Zonas de confort

Carlos Riedel28 septiembre, 2019

Desde Lucerna, Suiza... Es cada vez más frecuente leer en redes sociales, sobre todo en facebook, opiniones de individuos que se creen gurúes de la evolución humana y de la superación personal. Ocurre con el deporte (tan de moda ahora), con la nutrición, con el yoga o con los negocios, entre otros varios etcéteras.

Bastardos que mienten a la gente y que bombardean a los lectores con munición barata y sucia. Basura mediática de baja calidad. Dan consejos elaborados sobre cómo enfrentar la vida a través de su "experiencia", pero en realidad son adultos débiles camuflados tras la máscara de impunidad que otorga un ordenador o un teléfono móvil, porque nadie los conoce y se infiltran con rapidez. Y desde esa segura trinchera, calentita y cómoda, con una taza de café humeando al lado y los bizcochos a mano, le dan a la tecla sin vacilar ni arriesgar absolutamente nada, más que perder unas horas de su tiempo emitiendo comunicados inciertos que jamás experimentarán personalmente. Que nuca vivirán en realidad.

Hace unos días estuve leyendo la publicación de uno de estos "valientes de Internet" (en Argentina se reproducen como hongos en el bosque después de la lluvia), que creen que la vida es gratuita y alegre, que los osos en Alaska son simpáticos y mimosines y que el drama se soluciona haciendo el signo de la paz con los dedos en "V", saludando con "namastés" o proponiendo una tregua de besitos con lengua al enemigo gurka que se agazapa dispuesto a acuchillarnos sin piedad.

El anónimo en cuestión escribía con mucha labia (típico de progre), con mucha letra barroca, pero a la vez con esa expresión entre liviana, arrogante y feliz de los mimos. De unos treinta y pico de años y todavía viviendo en casa de su mamá, nuestro progre hacía declaraciones dramáticas acerca de lo opresivo del sistema en que vivimos, y acto seguido advertía: "Te aseguro que la vida fuera de tu entorno te conectará con tu ser interior, y al salir de tu zona de confort serás libre de verdad".

Entonces me imaginé al pobre receptor inculto del otro lado, a ese monigote que no filtra ni discrimina, que simplemente traga información embrutecido por la sordidez y la necesidad en las que habita y que, alarmado por la advertencia, vacila en la luz amarillenta de su pocilga infecta, intentando decidir si le conviene o no dar el paso y arriesgar lo conocido, cerrando los ojos, apretando los dientes y reteniendo aire en los pulmones al verse a sí mismo marchando lejos con una mochila al hombro, sin dinero ni contactos ni otra idea más que escapar de la pobreza y la necesidad.

Entonces volví a pensar en la misma certeza que tengo siempre: el mundo es un lugar peligroso y lleno de hijos de puta.

Me gustaría ver a ese progre de treinta y pico de años que lanza consignas liberales desde el sillón del living de su casa materna, y que nunca tuvo la necesidad de verse durmiendo al raso, sintiendo el puñetazo de la intemperie en los riñones. Me gustaría saber cual sería su opinión al respecto, si de repente la vida se le tuerce y se ve en la necesidad de emigrar a algún país lejano, o si alguien lo obligara a enrolarse por la fuerza en la Infantería de Marina y marchar a la guerra. ¿Que haría ese tipo?, ¿cómo sería su vida en uno de esos casos?. Pues a continuación me aventuro a elaborar una hipótesis.

Haría marchas a pie de 48 kilómetros al día y viviría de la tierra, de su mochila, aprendiendo lecciones de humildad en campo abierto, formando una columna para comer raciones frías y enlatadas, porque su jefe se aseguraría de que él fuera el último de la fila; respetando un viejo axioma de conducción militar que dice: "los soldados jóvenes siempre se alimentan primero".

En las patrullas presenciales y en las operaciones de convoy trabajaría sin descanso ni relevo, durante días, uniendo la luz del sol con la de la luna, y se sentiría tan cansado y hambriento que se arriesgaría a dejar la piel por caer dormido unos instantes en algún agujero enfangado y polvoriento. Aprendería que el animal humano se acostumbra a cualquier cosa si dura lo suficiente.

En territorio hostil realizaría incursiones clandestinas, siempre de noche, y aplicaría la estrategia del fogonazo: atontar a los malos con fuego agresivo y luego machacarlos a base de operaciones psicológicas, imponiendo el argumento de la tribu superior. Se movería con igual sigilo en la madrugada fría y ventosa del desierto, como en la negrura sofocante y húmeda de la selva; y en las sombras proyectadas por la luna llena vería a los francotiradores pintarse la cara con verde de camuflaje. Dormitar de día y velar toda la noche se convertiría  en el patrón normal de sus días, y al amanecer, tosiendo y congelado, hundiría la cabeza hasta las orejas en un pasamosntañas como todo desayuno.

Aprendería que el chasquido de las balas puede ser un buen sonido. Indican que van hacia afuera, que son propias, y en cualquier caso que están a una distancia segura; pero que el silbido de la munición es malo, porque suele significar hacia adentro y cerca.

En ese mundo tan distinto, nuestro progre aprendería a avanzar penosamente tres pasos y retroceder otros dos. La vieja, clásica e inmemorial labor de la infantería, poco diferente de como se había practicado en las Malvinas, en Vietnam, en Argelia y más atrás, hasta los tiempos de los griegos y los romanos. Los oficiales insertando carne de cañón y esperando a que los ataquen, para aprovechar la oportunidad y romper al enemigo sobre la línea de contacto.

Nuestro nueva recluta progre aprendería que la zona de confort que más le conviene es ese  sillón desde donde ahora mismo ladra, y que lo más probable es que acabe muerto rápida y anónimamente si es arrojado a esa otra realidad que acabo de describir.

Por otra parte vuelvo a pensar en ese pobre diablo de la pocilga infecta, sin dinero ni contactos ni otra idea más que escapar de la pobreza y la necesidad en pos de mejorar su vida, ese que lee a duras penas y que comprende la mitad o directamente no comprende nada, porque tiene hambre, y con hambre no se puede pensar. Y sonrío hacia adentro cuando pienso en él, porque se que tiene chances de sobrevivir, pues la abnegada disposición a morir de los pobres es producto de sus orígenes de clase obrera. Las clases trabajadoras siempre han estado acostumbradas a vidas y reveses duros e injustos. Poseen una identidad menos articulada y narcisista que las élites, y pueden asumir sus egos con mayor facilidad dentro de una orgullosa identidad unitaria, como la que apuntala a un pelotón de fuego, la capa organizativa en la que mejor funcionan los soldados de infantería.

Los conozco bien, porque fueron mis compañeros.

Algunas veces vale la pena mojarse un poco y separar la paja del trigo, distinguir entre la verdad y la mentira de lo que vemos publicado en las redes sociales. Es necesario, a veces, llamar estúpidos a los que se jactan de eruditos, y dar ánimos a los que, en silencio y con heroico estoicismo, luchan por un porvenir mejor.