El colorado aviador... Verdades piadosas

Carlos Riedel4 octubre, 2014

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud... ¿A quién le importa la verdad si nos roba la alegría como un carterista mezclado en un colectivo lleno de laburantes a las cinco de la mañana?...

 

El Colorado Gozan habla solo parado a un costado de la puerta transparente de la estación de servicio recién inaugurada, observa el cielo que amanece sobre las palmeras de la Plaza Costa, entre los edificios que asoman sus cogotes de jirafas desde los bordes.

Un susurro babeante surge de su boca desdentada, como si poco a poco fuera perdiendo la voluntad de contar lo que nadie se detendrá a escuchar, por más que suplique señalando con el dedo tiznado algún lugar muy alto, la mirada mansa de los que ya no necesitan que les crean. Así hasta que desde adentro venga el chico de uniforme con el vaso de café con leche tapado y la medialuna envuelta en servilleta, única condición para que no ingrese al local, para que se vaya con su aire espantapájaros hasta mañana, cuando esté a punto de salir el sol y regrese con el soliloquio que revive como una película sin fin para la que hace mucho se le han perdido las palabras, tal vez porque ya no importen.

En realidad, todo comienza cuando es noche cerrada, cuando sus pies jóvenes pisan recelosos el pasto de la estancia El Paraíso, a orillas del Paraná, camino hacia Baradero.

El ágil Coloradito es peón de patrones con apellidos compuestos que apenas atisba desde el galpón donde hacen rueda cansancios como el suyo después de la jornada larguísima, amontonados alrededor del fuego, mientras corre el mate, la carne mordida de los cuchillos, el rápido chupar de la botella de ginebra prohibida.

Allá lejos los señores con bota de caña alta, sombreros anchos y fusta nerviosa, van y vienen entre risas en inglés por la galería de columnas blancas y mosaicos morados alumbrados por faroles a querosén, mujeres de cintura fina pavoneándose con música de un piano y chocar de copas que llegan como desde otro país.

Poco después del mediodía aterrizó allí una avioneta precaria desde donde bajó un lungo personaje, colorado como él, impecable traje de brin blanco. Lo esperaba toda la familia en fila, vestidos de gala, y le estrecharon la mano agachando las cabezas, llamándolo príncipe como quien habla con la boca llena de dulce. Detrás, muy atrás, el piloto con aspecto de borrachín, gorra de orejeras flotando en la cabeza de alfiler.

Avión en Plaza Costa

En un segundo, el Gozan adolescente supo entablar rápida amistad por señas con el chofer de vuelo. Su sedienta curiosidad sobre los pocos relojes, palancas y pedales, del aeroplano fue pagada con el champagne que se ingenió en conseguir. Por más borracho que estuviera su maestro, ignorante de serlo, muy pronto supo enseñarle lo necesario como para volar ese aparato, frágil como su vida hasta ese momento.

Entusiasmado por su progreso, confirmó que ese era el camino directo hacia los favores de la gringuita de mofletes pecosos que lo ignoraba cada tres domingos en la feria de la plaza Costa. Se durmió entre pensamientos de besos y desnudeces.

En la hora más negra de aquella noche, dentro de la cuadra henchida de ronquidos, Gozan decide por fin poner en práctica lo que provoca el galope de su corazón. Se incorpora del camastro de paja y, apenas con lo puesto, los latidos más rápidos que las alpargatas agarrotadas de humedad, cruza la franja de árboles que cortejan el casco cubierto con silencio azul en busca del potrero.

Allí lo espera el avioncito que ahora le parece una langosta de cartón, un juguete arrugado con la nariz apuntando a las estrellas. El Colorado Gozan conoce por primera vez cómo el deseo puede eliminar las barreras de lo imposible y no hay barreras para un hombre cuando quiere llegar hasta la mujer que se le ha encarnado en el alma.

Amanece con un grito de luz. El peoncito trepa al avión, se calza la gorra arratonada que le regaló el gringo aviador, ajusta en su cara las antiparras colgadas del timón, respira profundo y acciona la llave grande. Escucha al borde del infarto cómo responde la rabia perra del motor de 90 HP del Travel air 12-Q.

Hace todo lo que aprendió y el vehículo corre por el campo a los corcovos, se aferra al volante, tira hacia atrás, comienza a trepar por el cielo. Es una flecha hacia el corazón de la gringuita. Cuando sobrevuela el pueblo ya casi es día pleno. Ya varios andan por los puestos de la feria y levantan la cabeza al escuchar el motor que raya lo celeste.

Las ruedas tocan el piso a una cuadra y media de la feria y mientras va frenándose en su carrera, el piloto enamorado ve cada vez más nítidas las caras que lo miran boquiabiertas. Se detiene en un espasmo y una escultura de silencio crece hasta estallar en aplausos cuando el Coloradito Gozán baja y se quita la gorra, que entrega a la mujercita de sus afanes, primera entre quienes rodean al avión en la plaza.

Hoy, el Colorado guarda en un bolsillo el recorte del diario y lo recita como a un Santo Evangelio en la puerta de la estación de servicio.

Debajo de la foto dice Envergadura alas superiores: 8,78 m, Envergadura alas inferiores: 8,02 m, Largo: 6,52 m, Alto: 2,69 m, Superficie alar: 19,18 m2, Peso en vacío: 486 kg, Peso bruto: 782 kg, Carga alar: 40,77 kg/m2, Potencia de carga: 8,69 kg/HP, Velocidad máxima: 169 km/h, Velocidad de crucero: 141 km/h, Tasa de ascenso: 183 m/min a nivel del mar, Techo de servicio: 3.660 m, Autonomía: 772 km.

De lo que pasó después, el tipo no menciona una palabra y nadie le pregunta. ¿A quién le importa? Pero sigue señalando con el dedo tiznado algún lugar muy alto, con la mirada mansa de los que ya no necesitan que les crean.

En una mano la taza de café cubierta por el platito y la medialuna y en el alma, para siempre, aquel amanecer glorioso cuando él, un peoncito de la estancia El Paraíso, fue capaz de aterrizar un avión en la plaza Costa, por buscar el corazón de la gringuita.

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