Cuadernos Balcánicos

Carlos Riedel8 febrero, 2020

Desde Bari, Italia, exclusivo de Enlace Crítico.... Estos son apuntes de una travesía por la ex –Yugoslavia, región donde hace pocos años nacieron jóvenes países. Geográficamente ubicada entre Hungría y Grecia, ha sido una de las antiguas Repúblicas Socialistas que formaron parte del desaparecido bloque soviético. Un relato que estimulará el interés de cualquier viajero inquieto. Crónica descriptiva iniciada en un puerto italiano, sin lujos ni excentricidades de turista.

Seba Bari

Reflexivo, personal y crudo, este diario es en realidad una historia mínima, viajando a través de un país que ya no existe.

AGOSTO 16. PUERTO DE BARI, ITALIA…

Bari

Llegamos desde Roma esta tarde, en un verdoso tren vespertino, atravesando en algo más de cuatro horas el país entero, de occidente a oriente, sobre una vía que transcurre paralela a la humedad del Mediterráneo.

Viajamos hacia la península de tierra que forma el tacón de la bota en el mapa de Italia, y el destino final ha sido este pequeño pueblito costero sobre el mar Adriático llamado Bari, que resulta lo bastante desconocido e interesante para el foráneo, y que invita al cronista a realizar una descripción más profunda del lugar.

Expresado lo arriba escrito, solo queda narrar entonces los sucesos estrictos de los acontecimientos vividos.
A simple vista Bari es, en efecto, una ciudad como cualquier otra, una simple prefectura italiana de la costa adriática y nada más.

Saliendo de la estación del tren ingresamos en una ciudad de aspecto más bien provincial, con andadores peatonales donde los viejos charlan tranquilamente, o se reúnen en torno a las iglesias para jugar cartas o dominó, o bien para pasar el tiempo.

Luego de un corto caminar ganamos las calles, y las obsoletas columnas de alumbrado sembradas a longitud exacta, y las piedras o adoquines negros y lustrados por el tiempo, que marcan la dirección de un mercado que huele a fruta fresca y vísceras descompuestas de pescado. Continuamos andando entre edificios antiguos y casas bajas de apariencia pobre, despintadas en sus fachadas, carcomidas tal vez por la sal o el mucho tiempo.

Bari

La ciudad en sí misma, hay que confesarlo, es vieja pero atractiva. Alejada del glamour y de la pedantería de los almidonados del norte (en referencia a Torino o Milán), su aspecto general es más bien proletario, refugio de cazadores de fortuna y de familias de las clases obreras.

Calles que transcurren al ritmo de las pieles eternamente bronceadas y curtidas de sus habitantes (de un aspecto moreno, que bien podría ser siciliano), y de oscuros buscavidas emigrados del sur, tal vez desde Argelia o Marruecos, que le dan al sitio una sensación de tranquilidad ciertamente inquietante.

Bari tiene un aire finamente frágil e impregnado de sal, en apariencia siempre a punto de romperse, y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades comerciales de cualquier latitud.

Bari

Una ciudad donde la gente habla fuerte, se percibe arrogante y aparentemente siempre está en discordia o de mal humor. Bari ostenta el típico encanto de los pueblos del sur de Italia, al menos en su parte antigua, la más cercana al puerto, a los pescadores, a las vecinas gordas que cocinan con pomodoro y oliva, y a los gatos callejeros que se quejan en las noches calurosas.

El ambiente latino o vagamente argentinizado que exuda el sitio, me recuerda a los barrios de trabajadores en las riberas bonaerenses del lejano Paraná.

Un fuerte pasado romano y bizantino se deja ver en una media luz tenue, tímidamente filtrada, que se cuela a través de los densos esqueletos de construcciones añejas, preñadas de historia y huérfanas de soledad. Por las estrechas callejuelas vamos esquivando el sol punzante (recostado ahora sobre un cielo desnudo de nubes, que se siente cayendo a plomo desde la mañana), entre el dulce vaivén de la ropa tendida cubriendo las fachadas que nos envuelve al pasar, en aromas de suavizante. Y en las cuatro lenguas de piedra que forman cada esquina, las mujeres se mantienen chusmeando, de pie ante las puertas de las casas, apoyadas tal vez en una escoba, los críos juegan a la pelota en las pequeñas plazas, y desde los balcones protegidos por telas de colores abombándose al viento, se dibujaban, más abajo, las otras calles empedradas y la imagen de “San Nicola”, el patrono de la ciudad.

Bari

Además de pequeña, la ciudad es también abigarrada, mejor dicho muy apretada. Si uno se para en medio de estas calles con los brazos abiertos, podría darle la mano a la señora que amasa pastas en la casa de la izquierda, y con la otra tomar el vaso de “limonata” que nos ofrecen de la mesa de la casa de enfrente.

La gente camina en fila india, naturalmente acostumbrada al paso de los vehículos, que bloquean las pequeñas vías destinadas en un principio al paso de mulas y burros.

Las quejumbrosas motos “Vespa” forman el enjambre característico de un sabroso embotellamiento vehicular (insignificante por cierto), mientras transitan, con atenuado desdén, sobre las tapas de hierro que cubren las cloacas donde antiguas marcas romanas se dejan ver, indicando el violento pasado acontecido.

En la hora del hambre y la sed, tomamos un aperitivo en el mostrador del “Niccolino” (bar esquinado bajo una vieja pensión), perseguidos por ojos meticulosos de parroquianos trigueños, mal afeitados, que con escuetos movimientos de cabeza nos dan a conocer su silenciosa bienvenida. Solo se habla italiano, o algún extraño dialecto de la Puglia.

Comemos aquí, al aire libre, acodados en una mesita de estabilidad dudosa, cerca de la ventana que da a la calle, y rodeados por las camisetas agujereadas de los pescadores, que parecen haber sido paridos todos así: robustos, tostados, gritones y sin pasado.

La charla se inicia con uno de ellos para preguntar la dirección del puerto. Es un hombre corpulento, más bien bajo, con matas blancas entre el negro pelo, una voz grave y la cara grande, inmóvil. Tatuado en el antebrazo derecho me observa imperturbable, con los ojos pardos que miran fríos y levemente cerrados, sobre el corto y carnoso arco de una nariz ganchuda.

La boca terca y la mirada recia, traslucen su áspera personalidad sin elocuencia, rústica y tal vez lacónica, e imagino por un instante estar frente a un sargento, un tipo con matices similares a aquellos que están a cargo de las maniobras militares. Sin dudas pertenece a aquella raza de individuos que poseen aptitudes naturales para el mando.

Llegando al puerto, más allá del “lungomare” o malecón, observamos entre las dársenas el agua, que a esta hora es de un profundo gris transparente. Vamos rumbo a la rampa de los barcos, donde los operarios y las grúas de hierro unen fuerzas para ganarse el jornal. Y se escucha de a ratos un continuo toser, y se siente el olor acre de los cuerpos de los borrachos, un hedor viejo, rancio y triste, a grapa y a orines. Aquí es igual a lo que escribía el piloto naval de aquella novela de Conrad que leí hace un tiempo:

“Las velas curtidas de los pequeños navíos anclados suben con la marea, y parecen racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecen mástiles barnizados”.

Bari

En este puerto se hablan dialectos intrincados y misteriosos, casi incomprensibles, derivados de una vieja jerga comercial utilizada ahora por ariscos tripulantes, herederos de esa tradición. Curtidos marineros de maxilares cuadrados, provistos de poderosos trapecios forjados en el milenario oficio de estibar, y dueños (al igual que el hombre del bar), de antebrazos marcados por tatuajes azules, irrigados por venas en apariencia a punto de estallar.

Esa lengua recóndita, por ellos practicada, es producto tal vez de alguna antigua influencia griega, pienso, o proveniente de la costa del frente, de algún reducto eslavo de la ex Yugoslavia, donde hasta hace poco tiempo se mataban entre hermanos por la simple intolerancia de no soportar que el vecino haya nacido bosnio, o que la mujer de la casa de al lado llevase la cabeza cubierta por ser musulmana.

Allá, en la costa del frente, cruzando las aguas de este apacible y azul Adriático, se encuentra el adolescente pasado de una brutalidad reciente, de esa hoja de la historia que el mundo ha dado la vuelta, y que ha querido olvidar porque ya no interesa, porque ya no forma parte de las inquietudes de la Europa rica, o porque simplemente, su popularidad forjada a sangre y fuego en la década de 1990 ya no vende.

En la última hora de este rojizo crepúsculo que cae hacia occidente, el agua mece las barcas con vaivenes maternales y el cielo, monótono y chato, se une a lo lejos con el mar en un horizonte plano, sin ninguna interferencia. Me he quedado parado en medio de los muelles de hormigón, huyendo del molesto barullo de los grupos de ocasionales visitantes, mientras observo (las manos inquietas al abrigo de los bolsillos), las maniobras y faenas de los marineros a bordo de los transportes navales anclados en la bahía.

Bari

Recuerdo ahora aquellos tiempos vividos sirviendo en la Marina, cuando participaba junto a los camaradas en maniobras de amarre o amadrinamiento, y pienso en que mañana cruzaré en alguno de estos barcos las aguas, y en cómo serán luego los esqueletos de aquellos recientes escenarios de la guerra.

Pienso en esas ciudades desconocidas de nombres difíciles, que por ahora siguen siendo solo puntos y trazos en mi mapa.

Pienso en las mudas luchas y en la pequeña desgracia diaria de la gente anónima y sin nombre, en este largo viaje iniciado hace tiempo, y pienso también en la incertidumbre cotidiana de lo que significa vivir la vida, y en que todavía no he visto tanto para contar, para contarlo todo como si se me fuera la vida en ello.