Un tiro en la boca, o el mejor analgésico para aliviar la estupidez

Carlos Riedel1 marzo, 2020

Desde Suiza para Enlace Crítico... Hace unos días, mientras viajaba en el tren matinal de las 05:30 rumbo al trabajo, di con una nota del escritor Damián Tabarovsky publicada en el portal online "letras libres", en la que hablaba sobre la Argentina, la política y la Cultura.

Antes de entrar en la calidez del vagón y de sentarme cómodamente para iniciar mi viaje diario, el clima al aire libre de la vía pública era desalentador. La madrugada estaba horrible; el viento peinando los edificios y las estatuas, los ciclistas resbalando sobre las calles espejadas por el hielo, un frío de los mil cojones y todo eso. Ya saben, un clásico invierno suizo. Entonces, en mi medio despertar y todavía entumecido por la paliza que la lluvia y la nieve me habían propinado sobre la bicicleta, estiré el índice para pulsar la pantalla del móvil y allí estaban aquellas letras.

Siempre me ocurre igual. Una frase en algún libro que estoy leyendo en ese momento, algún título de alguna nota que me resulta interesante o esa idea suelta que cae en mis manos en el momento apropiado, y en mi cerebro se acciona el gatillo imaginario que activa una especie de mecanismo de disparo en la cabeza, y luego, cuando al final del trajín semanal alcanzo por fin la calma, en la confortable tranquilidad y el silencio de mi biblioteca, aquella idea que fui rumiando durante unos días suele salirme a través de los dedos, bailando sobre las teclas del ordenador, y explotar en forma de nota o crónica como si fuera un disparo de escopeta, el seco jab de un boxeador o una patada en la boca. Es que escribo con las tripas, oigan, y eso, como dijo el buen Hemingway "me ayuda a quemar la grasa del alma".

El asunto, como les contaba, es que leí esa nota de Tabarovsky y quise compartirles lo que interpreté y lo que pienso al respecto. A grandes rasgos, el tipo propone establecer las diferencias con las que las últimas gestiones políticas de Argentina (léase Kirchner y Macri), abordaron la situación de la cultura en el país en, por lo menos, los últimos 10 años, abriendo aún más la brecha ideológica entre ellos, y estableciendo barricadas infranqueables a ambos lados de esa árida frontera imaginaria mientras despliega, a manera de bandera a conquistar en un combate, la ya muy golpeada y prostituida palabra "Cultura". En mi opinión, más de la misma y estúpida demagogia sin aporte favorable ni sentido común. Es que el grano en el culo se llama Argentina, donde nada cambia nunca y las disputas siempre van más allá de cualquier gestión política.

El punto está en que ese intento de achacarle todo el mal a uno u otro sector partidario no me sorprende, oigan, pues se trata de la típica personalidad masificada del argentino promedio; un extraño ciudadano que siempre vota más en contra que a favor, y al que casi siempre le cuesta horrores ser ecuánime, es decir, reconocer alguna mínima virtud en su adversario.

Y aquí les va mi gatillazo de escopeta al cerebro, porque a más de uno le vendría de maravilla airear un poco la cabeza: la palabra cultura, en Argentina, sigue en boca de los de siempre. Y los de siempre, pocamierdas iletrados que lo mismo valen para Industria que para Exteriores o Educación y Cultura, o para secretarios de algún sindicato pedorro, marcan el pulso y el tono del asunto. Y el tono lo registra, con admirable sintonía, toda la murga de oportunistas, y retrasados mentales, y caraduras que viven de chupar la teta y el subsidio de un Estado que hace mucho, es un Estado fallido.

Y el drama es que esto no es una simple gestión política, como dije más arriba, sino más bien una enfermedad social crónica y degenerativa. Y mientras tanto el entorno, y los grandes medios de "Prensa" del país, y la madre que los parió a todos, por no verse descolgados de la moda, por no quedar fuera de lo políticamente correcto en relación con la cultura o con lo que sea, aplauden y mueven el rabo con la fe exaltada de un creyente fanático.

El resultado está a la vista: una multitud de analfabetos que nunca ojearon ningún cuento de Borges, y que consideran el diseño como única expresión cultural, sinvergüenzas y tontosdelculo aplaudiendo como bufones un discurso plano y vacío, facilón y asumible sin esfuerzo. El relato oficial cotidiano transformado en diálogos tan elementales como el mecanismo de un sonajero, pero revestidos de grave trascendencia. Toda esa moralina idiota y superficialidad inaudita, más falsa que una moneda de plomo, adormecida y regada por la basura de la puta tele y el show vulgar y bronco del Marcelo Tinelli.

Pero oigan, que no todo está perdido. Aunque la cosa no de más de jodida, siguen existiendo mecanismos para pelear contra la estupidez y la barbarie, pequeñas herramientas que nos permiten sobrevivir en medio del caos general que nos rodea, analgésicos que nos ayudan a amortiguar el dolor que produce habitar en un entorno tan hostil. Me refiero a los libros, a algunos libros clave donde cada uno, solito, desde la relativa tranquilidad que garantiza un entorno privado puede, con algo de tiempo y esfuerzo, dar batalla a la demagogia que copa las calles. Y a aquel que le resulte imposible acceder a los libros de papel, tiene siempre el último recurso de conectarse a internet y leer online, igual que están haciendo ahora mismo con este chisme que les estoy contando. O sea, a ver si nos entendemos, que hoy en día es analfabeto el que quiere. Y no se ponen más excusas, compadre.

Fíjense bien. No hay mejor vacuna contra la estupidez que el conocimiento. Y de eso se trata la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirles que lean, que miren y, si se puede, que viajen lo más largo y lo más lejos que alcancen.

Busquen, revisen, sean curiosos. Para conocerse, para comprender, lean al menos lo básico, Estudien la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Estudien latín si pueden (en internet hay muchos cursos gratis y abiertos para todos), y dedíquenle al asunto aunque sea unas semanas o meses, para tener la base, la madre y el universo de la lengua castellana que hablan, ese eficaz y bellísimo instrumento que en todo el mundo conocen como español. Lean como mínimo a Quevedo y a Cervantes, y descubran como se vivía en la vieja tierra de donde llegaron nuestros abuelos.

Aprendan las diferencias entre las diversas regiones de España, para no quedar luego como idiotas señalando a todos los españoles bajo el mote de "gallego". Para aprender eso lean cualquier novela de Pérez Galdóz, que era canario, o un libro de Pío Baroja, que era vasco, o descubran a Moratín, que era madrileño.

Rastreen sus textos y encontrarán etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas. Con algunos de ellos aprenderán también fácilmente Historia, y eso les llevará a Heródoto, a Tácito y a tantos otros griegos y latinos. Pónganlos a todos ellos en buena compañía en una pequeña biblioteca personal o en un archivo de sus ordenadores junto a Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Joseph Conrad, Jack London y Borges, entre otros. No olviden el nuevo testamento y recuerden que, antes de los romanos, el principio de todo fue la Biblia (pero léanla con calma, como una simple y hermosa novela donde se narra el mundo y sin ese fervor dogmático de religioso bruto y anacrónico), y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a la obras de Platón y Aristóteles.

En síntesis, les recomiendo que viajen con la cabeza cuando lean, y si pueden hacerlo de verdad háganlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Así verán qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cura de campanario sobreviven a un paseo tranquilo por la Torre Eiffel, a una mañana soleada en la cumbre del Machu Picchu, a un festín de tortillas calientes con arrachera y queso de Oaxaca fresco en el mercado Juárez de Guadalajara, a una caminata por el casco viejo de Mallorca, a una navegación por el río Mekong a bordo de una larga canoa de madera entre Laos y Tailandia, al emocionante sonido de una llamada a la oración por los altavoces de todas las mezquitas mientras cae la tarde sobre el Mediterráneo azul y la Kasbah de Tánger, o a un buen trago de vino rojo, mientras hueles el aire cargado de sal en el puerto de Marsella. Si hacen eso (o al menos sueñan con hacerlo), conocerán la única patria que de verdad vale la pena.

Pues nada. Que quise contarles lo que entiendo por Cultura y ahí les dejo humeando el escopetazo.