Escriben Osvaldo Croce y Armando Borgeaud... El punto a favor más importante de vivir en un barrio cerrado es la conexión y el estar rodeado de naturaleza y tranquilidad. La gente puede ir a pasear por zonas “verdes” que se encuentran dentro del predio y así relajarse luego de un día de trabajo. Asimismo, los chicos más pequeños pueden jugar en el jardín o parques que los barrios cerrados ofrecen. Hoy en día, en la ciudad, los chicos no pueden jugar en la calle como se podía hacer hace varios años atrás. En cambio, los barrios cerrados sí le dan la posibilidad de poder andar libres por el predio. Otro tema, es el de la seguridad. Si bien hoy en día, la gente que vive en barrios cerrados admite que cierra las puertas con llave antes de irse, la seguridad dentro de un barrio cerrado es mucho mejor y se vive más tranquilo que en la ciudad. Otra ventaja que puede traer un barrio cerrado es que varios de ellos ofrecen un sector común para todos los que viven allí, con lo que suele ofrecerse un espacio para realizar reuniones, etc. sin costo adicional. Esto hace que no uno no tenga la necesidad de tener que poner la casa de uno para las fiestas y cumpleaños. Asimismo, suele haber una pileta para todos, con lo que los que no la tienen en su casa, pueden ir allí sin ningún problema.

Casa country

Después de tanto tiempo desde que había trabajado en la construcción de su casa, justo cuando estaba buscando alguien de confianza para pintarla entera ya que desde su viudez él no estaba en todo el día y pocas ganas tenía de hacer nada, lo encontró en una remisera cuando iba a ver a su hermana Florencia. El hombre con acento cordobés, de nombre Pascual, lo saludó por su apellido: Bermúdez, preguntó por la patrona, se entristeció con la noticia fúnebre, dijo verlo bien, rió mostrando tres dientes desperdigados  cuando comentó que ya no manejaba porque eso era para audaces, como las mujeres, y finalmente le escribió su número de celular en un papelito. Al día siguiente Emilio Bermúdez lo contactó desde su despacho donde una placa acrílica yacente sobre el escritorio lo identificaba como gerente de planificación en la multinacional donde había crecido. A partir de allí, dos años atrás, aquel hombre provinciano de confianza, capaz de hacer de todo en un lugar tan grande, no dejó de ir todos los días a Las Palmeras. Al principio, solamente entre lunes y viernes y luego, teniendo en cuenta que Bermúdez vivía solo, también sábados y domingos. Siempre hay cosas para hacer, repetía frente a los bigotazos canosos del dueño de casa, que sonreía replicando: las hay si uno quiere, Pascual. Al fin y al cabo, era una compañía, si hasta llegaron a almorzar y cenar juntos, ya que estaban. Compartían gustos por bogas, dorados, patíes, que Pascual asaba a la parrilla en el quincho, y cada tanto el ejecutivo hacía su especialidad: pastel de carne, o amasaba las pastas como le había enseñado su padre. Eso sí, la relación era muy respetuosa. Terminadas las comidas, un buen cigarro en silencio contemplando las canchas de golf al atardecer en verano, bajo las estrellas en invierno, y para despedirse un saludo con la mano cuando las palabras sobraban. Así hasta el final.

 

Pascual toma mates mirando las lomas verdes de césped. Sentado en una reposera roja, se llena los pulmones de aroma a pasto cortado en el jardín de la casa del country Las Palmeras. Por las canchas de golf, sobre el horizonte, cada tanto asoman lentamente mujeres aburridas y hombres de la misma especie, seguidos de sus sombras y los chicos con palos. Lo rodean mansiones con distintos niveles de techos pizarra, que el hombre, habituado al campo raso salpicado de ranchitos, imagina tortas de cumpleaños capaces de derretirse bajo el sol abierto de ese verano. Solo, con semejante espacio a su disposición, quien nunca tuvo nada sonríe blanco de deseo. El solcito bonachón no se anima a quemar por miedo al reglamento interno. Pronto, el cordobés se levantará despacioso hacia la cocina llena de ventanas por todos lados y mucho olor a plástico de envoltorio. De a poco va quitando de los hombros el aire de pintor, electricista, plomero, hombre hábil para solucionar la vida del que lo contrate. Ya no llega en su bicicleta, puntual como la muerte, como le gustaba decir para adentro, cada vez que se asomaba hasta la puerta que desde hace unas semanas atraviesa como dueño. Responde a golpe corto de cabeza las sonrisas de las señoras rubias de narices operadas, todas iguales, que al principio apenas soltaban un buen día desde la parcela vecina, porque en estos lugares no hay medianeras y los perros, si no son de raza, están prohibidos. Acostumbrados a los cambios de caras por viajes laborales, destinos industriales crueles, ascensos a torres porteñas, ninguno preguntó por Bermúdez cuando desapareció su conocida cara setentona y la reemplazó la suya. No hay nada como la libertad de los demás a la hora de tener que justificar que hicimos lo que se nos dio la gana.

 

Aquel gerente de planificación de una multinacional, la noche de su despedida porque los vientos cambian, llegan capitales chinos y mejor te jubilás, Bermúdez, hay buena guita, vistió su mejor traje y hasta permitió que Pascual, casi yéndose del country en la bicicleta, le elogiara la elegancia por primera vez. Al llegar al Club Americano miró satisfecho la mesa larguísima rodeada de obreros, empleados, secretarias, supervisores, gerentes y el mismísimo Director General llegado con el premio al CEO del año dado por sus pares. Emilio comió tranquilo, degustando desde la entrada hasta el postre con la calma con que solía hacer su tarea y darle grandes beneficios a sus empleadores. Cuando trajeron copas para el champagne, se levantó y fue hasta el micrófono instalado por Tubia para leer el discurso tantas veces corregido. Hubo un silencio salpicado de copas y tenedores, toses borrachas apagadas a codazos. El de bigotazos canos miró tantas cabezas, obedientes en general, rebeldonas unas pocas, alcahuetas las que menos parecían, y lanzó como un rayo su vozarrón. Ni los aplausos y los gritos de los subordinados, eufóricos por los ascensos que el ejecutivo les había dado como último acto justiciero de su carrera, ni los desconciertos de los superiores, absortos por aquel reparto de aumentos en dólares para todos menos para los informantes a los que calificó como impresentables, pudieron impedir su salida a empujones hacia el auto que se lo llevó para siempre.

 

La policía llegó a Las Palmeras dos meses más tarde, como actuando en una película yankee donde suena la música bien rítmica y los milicos impecables en su azul, altos y fornidos, andan a los saltitos, tipo vuelta olímpica. Se pararon en toda el frente y dejaron que hablara el juez de instrucción al que seguía el comisario. La voz de Su Señoría era igualita a la del viejo que atendía el negocio de alimentos para mascotas y Pascual se quedó un rato dándole vueltas a ese detalle, sin escucharlo. Al fin preguntó quién era, a lo que el de Cosquín respondió un amigo del dueño, que está de viaje. Entonces le dijeron lo de la denuncia, medio en voz baja, medio despreciando con la mirada esa planicie ordenada donde nunca se veía a nadie. Hasta le pidieron disculpas y se fueron sin siquiera entrar a revisar lo que quisieran y de paso matear con él. Nunca siguieron la pista de la denuncia anónima por más que tuviera extraña precisión: el cuerpo del ex gerente de planificación, muerto de un infarto durante la madrugada de su despedida, al meterse desnudo en el agua helada de la pileta con dos treintañeras pintarrajeadas y una botella de champan en cada mano, tal como lo encontró Pascual al llegar en bicicleta, yacía dos metros bajo una losa gruesa y cubierta de tierra al lado de la piscina. Ninguno fue a verificar, nadie caminó hasta un cantero con pensamientos que florecían justo encima del cadáver satisfecho. Ninguno quiso cavar con la tierra seca y encima ensuciarse los zapatos. Ninguno preguntó por las mujeres a las que calmó el servidor coscoíno antes de mandarlas a cualquier parte pero lejos. Último en salir, el comisario extendió la mano a Don Pascual como se acostumbra al entrar o salir de esas casas, pidiendo disculpas por la mala intención de algún vecino mala leche, subrayó guiñando un ojo, con idéntica tonada cordobesa a la suya, antes de perderse rumbo al patrullero donde lo esperaban los demás.