Era como muchas personas a la vez. Imprevisible, compleja y tan intensa como no lo he visto nunca a otra persona.

Desde muy niña –me contaba- manifestó entusiasmo por la Escuela.

- Hacia rápido las tareas y me iba a jugar a la calle, con los chicos vecinos. Las maestras me retaban por charlar en clase o jugar a la rayuela o mancharme el guardapolvo con tinta. También por sentarme con las piernas abiertas en el asiento trasero de la Siambretta de mi papá…
Haber sido elegida como abanderada del San Martín de Zárate le parecía “bastante previsible”.

- Ese año en mi boletín un solo nueve disonaba en un concierto de diez. No había otro igual en la escuela. Me votaron los alumnos y los docentes… Me desconcertó un poco la elección, por qué tanta diferencia con los otros chicos... ¿Cumpliría lo escrito en aquel cuadernito de 1962, cuando tenía 7 años?, ¿Sería yo la niña que busca la Patria?

Amaba a su abuelo italiano, nacido en Giarre, bajo el ardiente sol de Sicilia. Él, el de las dos banderas, le legaría su nombre: Rosario. Ella nunca lo olvidó.

- ¡Madonna santa! – refunfuñaba mientras recorría la quinta comiendo habas o dando maíz a las gallinas. - Sentía por él un amor entrañable.
Cuando fue a estudiar a La Plata conoció a mi padre. Era por el ’73, la época de “Cámpora al Gobierno, Perón al Poder”. Ella tenía 17 años y el 28. Mi papá la recuerda como si hubiera ocurrido ayer.

- La conocí en un seminario. De pronto habló… y me sorprendieron su voz tan potente y ella tan bella, atractiva, temblando. Llevaba el cabello rozándole la cintura y minifalda. Expresiva, parte de aquel mundo multicolor, que se descubría y renegaba de las hipocresías y los atavismos.

En aquel momento mi papá era lo que se llamaba un intelectual marxista, un hombre estudioso, que ya había andado por el Chile de Salvador Allende y conocido los resplandores del Cordobazo.

Ella una joven militante apasionada por la misma causa. Inflexible, dura ante cualquier desvío pero divertida y jovial.

Mi padre admitía que su inteligencia y su indocilidad eran muy difíciles de contener. Sus hijos podemos dar fe de ese impulso inclaudicable, desbordante.

- Contestaba como un rayo, imparable, no se callaba nada… Le pedía que no se expusiera tanto... Pero su cerebro funcionaba tan rápido como nunca vi otro. No medía las consecuencias, ni los peligros... Así era… – recuerda mi papá.

- Nos salvamos “de milagro”… - reconocía ella maliciosamente, sonriendo.

Ni por un instante dejó de pensar que la causa obrera que había defendido seguía siendo justa… Y aclaraba que ella no se había rendido...
La actualidad le resultaba ofensiva, mezquina, intolerable. Derrotados a sangre y fuego todos los procesos de cambio revolucionario de América y de Argentina, llegó el tiempo de una democracia maloliente, con buenos negocios para los pocos de siempre. Y pobres y más pobres amontonados, silenciados, humillados. Pactando sobrevivir, mendicantes…

Era ahora el tiempo del hogar, las lecturas… Y la comprensión de cómo todos las creaciones y sentimientos humanos se convertían día tras día en mercancías, en bienes procaces de compra y venta…

Pero su rebeldía personal y cotidiana contra la imposición de esos modos culturales, contra el aprisionamiento de la libido en las relaciones de propiedad, no se detuvo nunca.

Teatro Abierto con Dragún y Tito Cossa, talleres literarios, el grupo de teatro del Barrio Malvicino, la cooperativa Carreros Unidos, el aliento de Lucas Scavino, las lecturas de Conrad, Chesterton, los lingüistas rusos, Lacan, Cortázar, Tita Merello, la imprescindible Marta Harnecker… Todo entraba en el ciclón de su vida. Pero nada la conmovía más que Lenin. Nada.

- Puig fue, más que muchos, un amigo íntimo, con el que hubiese deseado conversar un atardecer caliente en Río. El Quijote lo podés leer toda la vida... Pero Lenin es incomparable, un pensamiento vibrante, asombroso. Lenin me maravilló, me hizo feliz… Si… la experiencia de leer a Lenin me hizo feliz…

Las miradas y los pensamientos sociales de mi madre y mi padre eran coincidentes, indisolubles, llegaban a los mismos repliegues de la realidad.

El amor por mi padre lo sintió reflejado en aquella voz lejana de “tu Cordelia” de Kierkegaard.

- “Se paciente con mi amor; perdóname si yo no puedo dejar de amarte.”

Kundera pareciera contar su vida en La insoportable levedad del ser.
- Muchas veces sentí que debía morir con el Negro en una ruta para no defraudar ese episodio de la novela... – me explicaba.
A mi madre no la recuerdo quieta o sin una actividad en mente. Cuando se enojaba solía ser bastante desbocada. Nos resultaba gracioso. Aunque nos escandalizábamos un poco, nos reíamos mucho.
Ella nunca lo dijo, pero nosotros sabíamos que –junto con esa pulsión estremecedora de vida y arrojo- llevaba en el pecho la piedra intensa de la muerte, el desasosiego agujereando ese espíritu apasionado.
Mi madre se juramentó: iba a buscar ese sentimiento de muerte en su pasado y su arma seria la palabra. Lo supimos desde chicos. Pero recién ahora lo entendemos un poco mejor.
Ella sentía como suyo un recorte de Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso:
- “¿No es acaso, nada para ti, ser la fiesta de alguien?”
Para nadie como para Rosario, el Negro era una fiesta. ¿Cómo no volver?
Tuvo con mi padre una relación amorosa que hizo rechinar la vieja cama que mi bisabuela le había regalado. Era como una canción que los mantenía unidos a ellos y a la familia también. Nosotros lo sabíamos.
De todas maneras, ni sus conflictos interiores ni las miserias de un capitalismo que detestaba, ni ninguna otra razón la alejaba del cumplimento de las que ella consideraba sus responsabilidades con nosotros, sus cuatro hijos.
Estaba en todos los detalles: que fuésemos bien vestidos al médico o a un cumpleaños, bañados y planchados… ¡y que estudiáramos! Y sin perder un segundo hizo lo mismo con los nietos. Les enseño a leer, como a mí, antes de empezar la escuela primaria. Nunca nos falto el festejo de un cumpleaños.
No le gustaba nada la naturaleza a mi madre. Decía que ella era “urbana”. Pero iba a mirar al rio y volvía a casa más contenta.
Mantuvo conmigo una relación de compañerismo cotidiano, distante. Yo soy la única mujer de la familia. Y así y todo nunca lloré sobre su hombro mis desengaños amorosos o mis temores.
Ella decía que solo se puede ser amigo entre pares.
- Las intimidades están reservadas para esas relaciones. – reflexionaba.
Aunque nosotros sabíamos que -frente a cualquier macana que nos mandásemos (y fueron muchas)- ella estaría para socorrernos. Mi papa fue incondicional con nosotros, pero ella le ponía una vitalidad a la cosa que la hacía lucirse en la búsqueda de soluciones, en los detalles, en la persistencia, el día a día.
Tal vez todo eso contribuía a su desgaste, a sus tristezas. No nos dimos cuenta… ninguno de nosotros se dio cuenta. Su carcajada sonora –que a ella tanto le gustaba- nos sigue resonando…
A pesar de sus convicciones, mis padres nunca nos adoctrinaron. Cuando fuimos creciendo hablábamos, si. Y nos contaban anécdotas, hechos dolorosos o que nos hacían matar de risa o nos permitían entender algo de ese pasado tan intenso. Mi papa es muy gracioso.
Mi mama decía que bastaba con educarnos para que fuéramos chicos sensibles ante el dolor ajeno y para que no nos apegáramos a los bienes materiales.
Y tenía razón. Por ahora la cosa no da para que tengamos que tomar decisiones políticas tajantes. Pero estoy segura de que si llegara el momento, ninguno de nosotros estaría del lado equivocado.
Creo que nos quería dejar de herencia, al margen de lo que hacía y de lo que nosotros pensábamos de ella, que no sintiéramos –como ella- que la muerte le venía pisando los talones.
Ahora mi mama se murió realmente. (Así, con estas palabras lo dejó ella redactado).
Me parece que todavía no empecé a extrañarla. No sé cómo me voy a arreglar.
Mis hermanos me dieron la responsabilidad de ordenar sus papeles. Las crónicas, ensayos y poemas que ella dejó en una caja de mimbre… y que nosotros nunca habíamos leído.
Los hombres son así… y mis hermanos, a pesar de nuestra educación, le escapan a los sentimientos.
Me preocupa mi papa.
¿Qué va a ser de él ahora que mi mamá está muerta?
Eso me da un poco de miedo
Ayer empecé a ordenar sus cosas.
Entre los papeles hallé escrito:
- “El Negro fue y es el único humano que rompió las barreras de la soledad de Rosario.”
Me puse a pensar:
- ¿Cómo habrá hecho mi madre para ser todas esas mujeres que finalmente fue?
- ¿Cómo será amar sin abandonarse, como se amaron Rosario y el Negro?

……………………………………………………………………………………………………………….
Adriana Raquel Musumeci
21 mayo 1955 – 26 enero 2020