El galán de la sombra

Carlos Riedel25 febrero, 2018

Por Demián Konfino (APU)... El cuento gira en torno a Juan Quintana, un genocida devenido en piloto de una aerolínea de bandera tras la dictadura civico-militar del 76.

De pronto, Juan Quintana se había avivado, para sorpresa de todos.

La noche que cayó al baile del primer aniversario de la promo 75 con el fitito naranja con volante de madera fue su presentación. La Gladys subió con él y observó que del espejito colgaba un avioncito, amarrado a una cintita roja. Contra la envidia, le dijo. Cuando se bajó en la esquina de su casa, la Gladys leyó en el vidrio trasero dos calcomanías: Lufthansa y Aerolíneas Argentinas. Imposible. El tipo se la había creído.

Ninguno de sus compañeros de la secundaria lo podía creer. El mudito de la clase, el gil, se había movido al minón de la Gladys y empezaba su adultez convenciéndose de un guión que no le calzaba. Ser piloto.

Sin muchas luces ni opciones, la Escuela de Aviación Militar de la Fuerza Aérea en El Palomar le quedaba a dos cuadras de su casa y era gratuita. No lo pensó demasiado. Se hizo milico. Bueno, de la aviación, pero milico al fin.

Para colmo, al poco tiempo de su ingreso se produjo el golpe del 76. A Quintana, que no sabía nada de política, le explicaron en la Fuerza que los comunistas eran el enemigo y que comunistas eran todos los que se disfrazaban de “ayudadores desinteresados de terceros”. Él lo asoció al gordo Germán, su compañero de banco, a quién lo sabía un pibe bárbaro, pero ahora parecía que era pesado –asoció– porque varias veces le había contado de las marchas y de las copas de leche en Villa Corina.

En la academia se lo habían dictado clarito: parecen buenos vecinos, mejores amigos, pero quieren tu casa, tu auto, tu mujer y hasta tus hijos si te descuidás.

Con Gladys salió un par de veces más hasta que se cansó y se dio el lujo dejarla.

Mostrando la chapa, empezó a entrar en todos lados. Le invitaron tragos que repartió con generosidad a –su tardíamente descubierta debilidad– las mujeres de la noche porteña.

Si alguien fruncía el ceño, pelaba el fierro para divertirse viéndolo correr.

Hasta la manija con el goce de su flamante poder, se creyó la guerra a la subversión apátrida y se embarcó.

En su haber –aunque no en su legajo– escribió más de un tormento aplicado entre carcajadas. Una, muy festejada por sus camaradas, fue su creación: a punta de una 9 milímetros, obligaba a los militantes detenidos-desaparecidos a rasurarse la barba. Sin agua, ni jabón. Con su propia orina. Con el meo de Quintana.

Sin remordimientos comenzó a participar, asiduamente, allá por la época del Mundial 78, de lo que más tarde se conocería como “vuelos de la muerte”. Tiraba bolsas negras, supo jactarse, riendo, más de una vez, en rondas de whiskys en encumbrados salones europeos, junto a sus compañeras de Aerolíneas.

Porque Juan Ramón Quintana se recicló, en el 86, como piloto civil de la línea de bandera nacional. Con su impunidad a cuesta, hizo realidad su sueño fabricado: viajar por el mundo como un tipo importante. Recto. Engominado y bien afeitado. Erguido bajo su traje de comandante. Se le abrieron todas las puertas.

No lo paró nadie.

Tuvo algunos hijos, que tampoco figuraron en el legajo.

Se casó con María Eugenia, una modelo rosarina, 15 años menor, que conoció en Barajas. Preciosa. Algo superficial y materialista, aunque bastante sensible. Le dio dos hijos y una vida oprobiosa, repleta de hipocresías, posturas y violencia de género.

Aunque el estado civil indicara "casado y dos hijos", dejó un tendal sin reconocer, en varios puertos del mundo, ante la pasividad de su mujer. O ante su impotencia.

Después de todo, ella conoció de cerca su impune anecdotario, una vez que quedó embarazada por vez primera. Calló la faena de su marido y no le dio el cuero para plantear un digno y tempestivo divorcio, pereciendo en el infortunado rol que creía asignado por la sociedad: criar a sus hijos, jugar al golf en el country, regalarse unas tardes de shopping.

Por dispendioso, petulante o altanero, Quintana se adivinó enorme, en esas ruedas de whisky por el mundo. Lo fue mucho tiempo. Demasiado. Hasta que conoció a Florencia.

Quintana, un artista en el rubro caballerosidad, la hechizó. Florencia, soltera en la ciudad, solía dejarse seducir por tipos maduros. Se metía con hombres grandes que siempre la terminaban decepcionando.

Volaron juntos un par de veces y Florencia cayó. Como todas. Finísima azafata, muy joven y con poca experiencia de vuelo, el comandante le marcó el camino. Tras un par de histeriqueos, Florencia decidió golpear a su puerta en el Hotel Plaza. Tuvieron una cena de fantasía frente al Central Park. Y, luego, muy buen sexo. Durmieron abrazados. A la mañana repitieron.

Florencia se entusiasmó y empezó a soñar. Sin embargo en la siguiente noche, en el John F. Kennedy de Nueva York, antes de abordar el vuelo de regreso, escuchó el horror.

En el VIP del aeropuerto, buscando enrostrarle poder, como otro elemento de atracción, Juan le confió su historia de vida, en tono intimista.

Florencia enrojeció. Una fuerza a punto de estallar en fricción recorrió su cuerpo. Se puso a temblar, súbitamente. Quiso arrojarse a su cuello y pegarle patadas hasta desfigurarlo. Apenas pudo disimular la mueca de sus labios, apretando su filosa dentadura.

Una cinta de luz se coló entre los nervios y le indicó placidez. Sabiduría.

Atendió un ficto mensaje de texto a su celular. Activó la grabadora y apoyó el aparato boca abajo, sobre la mesa.

Llegaron a Buenos Aires en la mañana de un martes frío. Se despidieron en Ezeiza y Florencia se fue para Comodoro Py. Sin escalas.

Subió las escaleras. Se detuvo y miró al cielo, como un reflejo. Un susurro se le escapó: para vos, viejo. Entró al despacho que le indicaron y accionó el audio ante el joven Secretario Letrado.

En respuesta a un oficio judicial, dos semanas después, Aerolíneas remitió al Juzgado Federal el legajo del experimentado piloto. La cartulina rosada doblada al medio para hacer la carpeta de legajo administrativo contenía su nombre y un número. En su interior una sola hoja rezaba: Juan Ramón Quintana, Piloto. Eso era todo.

Demasiado escueto su legajo. Extrañamente lacónico para ser comandante de Aerolíneas Argentinas durante 30 años.

El legajo rosado de Juan Ramón Quintana omitió esta vida. La Justicia, finalmente, no.

La Fuerza Aérea informó el extravío de la foja de servicio, pero ratificó que perteneció a la Fuerza entre el 75 y el 86.

El valioso testimonio de los sobrevivientes demostró que Quintana fue alias “Rober”, el torturador del Palomar.

Hoy, Juan Ramón “Rober” Quintana galantea la sombra en el pabellón de genocidas de Marcos Paz mientras el papá de Florencia permanece desaparecido.