Rosario: entre la libertad y el sufrimiento ajeno.

Carlos Riedel22 marzo, 2020

Por Profe Adriana Raquel Musumeci...

1971 - Tiempo de milicos, una dictadura cívico-militar llamada “Revolución Argentina”, que empezó con Ongania y terminó con Lanusse…
El padre de Mati era físico nuclear y brigadier de la fuerza aérea. Lo habían trasladado a Alemania para que se perfeccionase.
A su regreso Lanusse lo puso frente a un audaz proyecto de los militares: la construcción de la primer central nuclear de Argentina.
Por esa época, hubo una palabra que inquietaba a Rosario y Mati: LIBERTAD
Creían que con ella se debía desarrollar la vida humana.
LIBERTAD. Ahí estaba la palabra, campante y sonante…
Con mayúsculas, hueca por la soledad, el dolor, la sangre y las traiciones. Inútil.
Ahí estaba y leerla le costó a Rosario noches de insomnio, de lecturas, de rabia.
En aquel momento significaba vencer la opresión familiar, las miradas de desconfianza, los horarios arbitrarios, el desprecio por aquel chico de pelo largo que tuvo que despedirse de ella en la esquina del zanjón antes de ir al servicio militar. Del que no recuerda nada más que la promesa de un pronto reencuentro.
Había un camino marcado: el ascenso social –que podía ser lícito para sus padres pero no para ella.
Rosario se lanzó en busca de la LIBERTAD.
La encontró junto con más soledad.
“Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración mental, del mismo modo que la inanición conduce a la muerte. Un individuo puede estar solo en un sentido físico durante muchos años y sin embargo estar relacionado con ideas, valores o, por lo menos, normas sociales que le proporciona un sentimiento de comunión o pertenencia” Erich Fromm – El miedo a la libertad.
Socialmente, LIBERTAD es una palabra preñada de ideología burguesa. Engaña, oculta que los únicos que pueden ejercerla son ellos, los burgueses y sus aliados.
Había que inventar otras, pero no hubo tiempo.
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En esos años, la literatura se convirtió, para Rosario, en un hogar.
Estar en los libros plasmaba la posibilidad de concretar el deseo de no estar en la vida cotidiana, ese tiempo muerto pero peligroso, del que quería escapar.
Un mundo en el que lo humano, lo general de la especie, le resultaba repleto de maldad, incomprensión, cobardía, egoísmo, represión.
Rosario leyó, por entonces, “Historia de cronopios y de famas” y creyó encontrar en Cortázar a un hombre que veía así, detrás de la opacidad del mundo, un juego luminoso, libre, inmensamente verdadero.
También Ray Bradbury. Amó en él el clima de de misteriosa antigüedad en la que los hombres salían del terruño hacia el espacio sin dejar sus miserias en casa.
“Boquitas pintadas” y los amores de Juan Carlos y Nené en aquel jardincito pueblerino fueron un misterio para ella.
En verano, muchas veces prefería quedarse en la casa, enfrascada en los volúmenes que vivirán para siempre en su corazón tras el tacto de su mirada.
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En Rosario, el individualismo, o esa compulsión a hacer lo que quería en el mismo momento en que se le cruzaba por la cabeza, era y seguiría siendo muy fuerte.
Los ideales del movimiento hippy, de la liberación femenina, de las revueltas sociales que se generalizaban, estaban en el ambiente y Rosario los vivía intensamente, junto a su piedad por el sufrimiento ajeno.
Una mañana de sábado, en una caminata sin rumbo llega a la quinta Jovita.
La casa ilustre y abandonada. Con el paredón derrumbado y la fronda saliendo hasta alcanzar la vereda. El portón atado con cadenas y un poquito más allá, la barranca.
Más lejos, retazos del rio.
El crudo invierno no había llegado y el rocío era el patrón de la mañana. El rocío juega con la luz, pero moja.
El hombre estaba acurrucado contra el árbol ya sin hojas de la esquina.
Solo. La mugre húmeda separándolo del mundo. Semidormido.
La mujer salió de la casa con la escoba en la mano, para dejar la vereda sin rastros del otoño.
Pero al ver a ese hombre, decidió que era un objetivo más digno de ella.
Como a un desecho más del tiempo, lo amenazó con la escoba y los chillidos de una voz insatisfecha.
El hombre se incorporó, amontonó sus pertenencias, las puso abajo del brazo y salió chancleteando.
Dobló la esquina y se fue sin abrir la boca para el lado de la barranca.
La caminata sin rumbo de Rosario se topó con destinos anteriores.
Se encaminó hacia sus ocupaciones llorando con lágrimas sin sonido.
Llorando en el ascensor.
Llorando cuando le abrieron la puerta.
Llorando cuando explicó por qué lloraba, a los quince años, por las calles de su pueblo…
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1975 – Una fría noche de septiembre, cerca de las 3 de la madrugada, Rosario camina por la calle 3 de La Plata, cerca de la estación, con un bolso lleno de volantes… Está convencida: los obreros deben construir poder dentro de las fábricas, la revolución debe ser irremediablemente socialista. Ya había repartido volantes en los colectivos a obreros de SIAP. Ahora era el turno de la Hilandería Olmos.

A Rosario le tiemblan las manos. ¿Cuántas personas podrían comprenderla? ¿Cuántas estarán recordando su propio fervor militante? ¿Cuántas, más jóvenes, tendrán alguna referencia aunque más no sea libresca de estos hechos?
Rosario tiene la respuesta: muy pocas.

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Nota del Editor:
Homenaje a los ocho militantes del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) asesinados cuando se dirigían, desarmados, a apoyar a los obreros de Petroquímica Sudamericana (Hilandería Olmos), en la denominada masacre de La Plata, ejecutada por la Triple A el 4 y 5 de septiembre de 1975: Adriana Zaldúa, Lidia Agostini, Roberto Loscertales, Carlos Povedano, Oscar Lucatti, Hugo Frigerio, Ana María Guzner Lorenzo, Patricia Claveri.

La brutal cuota de sangre que se cobró el régimen y la conmoción pública salvaron la vida de Adriana Musumeci, detenida –esa misma noche-, mientras repartía volantes para esos mismos obreros. “Más muertos por el mismo conflicto era demasiado…”
Después de un simulacro de fusilamiento, Adriana fue liberada. Tenía 19 años…