El show del minuto que cambió la radio

Carlos Riedel27 agosto, 2020

Por Armando Borgeaud... En el cumpleaños número cien de la radiofonía argentina, nunca tan oportuno un homenaje a este peruano que revolucionó la radiofonía argentina desde los años 50 y que, como diría Borges, tantos lo imitaron hasta la forma de escupir. Una manera de decir, un talento, un buen gusto que hoy parecen imposibles...

-"¿Hasta cuándo vamos a seguir esquilmando la atención que nos dispensan quienes oyen radio, quienes miran televisión?"

Hugo Guerrero Marthinetz

Dotado de una voz portentosa, a la vez dulce y firme, suave y hosca, triste hasta las lágrimas para contar penas, animada y risueñamente sensual para expresar esos brotes de entusiasmo contagioso que podían extenderse durante horas.

Dueño de una risa ahogada y cavernosa de la que se jactaba orgullosamente y que sus oyentes esperaban aparecer para contagiarse de ganas como quien se zambulle al agua un día de calor.

Egocéntrico y sincero hasta el insulto, aunque muchas veces culposo hasta el cansancio, fruto de una honestidad transparente con la que tanto sabía herir como curar como profeta charlatán.

Loco confeso, payaso con alma chiquilina. Culto y refinado maestro de los silencios que, ya se sabe, enamoran más que las palabras cuando están de más. Brutalmente honesto hasta la crueldad injustificada de la que no sabía regresar. Uno de esos tipos feos que de tan sensuales enamoran a todas las mujeres que se les cruzan con naturalidad de magos.

Locutor único, original, que llegó a la Argentina en los 50 y revolucionó la radio aunque para eso haya tenido que pagar el inevitable precio de la envidia, la calumnia, la persecución, el menosprecio de los mediocres, como creo que decía Shakespeare.

Inventó una manera de hacer radio cálida y directa en la que tuteaba al oyente sin que se diera cuenta. Elegante como únicamente pueden ser aquellos que saben lucir como reyes la ropa más común y menos costosa. Fue el que por primera vez invitó a los oyentes a llamar por teléfono a la radio, emitiendo al aire sus comentarios con los que sabía coincidir hasta la exageración o rechazar fervientemente.

El Negro peruano Hugo Guerrero Marthineitz nos hizo descubrir en El Show del minuto y Reencuentros, en sus diferentes modelos a través de los años pero siempre muy parecidos esencialmente, a Joan Manuel Serrat, José Larralde, Nicomedes Santa Cruz, Carlos Barocela, El Romance de la muerte del general Lavalle. Qué leyó completa Radiografía de la Pampa de Ezequiel Martinez Estrada, Historia de una pasión argentina de Eduardo Mallea, innumerables cuentos de Ray Bradbury, que entrevistó largas horas, sin la interrupción de tandas comerciales, a Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, solamente por mencionar unos pocos hallazgos de una lista interminable de éxitos espectaculares por un nivel de calidad insólito en el medio local hasta ese momento.

El Negro fue el creador de A Solas, un ciclo de entrevistas televisivas en las que el decorado consistía en una mesa redonda, dos sillas y un austero fondo negro.

El programa se mantuvo varios años al aire y se emitía diariamente a la noche muy tarde. En ese recordado espacio, su rica personalidad y su sólida formación intelectual, de la que nunca hizo gala, lograba magnetizar aún más que en sus programas radiales a sus miles de fieles seguidores. Y como si fuera poco, escribió, con cuidada prosa poética, dos libros entrañables: Pasto se sueños y Del hastío, los gatos y los días, en los que volcó sus sueños sin red en formato de reflexiones, poemas, obritas de teatro al paso, testimonios de sus oyentes, voces amigas que lo quisieron en serio y como a él le gustaba. Un hombre que hablaba por radio como quien canta mientras camina distraído.

Padre nuestro
Sorpresivamente en un asado, alguien dice a nadie en particular haberse encontrado con Gabriela, la hija de Hugo Guerrero Marthineitz en cierta jornada de capacitación.

Cuenta, con escepticismo cansado, que aquella mujer no quiso ni oír hablar sobre su padre, apenas la conversación se introdujo, nostálgica, en los inolvidables programas de radio y televisión que El Negro, así lo llamábamos quienes lo admiramos sin límites, durante largos períodos desde la década del 60 y hasta su muerte, el 21 de agosto de 2010, luego de un largo proceso de deterioro de su salud física y mental atravesado en soledad.

Mientras el interés del resto de la mesa se encendía a medida que se revelaban los escabrosos motivos que se suponían justificaban aquel odio filial, un impulso de vengativa reivindicación fue creciendo en mi alma hacia aquel hombre que durante largos pasajes de mi infancia, adolescencia y bastante más acá, sentí próximo como a un padre sustituto, un viejo cómplice de la angustia ajena desde sus confesiones sin pudor en tardes interminable de radio y estudio en la mesa de la cocina.

Mucho más tratándose de Argentina. Mucho más aún, si esos tiempos desvalidos en el que uno está solo como un perro y una voz en la radio ha venido a espantar la idea del suicidio, transcurrieron durante los crueles años setenta, justo en el 76 cumplí los veinte años. Por eso es que sentí ganas de decirle a esa Gabriela resentida, probablemente con razón, que, como quien pide a sus hermanos quedarse con el reloj pulsera del padre recién muerto, yo, un anónimo zarateño perdido entre sus miles oyentes huérfanos, sería capaz de recoger ese pedacito de paternidad que ella desdeña a manera de préstamo hasta el día en que me pida, con todo derecho, la devolución.

En nombre de la honestidad genial de ese Negro parlanchín, loco y tierno, mágico y poeta, artista sin igual al fin, del mejor medio de comunicación de todos los tiempos, ese mágico invento, aunque sería más lindo creer que se trató de un descubrimiento, para difundir la voz humana con su sensual arco iris de matices: la radiofonía.

La radio, como la llamamos con confianza de amigos. En nombre de todos esos momentos que únicamente han quedado registrados en la memoria sonora, esa que primera desaparece, según se dice, pero que saben volver, inexplicablemente nítidos, cuando parece que no queda nadie en el mundo que entienda lo que nos pasa.

Un plato bajo la puerta

Para ganarme la vida, el sustento mejor dicho, he pasado gran parte del tiempo de mi juventud estudiando cosas que, a pesar de títulos y especializaciones, nunca logré conocer, aunque sea mínimamente, con esa seguridad que viene desde adentro.

Esa razón por la que nos levantamos cada mañana y que nos sopla en la oreja para qué somos útiles y de paso para quien, para quienes, esos que necesitamos nos acepten, nos admiren y, al fin, nos quieran. Sería inútil negar, de todos modos, que hace mucho he comprendido que las cosas más serias de la vida, las más valiosas y por eso mismo, inolvidables, son consecuencia de cuánto nos animamos a jugar como cuando éramos chicos.

Desde cómo atravesamos la catástrofe de amar, como decía Andrei Tarkovsky, hasta el muchas veces penoso recorrido hasta poder construir la vocación, lo único que es capaz de transformarnos sin vueltas, requieren la profunda inocencia del juego porque sí.

Si quedará nuestra línea marcada en el aire cuando los dedos dejen de dibujarla, siempre y cuando ese descubrimiento de saber lo que nos desvela no llegue demasiado tarde, será porque hemos aprendido a jugar con la ciega concentración de los niños, los únicos que saben hacer desaparecer el universo haciendo como qué a la sombra de un árbol en cualquier tarde del mundo.

En mi caso, hacer radio, el oficio que me apasiona más que nada y que ejercito con la naturalidad con que respiro. Ese excluyente deseo con forma de ejercicio egoísta que, como decía Kafka al referirse a su pasión por escribir, yo abandonaría si me fuera posible únicamente para comer del plato que me pasen bajo la puerta, nadie me lo enseñó cara a cara, en un aula, siguiendo el proceso típico entre maestro y alumno, leyendo libros o apuntes.

Aprendí a hablar por radio, a improvisar reflexiones en micrófonos apoyados o colgados sobre mesas redondas, mirando, sin ver del todo a menudo, a operadores a veces indiferentes y otros con escucha atenta. Asomado a universos que mi cuerpo jamás conocerá, disfrutando la música, las músicas, como miradores de recuerdos verdaderos o falsos, igual que un pintor enajenado frente a la tela es capaz de plasmar un deseo perseguido desde siempre.

En ese trance, un tipo como yo, con aire de perdedor, se sentiría capaz de seducir a Mis Universo si le dieran cinco minutos para convencerla de cualquier cosa mientras esté encendida la luz roja del cartelito “En el aire “.

A decir verdad, tuve un maestro que jamás lo supo: el Negro Hugo Guerrero Marthineitz, a quien escuché en la cocina, primero en una radio de madera a válvulas, incontables tardes de infancia mientras mi vieja planchaba pantalones o cocía vestidos de mi hermana apretando alfileres entre los labios. Yo hacía los deberes ensoñado en el perfumé a café molido con que cubría los mapas en el cuaderno único, sobre la Plasticola desparramada con los dedos en la hoja canson. Hasta que el ronroneo de la heladera Siam enmudecía de repente para resaltar aquella voz de a ratos zumbona y sensual, a veces compañera, irónica, paternal, soberbia y a la vez humildemente triste por los recuerdos de su lejana niñez en Lima. Tarareando las cortinas musicales desfachatadamente afinado junto a él, íbamos atravesando la tarde hasta la nochecita invernal que caía de golpe al llegar papá del negocio y avanzaba el olor de la cena desde las hornallas.

Más adelante fue en soledad estudiando despeinadamente en los días del secundario y en la universidad, donde me empecé a atrever a discutir en voz alta sus opiniones que por momentos me resultaban autoritarias y conservadoras, especialmente cuando criticaba a los argentinos. Nuestra tendencia al abandono y la falta de perseverancia en el estudio, la tenacidad y la falta de reconocimiento a tantos talentos olvidados en las artes, las ciencias, la educación, la cultura que él tanto admiraba como uno de los valores más destacados de nuestras clases medias, hijas lejanas de la pasión sarmientina por el conocimiento.

El Negro, que amó a esta tierra como muy pocos, que la adoptó como suya, en la que nacieron sus tres hijos. De la que jamás renegó como los nacidos aquí solemos hacer con tanto descuido y facilidad. Con tanta suicida ferocidad.

POR FAVOR, NO APAGUEN LA RADIO QUE TODAVÍA HAY MÁS

En agosto del 2010, el suplemento RADAR de Pagina 12 rendía un homenaje a HGM, a través de locutores y periodistas de radio que amaron al gran Negro Guerrero. Estos son algunos de esos testimonios
Ser o ISER

Por Eduardo Aliverti

Fue el último gran revolucionario de la radiofonía argentina. Aún hoy, vos no encontrás quien deje el micrófono abierto mientras juega a la pelota con el hijo en el estudio. No sólo dejaba el teléfono abierto a los oyentes: les daba el número de su casa, para que lo llamaran. Pero hay otras cosas que son inmanentes desde la sensualidad radiofónica: el manejo de los silencios que él hacía no volví a verlo.

No me animaría a decir que era un comunicador con penetración en los sectores populares, pero sí era un tipo muy conocido y era mucha la gente que por las tardes dejaba de hacer sus cosas para escucharlo.

Tenía una voz muy bien trabajada, con una excelente dicción: se le entendían todas las oraciones, era imposible encontrarle un furcio.

Trabajaba tan bien las pausas que eso elevó a categoría inimitable la forma de leer cuentos, hasta novelas. Podía anunciarte que quería tomar un café y dejarte con Herencia pa’ un hijo gaucho, de Larralde, 25 minutos. Pisar los temas musicales, en lugar de presentarlos antes o después, fue una invención suya. Era un monstruo.

Se llegó a decir de él hasta que era comunista: una tontería. Creo que era un reaccionario considerable. Y que tenía mucho resentimiento hacia su tierra natal. Algunos llegaban a clasificarlo como desclasado. Manifestaba desprecio hacia lo que consideraba “atraso cultural” de América latina, y se declaraba admirador de la democracia liberal norteamericana. Más allá de que usaba eso para jugar, para provocar, era tan filoso y agresivo que le valió la enemistad de buena parte del medio radiofónico. Eso y que un día te trataba bien y al otro no te dirigía la palabra. En todo caso, jamás podías permanecer indiferente.

Era más que un adelantado: hizo cosas que no se volvieron a hacer. Y era, por supuesto, un enorme solitario. Y muy criticado. Incluso esta semana, al cabo de su muerte, me encontré con colegas que insisten con que bueno, al fin y al cabo, fue un tipo que les sacó laburo a los argentinos. Por esto de que hacía solo sus programas. El Negro estuvo años sin carnet: el ISER no se lo daba porque era extranjero y, sobre todo, porque su tono no correspondía con el de la locución rioplatense. Ahí se entiende el grado de discordia y envidia que provocaba su figura.

Aleluya, aleluya

Por Carlos Ulanovsky

La radio empieza a cambiar con él. Cuando llegó, en el ’56, no se podía improvisar. Literalmente, lo que salía al aire venía de la oficina de continuidades, donde guionaban hasta los buenos días. Fue de los primeros en salirse de libreto, y a partir de ahí fue pionero en un montón de cosas.

Protagonizó lo que se llamó el escándalo de las payolas, cuando denunció que las discográficas arreglaban con las radios para que pasen sus temas: debe haber sido difícil en ese momento. El se hizo su propio catálogo, ponía lo que quería. Y eso provocaba envidia en los colegas, al punto que tuvo conflictos muy serios con la Sociedad Argentina de Locutores.

En El club de los discómanos pasaba a Piazzolla y eso generaba odio en los tangueros. Fue un pionero en entregar programas grabados o en abrirse a los llamados de los oyentes.

Se permitió todo en radio, y con tanto talento a la tarde como a la noche. Entrevistas larguísimas, si quería, sin darle bola a la tanda; de repente tenía ganas de charlar horas y no pasaba un disco; luego quería pasar sólo música; o leía libros completos. Innovó muchísimo en cómo presentaba las tandas, superponía voces.

En mi libro Días de radio, el gran operador Carlos Santos cuenta que en 1982 entregaba sus programas grabados. Pero en plena guerra suspendían para pasar los comunicados; tras anunciar que habían hundido el Belgrano retomaron la cinta, con tan mala leche que en ese momento él decía “Aleluya, aleluya, esto es la felicidad”. Al día siguiente lo vinieron a buscar y ahí vieron la grabación. Además él no estaba, porque había muerto su madre.

Era un tipo que despertaba odios y amores. En los últimos años estaba alterado, había tomado posiciones que no eran para nada progresistas, uno puede decir que envejeció mal. Algo que, bueno, a todos nos puede pasar. Fue un gran profesional, un maestro. Y la verdad es que le tenía mucho afecto y admiración.

El hombre ilustrado

Por Alejandro Apo

Instaló un modo de hacer radio unipersonal, de clima, y es mi mayor influencia. El show del minuto era mucho más que una compañía: yo me sentaba a escucharlo, no quería que nadie me interfiriera. Recuerdo muchas de sus frases: “Hasta mañana si Dios y los ómnibus lo permiten”.

Manejaba como nadie esa conjunción de palabras, música y silencios: hay un antes y un después de él en la radio. A diferencia de Carrizo o Larrea, que se inclinan más por el énfasis y la afirmación, él iba por el lado de la pausa dramática. Nunca voy a olvidarme de cuando le oí leer, mientras estaba haciendo la colimba, “La mujer ilustrada”, un cuento de Bradbury.

Era impresionante: les ganaba en audiencia a las telenovelas de la tarde. Cuando Vicente Muleiro me convocó a Radio Nacional para hacer mi programa a la tarde yo tenía dudas; “Hacete tu show del minuto”, me dijo. Y ahí me sentí Gardel. Aunque soy consciente de que, leyendo, no le llego a los talones. Porque para mí el Negro en la radio es como el Diego en el fútbol: el más grande de todos.

Otro mas que clavo la sintonía

Por Victor Hugo Morales

Era un hombre extraordinario, sumamente inteligente, sin vueltas para decir lo que pensaba. Está en el podio de los cinco o seis grandes de la radiofonía, y lo digo pensando en Mareco, Larrea, Carrizo, Cacho Fontana, Soldán, una especie de sexteto de oro de nombres que ahora se me ocurren.

Quizás haya sido el más revolucionario y personal de todos ellos, en cuanto a un manejo de la radio como un hecho integral en el cual lo grabado convivía con lo que se hacía en vivo: la tarea de operación tenía que ver con otro talento que él desarrollaba al tiempo que hablaba.

Creó un mundo fascinante a través de eso.

Diez días antes de que muriera había sido su cumpleaños y pedí encarecidamente al equipo de producción que los móviles fueran a verlo, pero a veces uno pide y de repente surge una de esas porquerías que tenemos que documentar, parece que no me dieron ni bolilla. O a lo mejor no supieron encontrarlo, porque estaba internado. Cuando supe de su muerte me vi en una playa de Colonia, años ’60, cuando decía aquello de “Otro más que clavó la sintonía”, y me encontré con la pena que se siente ante personas de estos valores, emparentadas además con lindos recuerdos de nuestras mocedades. Y me inspiró un rechazo muy grande la soledad evidente y la pobreza en la que murió, no me parece justo para un hombre que fue un gran trabajador. Pero eso hace a cuestiones impenetrables para mí: por qué le pasó.

Tenía una voz maravillosa y una impostación muy especial. Y tenía un gran respeto por la palabra, por su relación con los silencios, con la buena vocalización. Por los tonos que a través de una risotada o de una risita leve, matizando su discurso, podían significar una parte muy importante de lo que estaba diciendo. Manejaba eso como nadie. Era un verdadero maestro.