La vitalidad de la experimentación

Carlos Riedel13 mayo, 2018

Por Laura Falcoff (Revista Ñ)... Impulsado por Oscar Araiz, en 1968 se creó el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. Historia y estilo de una usina artística.

Se cumplen cincuenta años de la creación del Ballet Contemporáneo del San Martín; o mejor dicho, del momento en que se levantó el telón sobre el primer programa de la flamante compañía, que desde hacía varios meses se encontraba en un proceso febril de selección de bailarines y montaje de obras. La compañía nació marcada por una extraordinaria vitalidad. No sólo por la juventud de su director Oscar Araiz –tenía apenas veintiocho años– y la de su elenco, sino por el ímpetu creativo, la gran producción de obras y la estimulante diversidad estética de un repertorio que estaba buscando su forma.

Había otro rasgo singular en el Ballet Contemporáneo: era una compañía de autor gracias al lugar que ocupaban las creaciones de Araiz; pero a la vez era un conjunto abierto a otros lenguajes, muy diversos. El crítico César Magrini, director del Teatro, había invitado a Oscar Araiz a que formara una compañía contemporánea porque el coreógrafo, a pesar de su juventud, ya había ganado una posición de mucho reconocimiento en la escena argentina.

Varios fenómenos seguramente incidieron en el nacimiento del Ballet del San Martín: la visita durante esa década de grandes compañías extranjeras de danza contemporánea, muy bien recibidas por el público; la experiencia previa de la Asociación Amigos de la Danza –un generoso emprendimiento abierto a todas las estéticas que se realizaba un lunes por mes en el San Martín– y finalmente un viento de época que soplaba a favor de nuevos lenguajes y nuevas maneras de crear y de hacer.

La primera temporada se conformó con el heroico número de quince obras y el ritmo intenso de estrenos y reposiciones se mantuvo en los años siguientes. Pero la temporada 1970 estuvo oscurecida por amenazas, rumores, censuras y autocensuras. Ana Itelman montaba en ese momento su audaz Fedra y consultó a Araiz sobre si convenía continuar adelante con la obra: “Más inseguro de lo que parecía –contó el director después–, le contesté que nada peor que interrumpir el proceso. Público y prensa recibieron fríamente la obra. Las autoridades del San Martín manifestaron que era poco conveniente seguir con las funciones. Creo que bajar la cabeza fue el principio del fin”. En el verano de 1971 Araiz se enteró en Nueva York de que había nuevas autoridades en el Teatro y que los contratos no se renovaban. Desaparecía así, de un plumazo, una extraordinaria experiencia artística. Oscar Araiz volvería al San Martín en 1990 para encarar una nueva dirección que se extendió hasta 1998.

En 1977 se encontraba al frente del Teatro San Martín Kive Staiff, un antiguo periodista, quien decidió crear el Grupo de Danza Contemporánea. Tiempo más tarde Staiff negó que este Grupo estableciera una continuidad con el que había desaparecido en 1971 y desde un punto de vista administrativo tenía razón: el nuevo conjunto gozaba de un poco más de estabilidad que el anterior. Pero la continuidad se daba de hecho: por un lado, por el lugar físico; por otro, porque artistas muy experimentados y profesionales provenían de la etapa previa: Norma Binaghi, Ana María Stekelman y Mauricio Wainrot. Finalmente, por la permanencia de las grandes maestras y coreógrafas Renate Schotelius (1921-1998) y Ana Itelman (1927-1989), esta última una de las personalidades más singulares y geniales de la danza argentina. Kive Staiff nombró a Stekelman como directora del Grupo iniciando así ese ciclo de casi eterno retorno que caracteriza al Ballet Contemporáneo a lo largo de su historia.

Ana María Stekelman llega entonces a la dirección y crea y dirige al mismo tiempo el Taller de Danza, una escuela de perfeccionamiento para bailarines destinada a nutrir de intérpretes a la compañía. El Taller continúa muy activo hasta hoy y su propia historia y su excepcional calidad formativa merecerían un capítulo aparte. Desde 1989 está dirigido por Norma Binaghi.

Stekelman dio a la compañía una personalidad diferente: por el aporte de sus propias obras y las de Alejandro Cervera, por la gran producción de Ana Itelman en ese período y por un reconocible y nuevo acento en la teatralidad nacido de un interés por la experimentación. “En aquella época –contaba Stekelman (nota: pensemos que era el terrible año 1977)– el San Martín era una especie de isla. Éramos conscientes de todo lo que ocurría en el país y nos ejercitábamos en lograr que nuestras inquietudes aparecieran en forma de metáforas”. Una visita fundamental de ese período fue la de la coreógrafa estadounidense Jennifer Muller: trajo sus obras y sus bailarines y también dictó cursos para el Grupo y para el Taller, imprimiendo con su lenguaje una modalidad de movimientos amplia y muy “respirada” que marcó mucho a la compañía.

Una valiosa iniciativa de Stekelman fue la presentación de espectáculos en el hall central del Teatro: “La gente pasa por la calle, se sienta en el suelo, no paga entrada. Nuestras miradas a veces se cruzan. Una comunicación directa, sin tensiones. Una fiesta”.

Mauricio Wainrot asumió la dirección del Grupo en febrero de 1982; los bailarines volvían de sus vacaciones y se enteraron de que Stekelman dejaba la compañía por motivos personales. Durante los primeros ocho o nueve años de su carrera como bailarín, el trabajo de Wainrot había estado ligado a Oscar Araiz: como miembro de la compañía del San Martín, en sus emprendimientos independientes y también en giras por Brasil y Canadá. Pero cuando surgió el Grupo de Danza se reavivó su interés por la coreografía, que se había manifestado con un dúo creado mientras trabajaba con Araiz. En 1978 hizo una obra para el Grupo pero al año siguiente estrenó la que considera su primera pieza importante y netamente autobiográfica: Reflejos, con música de Mahler.

Volvamos al año 1982, cuando tomado por sorpresa Wainrot recibe la propuesta de hacerse cargo de la dirección del Grupo de Danza Contemporánea. Uno de sus primeros objetivos fue estimular técnicamente a los varones y aumentar su número dentro de la compañía. Organizó así un concurso abierto, al que se presentaron muchachos del Taller de Danza del San Martín, del Teatro Argentino de La Plata y del Instituto del Teatro Colón. En aquella audición tomó cinco varones y esta circunstancia provocó un cambio en la imagen masculina del grupo y un efecto posterior en el Taller: al año siguiente el número de varones aspirantes a ingresar se multiplicó por diez. Fue abierto un curso especial y Wainrot mismo dictó clases a los varones, que dos o tres años más tarde ya bailaban dentro de la compañía. Varios de ellos permanecieron en el Ballet del San Martín durante un período muy prolongado. La carrera más extensa fue la de Miguel Elías, un intérprete estupendo que actualmente es codirector del Ballet.

La primera obra de Mauricio Wainrot en su nueva etapa fue Sinfonía de los Salmos: “Creo que con este montaje moldeé a la compañía ya que fue un trabajo técnico muy exigente. Luego monté Sinfonía... en Suecia y Bélgica con bailarines clásicos muy preparados y que sin embargo tuvieron que hacer esfuerzos para aprenderla; entonces comprendí el verdadero mérito de los bailarines del San Martín”.

La compañía adquirió su sello pero el director se preocupó también por sumar al repertorio creaciones de otros coreógrafos. Así fueron invitados Renate Schottelius, Ana Itelman, Oscar Araiz, Alejandro Cervera, Ana María Stekelman. Una inquietud central para Wainrot concernía a la captación de espectadores: “Trabajábamos para el público; nunca consideré que hubiera que hacerlo para una minoría. La tarea de laboratorio me parece válida en otros ámbitos y está bien que la Municipalidad financie la investigación, pero no en un teatro como el San Martín. Nos propusimos acceder a un público mayoritario y lo logramos”. Le interesaba que la gente supiera que el Ballet existía. El ritmo de funciones comenzó a crecer y también la posibilidad de acceder a horarios centrales.

En 1984 Wainrot estrenó Ana Frank, una obra que surgió en parte de la historia de su familia, casi enteramente aniquilada en los campos de concentración nazis, y en parte de la tragedia que significó la dictadura militar argentina. La obra tuvo una muy buena repercusión de público y fue la que abrió a Wainrot, desde 1985, las puertas de compañías de danza en el exterior. A partir de ese momento inició una carrera internacional que lo mantuvo lejos de la Argentina, excepto por algunos compromisos esporádicos con el Ballet del San Martín. A comienzos del año 1999, por invitación de Kive Staiff, retomó la dirección de la compañía, cargo que sostuvo hasta fines de 2015; en este período hubo un gran crecimiento del repertorio con obras del propio Wainrot, de coreógrafos extranjeros invitados y de numerosos creadores independientes argentinos.

Entre 1986 y 1988 el Grupo tuvo una dirección tripartita formada por Norma Binaghi, Lisu Brodsky y Alejandro Cervera. Dice precisamente Cervera: “Ante el asombro del mundillo de la danza nos hicimos cargo del rebautizado Ballet Contemporáneo. Pero no fue difícil ponernos de acuerdo: mantendríamos en líneas generales el repertorio y sumaríamos obras de coreógrafos argentinos tratando de llevar a la compañía a un lenguaje más bailado, menos teatral. Debo decir que el público fue un tema que siempre nos preocupó y no por la recaudación. Kive Staiff fue siempre muy claro en que los teatros oficiales no están para ganar dinero. Nosotros, más ingenuamente, queríamos más gente. De ahí también la idea de cambiar la línea del grupo, hacerlo más actual y llevarlo cerca del hombre común que camina por la calle Corrientes”. Hacia fines de 1987 Binaghi y Cervera –Brodsky se había apartado– consideraron el ciclo cumplido y Staiff invitó nuevamente a Ana María Stekelman, que permaneció sólo dos años.

Desde comienzos de 2016 el Ballet Contemporáneo del San Martín está dirigido por Andrea Chinetti y Miguel Elías, que vienen de etapas anteriores de la compañía como bailarines y asistentes. La historia, afortunadamente, continúa.