El festival está en la calle

Carlos Riedel28 septiembre, 2016

Por Zacarías Balboa - Ilustración: Vladimir Sinatra - https://laresistanceweb.com/

escritores

El mundo de los escritores marginales está saturado de jeminueis, fitsyerals, bucosquis, tonpsons y queruacs. Pareciera como si bastara con tener un consumo problemático de sustancias o una vida atormentada para inspirarse y convertirse en un cronista del miedo, el asco, la fiebre, el vértigo y la locura.

Hace algunas semanas me reuní con un grupo de estos sujetos en el marco del “Festival Letras Tóxicas” que se llevó a cabo en un centro cultural (no recuerdo su nombre) del barrio de Almagro. Allí concurrí puntualmente a las 23 hs. tal como indicaba la invitación que recibí a través de Facebook. Una puerta pintarrajeada con un flaier mal pegado indicaba que ESE era el lugar correcto.

Toque timbre.  Me abrió un pibe flaco, muy flaco y alto.

– Hola, soy Julián. Pasá, man. Todavía no llego mucha gente porque es temprano.

Lo sigo por un largo pasillo. Llegamos a un espacio negro y sin ventanas. De algún punto indeterminable se escuchaban el riff primal de “rodjoaus blus” de los Dors. Más allá, algunas mesas desparramadas. Allí esperaban los organizadores del “Festival Letras Tóxicas”.

Julián me presenta a Sofía y Nicolás, los otros dos organizadores del festival. Me siento. El timbre vuelve a sonar. Julián vuelve sobre sus pasos.

-Organizamos este festival para hacernos oír, para empezar a armar un espacio donde todos los escritores de la ciudad puedan venir, charlar y organizarnos. Nos sentimos discriminados por ser diferentes – explica Sofía.

-¿Y qué te vuelve diferente?

-Soy alcohólica – toma un trago de su botella de Isenbeck de 1 litro – ¿Y vos que haces?

-Yo no hago nada, soy periodista – le explico.

Nicolás permanece callado, parece estar en otro lugar. Tiene una taza en la mano. Me la ofrece y tomo. Es whisky. Y uno muy malo, como debe ser.

Julián vuelve con dos personas más. Un chico y una chica. No tienen más de 20 años y están vestidos como para una fiesta. Se los nota incómodos. Se sientan.

-No hay nadie pero es una fiesta ¿no? – pregunta el chico.

Todos ríen pero nadie dice nada. Me paro y voy al baño por primera vez. Acomodo mi cara frente al espejo y regreso.

-Organizamos este festival para juntar a todos los escritores que están en la misma que nosotros. Y contame ¿vos que haces? – dice Julián.

-No hago nada, soy periodista – digo una vez más.

-Yo tomo alcohol para olvidar que soy alcohólica. Y escribo sobre eso – interviene Sofía (más tarde recordé que la frase pertenece al borracho del tercer Planeta que visitó El Principito).

El resto del tiempo nos la pasamos haciendo referencia a escritores “del palo”, a sus grandes vidas y en mi caso, a pasar por el baño un par de veces más. Sofía, la alcohólica, toma de a sorbitos su cerveza eterna. Nicolás, me explica que había intentado suicidarse y que ahora escribe las crónicas de su vida. Julián, va y viene varias veces, no dice demasiado y los pocos asistentes que desfilan no dura en el lugar más de 15 minutos.

El “Festival Letras Tóxicas” está llegando a su fin, al menos para mí. Me siento oprimido. El lugar me expulsa. Invento una excusa y huyo despavorido con la promesa de escribirnos y seguir en contacto. Por fin estoy en la calle una vez más. Siento el aire llenar mis pulmones y enciendo un cigarrillo.

No hizo falta caminar demasiado para encontrarme con los verdaderos desahuciados, los que no están en condiciones de elegir un estilo de vida andergraun , los que no tienen para el deliberi de drogas y no les queda otra más que aspirar nafta o juntar monedas para una botella de buen alcohol etílico o el vino más barato que se pueda conseguir. Hay prostíbulos, gente extraña en las esquinas, wachines de mocos resecos esperando que Ronal Macdonal descarte las hamburguesas que quedaron sin vender y todo es como una versión tercermundista de Bleid Raner. Paro un taxi y le pido al chofer que me lleve hasta la pizzería El Imperio, en Chacarita.

No tengo hambre aunque pido una porción de pizza y un balón de tirada. Luego otro balón y después otro. Son las 3 de la mañana y hay secuencias extrañas por todas partes como corresponde a cualquier bar de estación. El mundo se mueve y mientras algunos esperan en un cuarto negro sin ventanas que el espíritu dionisíaco de los escritores malditos se haga presente, otros andan por ahí sin rumbo, o cargan su bolsito manchado con cal y se toman la última cerveza (o la primera) y luego duermen por ahí. Pero tampoco es mi caso. Yo no hago nada. Solo soy periodista.