Ocurrió en Suiza

Carlos Riedel6 enero, 2017

Aquella tarde, cuando bajaba de la montaña, pude contemplar nuevamente la extraña belleza que me había atrapado desde el primer momento en que la vi.

Suiza

Aquel atardecer pudo haber sido el mismo en cualquier otro lugar del planeta, pero el contexto íntimo y personal de cada ser humano es lo que nos hace verlos distintos a cada uno de ellos.

Después de escalar hasta la cima, yo estaba parado en medio de aquellos picos que parecían infinitos, y entonces surgió frente a mi un paisaje vigoroso, violento y salvaje, cargado de piedras y de nieves intrincadas, y de vientos fríos que castigaban las alturas retozando limpiamente a través de un cielo azul ceniza. Era el invierno.

Desde arriba, las distancias que veía en ese abismo parecían imposibles de ser cubiertas por el paso de un hombre, porque los caminos retorcidos y los pequeños valles verdes se encontraban siempre interrumpidos por imponentes paredes de granito gris, que se elevaban sobre el campo a intervalos irregulares, y reposaban allá abajo con el aspecto de jorobados y eternos monjes penitentes.

Entonces, a través de la apertura de una nube, pude ver la vieja patria helvética que se dibujaba mas abajo.

Era un país de casitas rurales hechas de madera, con ventanas pintadas de colores, casas escondidas en el fondo de jardines, con amplios establos y graneros donde reposaban las cosechas, la leña y el ganado.

Pero arriba, en la montaña, el viento azotaba duramente las rústicas mejillas de los hombres, y un frío descarnado golpeaba las cabañas de aquellos granjeros endurecidos.

La bandera roja y blanca de ese antiguo país se desplegó frente a mí, bailando en la brisa con elegancia, prendida a un mástil metálico.

Entonces contemplé aquellos picos devastados por el viento, y un viejo sentimiento de soledad militar me invadió nuevamente, por un momento pasajero.

Era una visión como después de una batalla, ese instante cuando incluso el paisaje cae herido tras el paso de las tropas.

Allá arriba, en el nuberío, descubrí regimientos y soldados, capillas de piedra, jardines de flores increíbles, animales de cuernos enormes, caballos al galope, aves de muchas alas, lagos que estallaban, espumas que volaban y mujeres que ondulaban y en el viento se ofrecían y en el viento se iban.

Y así fui aquella tarde un cazador de nubes, un simple perseguidor de esa belleza fugitiva.