El día que mataron a Raúl

Carlos Riedel28 septiembre, 2019

Del Libro "Rebeldes y ejecutores". 1995. de Daniel Enz...

Raúl Ramat

Fueron numerosos las personas y los militantes de Entre Ríos que resultaron secuestrados o asesinados en otros lugares del país, a poco de producirse el golpe de Estado del 1976.

Uno de los casos más dolorosos -por la forma en que violentaron su domicilio, por la escasa relación que tenía con organizaciones y por la manera perversa en que lo dejaron morir- fue el del ingeniero Raúl Ramat, oriundo de Paraná, acribillado en la puerta de su casa, en Campana, donde estaba trabajando para la empresa Techint. Lo que sigue son dos fragmentos de anticipo de las 253 páginas que se incorporaron a la edición corregida y ampliada del libro Rebeldes y ejecutores (publicado a fines de 1995), donde su autor trata no solamente de actualizar cada una de las partes del texto, sino que también se incorporan varios hechos sucedidos en diferentes lugares de la provincia y el país, que hacen a nuestra dolorosa historia reciente...

Raúl Alberto Ramat tenía 27 años cuando fue asesinado el 11 de junio de 1976 en Campana. Recibido de ingeniero electromecánico en Paraná -de donde era oriundo-, comenzó a trabajar en una consultora, en electrificación rural y a la vez daba clases en la UTN.

Nacido en Nogoyá el 7 de septiembre de 1949, en el ’63 su familia decidió trasladarse a Paraná. Estudio en el colegio La Salle, donde se recibió en 1966, y recibió el diploma de ingeniero mecánico electricista en 1974.

Se casó el 10 de mayo de 1975, con Angela De la Rosa, y a la semana se fue a vivir a Campana, tras un ofrecimiento de la firma Techint. Nunca militó; solamente simpatizaba con la JP, en la que estaba enrolado su hermano Manuel -quien fue detenido en el mes de septiembre del ’76-, pero no más que eso.

Fuerzas conjuntas llegaron esa noche de junio a la casa del ingeniero Ramat, en calle Moreno 217 y comenzaron a golpear en forma violenta la amplia puerta de la casona. Eran las 22.30 aproximadamente.

Ramat avanzó para ver quién golpeaba y pudo observar que detrás de la puerta había personal de civil con armas; más atrás se encontraba personal de Ejército. Apenas empezó a abrir la puerta, que se escucharon numerosos disparos. Su esposa, que estaba embarazada de seis meses, y se encontraba en el living, se asustó con los sonidos y los gritos de su esposo; creyó que había estallado una bomba en la puerta.

Los disparos del Fusil Automático Liviano (FAL), atravesaron la puerta de entrada. Cuando abrió la puerta que daba al zaguán se encontró con su marido en el suelo, caído en un rincón, con su cara en uno de los escalones, moribundo, con una herida a la derecha del tórax, que era del tamaño de su mano. Fue cuando irrumpieron violentamente un grupo de personas de civil, con armas y militares de Ejército, con armas largas.

-¿A qué vinieron? -alcanzó a preguntar, pero nadie le respondió.

La mujer comenzó a pedir asistencia desesperada; solamente uno de los ejecutores dijo “hagan algo”, pero ninguno se apenó de la situación. Otro militar que ingresó raudamente al zaguán se lo sacó de los brazos a Ramat y lo arrastró de los pies, hasta la calle, donde lo dejó tirado. Lo subieron a un jeep militar y su mujer también se sumó. Su marido no dejaba de gritar de dolor; el pulso se le aceleraba y entre sollozos le dio una dirección al conductor del vehículo, para que asistieran a su marido.

-¿Por qué hicieron esto? -preguntó con insistencia.

-Son órdenes, señora. Ordenes -le remarcó el chofer.

El diálogo se cortó abruptamente con el ascenso al vehículo de otro militar; lo primero que hizo fue pegarle un culatazo a un costado del cuerpo a la mujer, sin importarle para nada el embarazo. Incluso, a poco de subir, preguntó: “¿Quién es este tipo?”; quedó claro que fueron a matarlo, pero no sabían de quién se trataba ni por qué había que ejecutarlo.

Pese a la insistencia de Angela, nadie se apiadó de Ramat. Los llevaron a un destacamento policial. Les volvió a gritar que tenía pulso, pero no importó. Lo bajaron como una res, al garage de la repartición.

Su mujer recibió un nuevo empujón cuando intentó acompañar el traslado de su marido, pero no se lo permitieron.

Quedó tirada en el piso y hasta recibió un nuevo culatazo, previo a ingresarla a un saloncito de recepción que había.

Cuando la derivaron a una habitación contigua, uno de los policías le dijo: “Mandaron al hospital a su esposo. ¿No escuchó las sirenas de la ambulancia cuando se fueron?”, le acotó con una marcada perversidad. Obviamente, Ramat nunca fue derivado a ningún hospital.

A la madrugada, uno de los comisarios del lugar le reconoció que el ingeniero había muerto y le preguntó todos los datos. Quedó demorada hasta el 16 de junio, a las 19.

Nunca pudo ir al entierro de su esposo. Le devolvieron la alianza de casamiento que tenía Ramat y uno de los más altos oficiales la miró a los ojos y le advirtió: “Olvídese de lo ocurrido; de lo que vio y pudo oír en estos días”.

Cuando regresó a la casa se encontró que en la puerta de entrada habían quedado marcas de un total de veintiún disparos y otros boquetes en la pared, producto de la balacera. Varias de las balas fueron las que impactaron en el cuerpo de Ramat, quien falleció cerca de las 23 de ese día negro, por una “hemorragia interna por herida de arma de fuego, con destrucción de hígado”, según el parte médico firmado por Elba Grassi, quien hizo la autopsia correspondiente.

Ramat quedó tirado en el suelo, moribundo, y nadie permitió que fuera atendido. Nunca se supo por qué lo asesinaron, aunque algunos obreros de la empresa reconocieron que el jefe de seguridad que estaba allí era un personaje nefasto, que había marcado a varios de los empleados, pese a que no tenían relación con ninguna agrupación política. Al cadáver se los dieron al otro día. La constancia policial fue firmada por el comisario Franklin Leonetti, quien al poco tiempo de tal hecho fue derivado a la Comisaría de Luján.

El policía escribió que la muerte de Ramat había sido “a raíz de un enfrentamiento con fuerzas militares”. Y acotaba en el escrito: “El occiso va dentro de un ataúd perfectamente cerrado”.

Raúl Ramat