Amor a la Carta 2: Historias de a dos hasta que dure ...

Carlos Riedel3 diciembre, 2019

Por Osvaldo Croce y Armando Borgeaud

Antigüedades

Dice que “le habló” en un baile, tal vez en el Club América, una noche de selectas grabaciones porque a la Comisión de Fiestas se le había terminado la plata recaudada en los carnavales.

Por ese entonces nos conocíamos todos, agrega, de vernos por la calle, de cruzarnos en la vida nomás. Y se ríe con los ojos y la boca y un ligero temblor del cuerpo. Éramos cuatro gatos locos, musita antes de callarse por un rato, en medio de la fotografía que su mente octogenaria le trae sin colores.

Noviaron varios años, no recuerda con precisión, pero serían cinco o seis. Entonces se acostumbraba así, detalla, y nada de visitarse todos los días, no señor, solamente martes y jueves. Los fines de semana, si había baile, con la hermana mayor y la abuela, que se dormía escuchando pasodobles.

Yo era muy flaquita, no pesaba nada, redunda mostrando una imaginaria cintura que cabe en el círculo de sus dedos ya con fati-ga. En el hospital me dieron vitaminas cuando me fui a hacer los análi-sis antes de casarnos, pero qué las iba a tomar, si no las podía pagar. Entonces el doctor Cintas me las regaló, susurra con picardía, como si todos supiéramos de quién habla. Gracias a eso me recuperé de la anemia. Porque tenía un poco de anemia, ¿sabés?

En la tarde hay un sol confianzudo que le llena el pelo blanco de caireles, si parece que ella iluminara la cocina donde toma-mos mate con cascarita de naranja. Durante un silencio de gorrión busca palabras o imágenes, guiña la mirada, palpa el anillo matrimonial.

Mira mis zapatos deslustrados antes de seguir. Pasales betún, che, ordena. Le alcanzo un jarrito enlozado de dos asas, busca la bombilla, retoma la historia de la misma manera que los promesantes su ruta. Una tarde me dijo que había comprado el terreno, que había ahorrado más de la mitad y que el Nono ponía el resto. Fuimos casi corriendo a verlo, imaginate, acá no había nada, apenas dos o tres casitas sobre la calle de tierra, puro campo, si todo quedaba lejos cuando esta-ba a más de cinco cuadras de la plaza.

Apenas terminaron las paredes, el techo, los contrapisos, fijamos fecha de casamiento. Faltaba el revoque de afuera, muchas cosas no teníamos, pero la decisión se tomó igual. Yo sabía que a él lo ronda-ba una tal Noemí, muy pizpireta, y no iba a dejar que me o quitara así nomás.

Trajimos el perro blanco grandote, que se llamaba Babilonia, para cuidar una mesa, dos sillas, una cama. Se puso una lamparita en cada lugar, sacábamos agua de la bomba que colocó un tuerto de apellido Gaito. Todas las mañanas había que bombear, un poco él, un poco yo. En invierno hacía un frío.

Corta la frase al estilo puntero derecho de los que ya no quedan. Sé que siguieron años duros, que abrieron una tapicería y les fue bien hasta el sesenta, que cuando iban a comprar máquinas gran-des con un préstamo bancario lo voltearon a Frondizi y el viejo tuvo que entrar a la Siam aunque nunca se perdonó su propia falta de empuje. Pasaron cincuenta y un año juntos, hasta que vino la peor de las vejeces y una madrugada nadie sacó la última foto del que había sido.

Ella quedó en esta casa donde nací, donde charlamos, no hubo forma de sacarla. Vive sola, una señora la ayuda por las mañanas y por las tardes la visito para calentarle la comida y hablar cuando no está en su mutismo de paredón.

Si –vuelve sobre la palabra que flotaba- nos casamos un 18 de septiembre de 1950, año del Libertador General San Martín como decían todas las radios. Pensar que no tuvimos una sola foto de esa vez. Bah, lo mejor ya pasó.

Finalmente corta el mate con un gracias. Mira más allá de la ventana donde hay calma de árboles. ¡Qué linda tarde!, cómo le gustaba al viejo salir a caminar en días así, ¿te acordás? Sigue el silencio que la adormece en su silla. Me voy despacio, con pasos de entonces, envidiándole el amor.