Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud....

Si tengo que buscar una fecha de inicio a este asunto, podría decirse que fue cuando el Negro Brambila terminó de pintar hasta el último rincón de la casa, aprovechando que lo encontré disponible después de varios años, porque según recuerdo nunca se dejó entrar a otro en la propiedad y yo no iba a ser el que cambiara la historia, por más que éste en realidad sea el hijo del original Negro Brambila, familia de pintores.

Debe haber sido al otro día nomás cuando descubrí que en la pared del living grande, del lado de la casa vecina que fue del dentista Piris y después pusieron la financiera con nombre inglés, donde el Negro me aconsejó pasarle una mano de fijador previo al latex, apareció de nuevo el cuadro de las segadoras, en el mismo lugar de donde había volado cuando fue lo de mi nuera, para qué acordarse. Aquellas mujeres viejas inclinadas en el amarillo del trigo mecido por un viento leve, las manchas de colores fuertes y opacos, me trajeron la imagen de abuelo Antonio hamacándose apenas en el sillón de mimbre, los ojos en la humilde reproducción perdida en la pared blanca.

Mira con esos ojos sin miedo de los que mucho han soñado y no siempre lindo. Parpadea poco, igual que los dedos de aquellas dactilografas, las hermanas Ross, ¿recuerda?, que jamás dudaron ni en el error. Fija las pupilas acá o allá, dardos exactos para calificarlo de serio, seguro, informado.

La verdad es que apenas lo vi de reojo mientras volvía de comprar el diario el domingo temprano, no puedo negar que primero sentí como un frío en la espalda, pero después, enseguida, cuando me puse a matear en la cocina, me vino la misma satisfacción que el día que el Ruso Bonfanri, flor de hijo de puta, supervisor del área 5, se cayó en la zanja llena de barro una mañana de cuatro grados bajo cero. La vida pasa, la vida pasa, me vino enseguida la frase de mi viejo mascullando alguna venganza como quien da vuelta la tira de asado en la parilla. Así, todo junto.

Y sus labios finos, que apenas ocultan dientes amarillosos de fumador empecinado, imitan el tacatá, tacatá de los vagones con la frase del padre. Lo hace muy bien: lavidapasa, lavidapasa, lavidapasa, adelgaza el tono deslizando un poco la cabeza hacia atrás, las palabras se llevan al recuerdo, al padre con la mano en alto desde la última vocal. Hay una estación de silencio que ninguno de los dos se anima siquiera a rozar. Nos quedamos en el andén. Enseguida reaparece su voz cambiada, fresca, una mujer después del amor. Me gusta esta frase. La subrayo.

Segadoras

Después, como si todo hubiera sido organizado de antemano, apareció en mi mesa de luz el despertador sin una pata que heredé de tío Florencio y que cuando empecé a trabajar en turno era el único que lograba despertarme a las cuatro de la mañana hasta que mi vieja lo hizo desaparecer porque se quejaban los vecinos. La noche que lo descubrí cuando me levanté para orinar, rengo y mirándome con las agujas para arriba, parecía un perrito que recuperaba a su dueño después de mucho tiempo, se me cayeron las lágrimas, se lo juro, por más que usted me diga que se trata de un pedazo de chapa medio enclenque.

Sus manos dirigen los índices hacia mi, que niego sin perder la cara que corresponde a mi posición en este juego. Anoto en un bloc de hojas ligeras, color malva, con mi boligrafo de trazo perfecto.

Lo mismo fue con la Singer de abuela Florentina que un día voló de la piecita de la calle donde la vieja se quedaba todo el invierno laburando pegada a la estufa hasta que la sacaron dura. Cuando la descubrí en el mismo rincón, ahora impecable como todos los ambientes por la mano del Negro Brambila, con la carpetita bordada, lista para arrancar de nuevo, me pareció que estaba en una película italiana en blanco y negro.

Su postura tarda en acomodar al cuerpo largo en la voz suave, los pies siguen sobre el piso, clavados a la alfombra. Su cabeza bien peinada, las orejas pequeñas, la piel morena, se reflejan en los diplomas vidriados. Ahora ha despertado una persona distinta, alguien que le dio permiso para contar, que considera suficiente el diálogo. Habla claro, fuerte, sin posibilidad de réplica.

No le voy a contar otra vez lo que ya le relaté tantas veces, doctora Rinaldi, lo de la guitarra con la cinta azul y blanca que regresó al ropero del espejo de dobla hoja, mi viejo nunca me contó el origen del instrumento, pero también cayó en la furia de esa mujer como usted imagina bien. Y la radio a válvulas con la que escuchábamos los goles de Fioravanti los domingos a la tarde, mientras el mate dulce corría entre los cuerpos en camiseta, que lindo regalo de la vida poder sintonizarla con la oreja pegada al parlante cubierto de tela. No ponga cara de empezar de nuevo, hagamé el favor. Eso de que la escena nacional se perdió un gran actor en este manicomio, vaya a contárselo al loco de la habitación de al lado, que sueña todas las noches con Tita Merello.

Entonces me veo en la obligación de responder, de situarlo en su rol, de volverlo a eso que otros llaman realidad y yo no me animaría a calificar. Le digo que no, que mi intención nunca fue esa. Me levanto para servir agua en la copa que solía limpiar y limpiar mi abuela, la que descubrí de pronto esta mañana, antes de que entrara, aparecida de vaya a saber dónde.