acuerdo que cuando entré con la chica de la inmobiliaria por primera vez casi me descompongo, a mi desde chica la soledad me baja la presión, y eso que no quise oír la historia de los inquilinos anteriores por nada del mundo. No soy supersticiosa, pero mejor no llamar a la desgracia.

Nuestros viejos, un encanto, se encargaron de la instalación eléctrica, para mi suegro los cables no tienen misterios, las dos mujeres rasquetearon el parquet con virulana y papá se dedicó al baño, un lujo te lo aseguro.

Ya se que un monoambiente no es un semipiso, pero todo lleva trabajo si uno es detallista y no hace falta que explique las distintas maneras de expresar el amor a los hijos.

Definitivamente, hoy lo puedo confirmar desde el fondo de mi corazón, los seres humanos nacimos para vivir en pareja. Una vez Ivanna, te acordás la chiquita que llegó a bailar en el Colón, me dijo: “resulta milagroso que dos personas se elijan a la vez, como si alguien los moviera desde arriba, porque la mayoría no se encuentra con quien desea verdaderamente y al final se conforma con lo más parecido cuando se cansa de buscar“, me acuerdo que largó la parrafada sin mirarme, la cara pegada a la ventanilla del 228, veníamos de la escuela, teníamos 16 años.

Bueno, pues yo confieso que a mí se me dio y no tengo culpa de decírselo a todo el mundo y descubrir, no en vos, ya se que no, esa alegría fingida, cuando se entera sin anestesia, que el otro tiene lo que uno viene esperando sin éxito desde hace tanto.

Porque otra cosa que uno aprende cuando se siente bien es que está lleno de envidiosos. Es como si de pronto te dieran anteojos detectores y empezaras a descubrir sus aureolas rojizas, como en una película, no te rías, en serio. Pero no perdamos tiempo en cosas tristes con todo lo que tengo para contarte.

Dejamos todo preparado para cuando volvamos de la luna de miel. Nos fuimos en punta de pie, como si hubiéramos dejado algo dormido en el sillón, te cuento que lo pusimos mirando para afuera, como quien se sienta en la proa de un barco, y quisiéramos que despierte recién cuando nos quedemos a dormir la primer noche, como si no nos bastara la presencia del otro, y necesitáramos algo para completar no se qué.

Eso lo pensé cuando bajábamos en el ascensor, cansados y contentos de haber terminado el lugar dónde íbamos a vivir después del registro civil, la iglesia, los parientes, la comida, los pies hinchados, el olor a champagne hasta en los talones, pero fue un segundo nomás, si hasta dicen que la fe es fuerte cuando duda, o no.

No te puedo explicar lo feliz que me siento. Ya se que la felicidad es distinta para cada uno y que es una lástima que no se parezca a las películas y que haya que esforzarse tanto para alcanzarla.

Las cosas buenas no tendrían que dar trabajo, es una injusticia. Que para ganarse la vida haya que sudar, vaya y pase, pero no para que a uno lo espere una luz prendida cuando vuelve a casa, como contestaba abuelo Floreal cuando le preguntábamos por qué hay que ca-sarse. Pero otra vez me voy para el lado de la tristeza, no hay caso. Dejemos eso para los que andan siempre con cara larga porque nada les viene bien".

 Monoambiente

Aquella hoja no parecía ser la última de la carta, pero el doctor Peñalva la plegó junto a las otras y no se preocupó por buscar más. La letra era de su clienta, que le pidió con furia de dientes apretados le quitara hasta el aliento a ese mal nacido.

Sonrió el abogado y puso las páginas en el bolsillo interior del saco. Ya las devolvería una vez finalizado el divorcio y la separación de bienes. Por ahora volvió a pasar sus ojos en un barrido del departamento vacío, sin mas que el aroma de aquellas tardes y noches de felicidad que su clienta pretendía cubrir con la cal viva del odio hacia su inseparable pareja, a la que aborrecía desde el mismo momento en que marcó su número en el celular.

En definitiva, esa misma tarde firmarían los papeles y los dos tortolitos de tantas fotografías descolgadas de las paredes, quedarían en la posibilidad de rehacer sus vidas, si eso fuera posible.

Cuando bajaba en el ascensor, Peñalva se ajustó el nudo de la corbata, le guiñó un ojo a su atildada imagen y reafirmó lo que le decía en confianza su esposa psicoanalista: en el fondo, los seres humanos somos una mierda.