Todos eran mis padres

Carlos Riedel9 julio, 2017

Por Armando Borgeaud... El autor de este artículo no supo bien en qué se había metido hasta que arrancó a escribirlo. Suele suceder. Pasen y vean retazos de la vida del gran Arthur Miller, sus obras de teatro que hicieron que los productores, en más de una ocasión, demoraran encender las luces de la sala para que aquellos ciudadanos norteamericanos, victoriosos de la posguerra, tuvieran tiempo para secarse las lágrimas. Pasen y vean el juego de padres e hijos: cercanos y lejanos, propios y postizos, reales y creíbles. Y si no abandonan antes la lectura, verán que al final la vida siempre se encarga de mostrarnos, a todos y a cada uno, nuestra verdadera estatura. Que la vida también nos deja un rato con las luces apagadas. Complementan la página dos artículos periodísticos como quien presenta las pruebas de su testimonio. Sabrán disculpar la extensión. No debería volver a repetirse.

Fue el hombre que dijo: el sentimiento de culpa es una manera de disimular la felicidad que me produce el éxito, especialmente frente a familiares y amigos. Se trata de Arthur Miller, ni más ni menos, el intelectual que con su dramaturgia cambió el siglo XX. Ahora lo sabemos.

Esa figura alta y corpulenta, de anteojos redondos, sonrisa de labios apretados, seductor de hombres y mujeres con su mirada melancólica, blandiendo la pipa como un sello intelectual, el que levantó un espejo ante la sociedad norteamericana autocomplaciente de pos guerra, como dijo en su funeral Edward Albee, otro gran compañero de ruta en la desagradecida tarea de demoler con lucidez el sueño americano, por el que hasta que aparecieron en escena obras como Todos eran mis hijos y especialmente, La muerte de un viajante, gran parte de ese pueblo victorioso parecía creer en la patraña de poder llegar a ser presidente de la república con solo proponérselo.

Ese judío talentoso nació en 1915 en el seno de una familia rica, fortuna que su padre, venido solo de Polonia a los cinco años, construyó gracias a una fábrica textil en la que llegó a emplear a ochocientos obreros, siendo prácticamente analfabeto.

La época en que una parte del mundo creyó, hasta que fue demasiado tarde, que el crecimiento económico continuaría su alza indefinidamente en línea recta. Fortuna que a los Miller y a tantos otros se les escurrió entre los dedos con la llegada de la gran Depresión, aquel jueves negro del 29. Arthur, uno de los dos varones de los tres hijos de la familia, tenía entonces catorce años.

Vuelta del destino que, según el autor de Las brujas de Salem, decidieron que él, consecuencia del drástico cambio de la situación económica de su familia, tuviera la posibilidad de convertirse en un testigo implacable de su tiempo.

El hombre que con sus personajes reales que hablaban el lenguaje de la desesperación por la impotencia de no poder fingir su fracaso, demostró a todos el engaño que escondía el consumismo.

Luego de estudiar periodismo, al mismo tiempo que trabajaba para mantenerse, el joven Arthur, que de chico se había acercado al mundo del teatro de la mano de su madre, encandilada por el glamour de  Brodway en aquellos días de fiesta, adhiere a las ideas igualitarias que cruzaban el mundo con malos augurios para el capitalismo.

No tarda en casarse con una compañera de estudios de la universidad de Michigan. Será el primero de los tres matrimonios a  lo largo de su vida. La unión se debió más a un encuentro de ideas que a otra cosa, tan común en aquellos años. De ese encuentro nacerán dos de los cuatro hijos que Miller tendrá en su vida. Recién de su tercer matrimonio, con la fotógrafa  Inge Morath, quien vivió junto al escritor hasta su muerte en 2002, vendrán los dos restantes y más conocidos.

En realidad mucho más Rebecca, exitosa actriz y directora de cine que Daniel, quien se mantuvo en las sombras para el gran público hasta poco después de la muerte de Arthur Miller, el diez de febrero de 2005, precisamente el mismo día en que se estrenaba su primer gran éxito cincuenta y seis años atrás.

En el nombre del padre

Aquí comienza en realidad el motivo de este escrito que tanto tiempo, entusiasmo y desilusión a la vez,  me ha despertado durante las últimas semanas en que la vida y la obra de Arthur Miller ocuparon mi vigilia casi casi como una obsesión. Sin cuidar el orden de aparición ni la importancia real o figurada de tantos padres que fueron apareciendo en “mi escena Miller “, permítaseme la petulancia del recurso teatral ya que estamos, estos serían más o menos.

Isidore Miller, el primero

Iniciando el mandato masculino del éxito obtenido en los negocios, creándose a sí mismo y cayendo luego estrepitosamente  frente al hijo adolescente que logrará, intacto el legado judío de sacrificio y dedicación para  corporizar los deseos, recuperar la gloria familiar desde un lugar muy distinto al que su progenitor le señalara: el mundo del espectáculo, los actores, la popularidad sin escrúpulos de los negocios de Brodway subestimado en otras épocas en aquel hogar en que el trabajo se medía por cantidad de prendas elaboradas y vendidas a buen precio al final del día. Punto y aparte. ¿Hay, después de todo, algún negocio donde existan escrúpulos a la hora de contar los billetes al fin del día ? podría preguntar algún desenfadado hijo en alguna de las obras de Arthur Miller y ahora que lo escribo pienso en más de una pieza, en más de un diálogo encarnizado. Con el padre de Arthur comienza todo. Se lo puede ver, gorra entre las manos, sonreír satisfecho bajo la sombra de un árbol  en varias fotos blanco y negro, feliz junto a su nuera Marylin Monroe. El resto del cuadro lo completan su esposa, radiante también, y Arthur, el hijo estrella. Justamente éste es quien escribirá como epígrafe en una de esas tomas que acompañan su autobiografía, Vueltas al tiempo: “ mi mejor momento… “

Telo, el mío.

Sí. Mi padre, su muerte prematura hace treinta y cinco años, removiendo recuerdos, impulsándome a revisar textos, biografías, obras de teatro, pensamientos, provocando la escritura siempre reparadora, siempre riesgosa en alguna parte. Y aquella línea de Freud en la carta a un amigo anunciando la muerte del suyo. “Es la circunstancia de mayor significación en la vida de un hombre”. Hijo masculino, aclaro yo, que también me animo a decir que desde esa pérdida, cuando se es muy joven cobra más sentido lo que sigue, andamos por la vida rastreando a ese padre en las figuras que quedan, docentes, artistas, personajes de sus obras. Vuelven recuerdos

Frente a mi padre muerto digo con orgullo a los que están alrededor, mi madre, arrugada de dolor, mi tía y su  euforia negadora: me niego a creer que ese cuerpo helado que se aleja del que amamos, extraño a nuestra cotidianeidad como un intruso, sea mi padre. Me observo cada vez más cerca de la edad de su muerte, aquella noche helada de junio, flaco, las manos de uñas comidas olorosas a cigarrillo metidas en la campera azul, revisando sin pausa los momentos vividos junto a él, especialmente los pocas que los argentinos aprendemos caminando junto a un padre: la mirada cómplice a la vuelta de un examen, la mano en el hombro volviendo de  un cancha, la manera de caminar, que por miedo a dejar morir su recuerdo, terminamos imitando sin saberlo hasta que alguien lo nota.

Y hace pocos días, el sueño, que al despertar feliz me empujó a contar estos pedazos de historia como quien emprende un viaje sin destino prefijado, con el entusiasmo único mientras preparamos las valijas.

Vamos los tres caminando por Justa Lima desierta rumbo al sur. El paisaje corresponde a la ciudad veinte años atrás Llevamos las manos en el bolsillo, Arthur Miller del lado de la calle, yo en el medio, mi padre cercano a la pared. Miller va vestido de entrecasa, polera amarilla, pantalón de corderoy gastado, pullover negro cuello en v. Me llama la atención su reloj pulsera de plástico, de los que venden en los quioscos. Mi padre lleva puesto el saco marrón de los mediodías para ir al banco, la bufanda cruzada en el cuello, los zapatos con suela de goma que adoraba, silba  un tango de Gardel. Miller es el más alto de los tres, después sigue mi viejo, esbelto como el escritor, por último yo,  algo encorvado, menos creyente en el futuro que mis acompañantes, que van mirando la altura de casas y negocios con esperanzada contemplación. Cada tanto asienten con la cabeza sin necesidad de hablar, están totalmente de acuerdo en lo piensan sobre el mundo, las cosas, ellos mismos.

Joe Keller, Todos eran mis hijos

Toda la familia conoce la verdad que Joe mantendrá en silencio hasta el final, cuando será imposible sostener esa formalidad por la que tanta gente enferma y muere. Todos, sus amigos, el barrio al que regresó mirando de frente a las ventanas abiertas cuando salió de la cárcel. Su socio resultó único culpable frente al tribunal por la venta de las piezas falladas para los aviones militares por la que murieron veintiún pilotos de la fuerza aérea de Estados Unidos en plena segunda guerra mundial. Incluida su esposa que agoniza en vida esperando al hijo mayor que no ha vuelto del frente y que todos dan por muerto menos ella. Todos, incluido el hijo que anhela casarse con la ex novia de su hermano desaparecido. Hasta que la verdad que puja por salir subterráneamente desenmascara la confabulación silenciosa de la familia cuyo padre es el verdadero responsable del crimen, en lugar del otro débil accionista que ha venido cargando con los anteriores errores de la sociedad por su falta de carácter. Joe, acorralado por su hijo quien le reprocha su desmedida ambición por el dinero, responde lo que todos los hijos hemos oído alguna vez, aún en situaciones menos dramáticas que aquella, de boca de nuestros padres al criticar la cobardía de las generaciones precedentes. Joe contestará desgarrado la discepoleana verdad que por aquellos años el  tango Qué Va chaché ( 1926 ), escupía en la cara de la crisis argentina: el verdadero amor se ahogó en la sopa/La panza es reina y el dinero Dios.

Willy Loman, Muerte de un viajante

Se sostiene, no sin razón, que fue Dustin Hoffman, en el film Muerte de un viajante,( 1985 ) de Volker Schlöndorff   quien mejor se puso en la piel de ese gris empleado que decide suicidarse al descubrir, llegado a los sesenta años, la irrefutable verdad de su vida: ha sido derrotado por un sistema que lo  mantuvo engañado hasta el momento de arrojarlo como la cáscara de una naranja. Willy Loman es incapaz de asumir el costo de su terrible frustración. Es el propio Dustin Hoffman quien expresa con sinceridad, muchos años después, su experiencia con la historia. Decidí recurrir a la memoria del comportamiento de mi padre para elaborar el personaje del film. Cuando leí la obra a los quince años, dije, mi Dios, este es mi padre y estos hijos somos yo y mi hermano. Tanto tiempo después se me presentaba la posibilidad de dar vida a una parte de mi historia familiar. En los ensayos de la filmación conté a Arthur Miller la intención de utilizar la figura de mi padre para interpretar a Willy Loman. Apenas me vio actuar, la repuesta  no tardó en llegar: exactamente así es el personaje que imaginé al escribirlo. Finalmente, después de la finalización de la película me enfrentaría a la situación más temida. El momento en que mi padre se viera reflejado en la pantalla por su propio hijo. Sentado a mi lado en el estreno, apenas se encendieron las luces de la sala, no pude contener la ansiedad para conocer su opinión. Mi padre, feliz, me felicitó efusivamente por mi trabajo y agregó entusiasmado: ese sí que es un perdedor, hijo mío. Más adelante continúa Dustin Hoffman: lo que Muerte de un viajante mostró al pueblo de Estados Unidos y del mundo es que aún dejando la vida en un trabajo no estás a salvo de ser convertido en una sobra. Willy Loman se deslomó por la empresa que ayudó a construir y de todos modos el sistema terminó escupiéndolo como un carozo.

Edie Carbone, Panorama desde el puente

La culpa por sus primeros resonantes éxitos, las consecuencias inmediatas de ganar dinero, notoriedad y reconocimiento en las calles por una parte del gran público, llevó a Arthur Miller a internarse en la zona portuaria de Nueva York, bajo la mirada del puente de Brooklyn. Allí descubrió la explicita voracidad de la boca de entrada a los productos para el consumo. Fue a buscar las pasiones elementales que la rudeza de aquella gente podía mostrar a la luz del día, seres desprovistos de los modales delicados, el acceso a la cultura refinada y el aún novedoso psicoanálisis, con que la clase media intentaba domesticar los impulsos, disimular las carencias más profundas, el dolor por las preguntas existenciales.

En ese aire, Miller aprehende el espíritu inmigrante que corporizará en su próximo trabajo.  Edie Carbone, un obrero portuario que vive con su sobrina y su esposa, la vida tronchada de un hombre víctima del deseo de posesión, la manifestación de un amor por la sobrina que lo envenenará de culpa. Reza por él, aconseja al abogado que lleva el hilo conductor del relato, la curandera a la que recurre para tratar de comprender la obsesión de Edie por aquella  mujer. Será el propio Miller quien refiere a un amigo las razones por las que no pudo ni quiso evitar la relación con Marylin Monroe que duraría mucho más tiempo en el imaginario colectivo que en los hechos concretos. Dirá aquel hur Miller victorioso frente al macartismo que intentó golpearlo: desde que empecé a tener éxito, no puedo contener la voracidad por obtener lo que deseo. Quizá algo de aquella voracidad  que a Edie Carbone, de algún modo padre incestuoso de la muchacha, lo llevará a la muerte.

John Proctor, Las brujas de Salem ( El crisol )

John Proctor es la víctima ejemplar de aquella masacre de inocentes en Salem, Massachusetts, en nombre de Dios, que una sociedad enferma de sectarismo, deseos de venganza e ignorancia, envía a la horca para “purificar”  través de la mentira y la calumnia. John Proctor es el hombre que viene desde 1692 a levantar el dedo acusador hacia el senador Macarthy que se ha propuesto limpiar de comunistas el mundo del espectáculo, especialmente, tan útil para sus deseos fascistas y demagógicos. John Proctor regresa cada vez que el autoritarismo avanza sobre la libertad de las personas en el lugar que sea. John Proctor ha firmado esa absurda confesión de un pacto con el diablo con la que podrá salvar su vida. Pero cuando le informan que ese documento será exhibido en las puertas de las iglesias, destruye la prueba miserable delante de sus jueces clamando por la limpieza de su nombre, de la palabra que expresa su nombre. El nombre legado del padre, el nombre que dejará impoluto a sus hijos John Proctor, el nombre.

Arthur Miller, el oscuro secreto de un padre

Tengo todo para empezar y sin embargo no lo hago. He vuelto a ver las cuatro obras completas, recorrí su biografía en español, en inglés, bajé todas las notas posibles en los diarios argentinos de los últimos años refiriéndose a su figura, a los estrenos de las piezas en el país. Pero continúo sin hallar la forma de contar lo que quiero. Todo lo que pienso me parece inútil y hasta ridícula esa relación padres, Miller, personajes principales. Me pregunto quién soy yo para meterme con la vida de este artista y desde ahí mirar mi vida, la de mi viejo, nada menos que en Zárate. Entonces decido no escribir nada. Pero no dejo de mirar reportajes a Miller, la mayoría mal subtitulados en inglés, con ese plácido abandonó de quién ya no se siente obligado a una tarea que le pesaba. De pronto me descubro  bajando textos, navegando de un nombre a otro, su última esposa, la hermosa austríaca Inge Morath. Me detengo en una foto: padre, madre e hija abrazados desprolijamente, prácticamente subidos uno sobre otro de alegría. Miller, Inge, y su hermosa hija Rebecca. Por enésima vez envidio a ese hombre al tiempo que crece la admiración reprimiendo la sonrisa cómplice que me había provocado la cálida escena familiar

Entonces un cliqueo equivocado encuentra el nombre por primera vez, Daniel. Como en una fuga enloquecida a  cualquier lado, una parte de mí conduce la búsqueda con precisión quirúrgica, asocia fechas, amigos cercanos al matrimonio que mencionan al pasar la existencia de un hijo con Síndrome de Down al que Miller internó en un instituto apenas le comunicaron la mala noticia. Después, aparece el artículo de Mario Diament en La Nación hace diez años, refiriendo a otro en Vanity Un hijo al que Miller no visitó prácticamente nunca. Un hijo al que su madre iba a visitar los domingos seguramente a espaldas de su marido. Un hijo, Daniel que sus maestras adoraban. Que tenía como única propiedad amada una radio pequeña.

Y entonces pensé que Miller no merecía mi escrito. Caminé en círculos huyendo del teclado, de mi estúpida soberbia de juzgar al prójimo, de mi necedad inaceptable, a esta edad, de negarme a comprender la debilidad humana, los inabarcables misterios del corazón. Y puse manos a la obra pensando en esa madre llorando a escondidas el reiterado rechazo de Miller a que Daniel regresara a la casa. La  misma casa en la que el  escritor había levantado con sus manos, muchos años antes, un refugio entre los árboles del parque para escribir sus obras. Tal vez en una de ellas alguien descubra alguna vez, a una mujer manejando su auto por una ruta desierta de domingo. La mujer lleva un pañuelo atado al cuello que flamea por el viento de la ventanilla abierta. Es una mujer que va llorando a reencontrarse con su hijo.

CULTURA › A LOS 89 AÑOS, VICTIMA DEL CANCER, MURIO UNA
FIGURA CENTRAL DE LA DRAMATURGIA DEL SIGLO XX

Arthur Miller, la vida sobre el escenario

No sólo enfrentó la caza de brujas de Joe McCarthy: fue un lúcido pensador que supo retratar la decadencia de una sociedad, comprometido con la causa humana.

Por Hilda Cabrera

En algún momento Hollywood convirtió al dramaturgo Arthur Miller, que falleció el jueves a los 89 años, enfermo de cáncer, en su rancho de Roxbury (Connecticut), en un playboy. Su relación con Marilyn Monroe había frivolizado su figura de hombre serio, comprometido con las causas justas, y de crítico de la realidad social estadounidense. Esa imagen exterior fue neutralizada cuando el escritor publicó Timebends (Vueltas al tiempo), autobiografía en la que refería aspectos de su vida y de su trabajo sin obviar a Marilyn. Surgía entonces el personaje de carácter, el judío algo rudo y extraordinariamente lúcido que los lectores de sus ensayos y los espectadores de sus obras suponían que era, y más todavía cuando privilegiaba tratar asuntos relacionados con la ética. Por aquel libro, por sus declaraciones y por testigos se sabe que en los años ’50 se negó a denunciar a sus camaradas ante una comisión parlamentaria de “Actividades Antinorteamericanas”, que emprendió una caza de brujas incentivada por el senador Joseph E. McCarthy. Por aquella actitud fue condenado a treinta días de prisión y al pago de 500 dólares. Se sabe también que Miller estuvo entre los que se opusieron a la guerra de Vietnam y que, entonces y más tarde, integró organizaciones defensoras de derechos humanos.

La vida de Arthur Miller es prolífica en obras teatrales, ensayos (varios de éstos recogidos en el volumen Echoes down the corridor, traducido como Al correr de los años), y en hechos que atraparon la atención de muchos. En el orden sentimental, los cinco años vividos junto a Marilyn, por ejemplo, con quien se casó en 1956; y en política, uno de sus encuentros más célebres: el que protagonizó con el líder soviético Mijail Gorbachov. Sucedió en 1986, cuando la entonces Unión Soviética invitó a Miller y a quince escritores y científicos africanos, europeos y estadounidenses a un encuentro con sus colegas soviéticos: “A diferencia de sus antecesores –escribió entonces–, Gorbachov no estaba ojeroso y abotargado a consecuencia de la bebida; llevaba traje marrón, camisa beige, corbata a rayas y poseía sonrisa obsequiosa y un destello de inteligencia moderna en la mirada”. Así lo describía ya en su oficio de columnista, cuando publicaba sus crónicas sobre personajes famosos en la revista Newsweek. Entonces se quejó, porque debió “abreviar” su texto. El hecho no quedó claro. ¿Qué había querido retratar Miller? Se ha dicho de este premiado dramaturgo (ganó el Pulitzer por La muerte de un viajante, y entre sus últimos galardones recibió el Príncipe de Asturias de las Letras 2002) que era “un memorioso prudente”. Así lo demuestra en su autobiografía. Lo cierto es que opinó, y entre otros asuntos señaló que “Marx gobernaba Rusia y Adam Smith el aparato estatal norteamericano”, aun cuando las teorías de estos pensadores eran consideradas caducas. Según el escritor, aquellos teóricos no avizoraron el universo de computadoras, “de hambre y derroche en el que vivimos, con un proletariado menguante, una clase media que se aburguesa y una creciente masa de indigentes (o de trastornados por el hambre) que vagabundean por las ciudades del capitalismo”.

Teatristas e intelectuales argentinos pudieron dialogar a gusto con el dramaturgo neoyorquino en 1993, cuando fue invitado a dictar una cátedra organizada por la Fundación Banco Patricios sobre Los intelectuales, la libertad creadora y el poder político. Aquel diálogo espontáneo (nada que ver con la cátedra) resultó una fiesta para todos. Miller expresó su gratitud y afecto a quienes le manifestaron en esa oportunidad la importancia que tenían sus obras en las propias producciones. Se hallaban presentes prestigiosos dramaturgos, actores y directores nacionales, y parte del elenco que esa misma temporada ofrecía una nueva versión de La muerte de un viajante, dirigida por Julio Baccaro, en el Teatro IFT. El autor acababa de estrenar en el Young Vic Theatre de Londres The Last Yankee, pieza que poco antes mostró en el off Broadway. El recibimiento en Buenos Aires no pudo ser más entusiasta para su persona. Considerado uno de los padres de la dramaturgia estadounidense –como lo fueron Tennessee Williams, Eugene O’Neill y Edward Albee–, Miller supo trabajar finamente el lenguaje teatral y construir personajes creíbles. Comprometido con los problemas sociales, logró incluso influir sobre la dramaturgia de los ’80, cuando la escena se volcaba totalmente a la imagen. Sam Shepard y David Mamet fueron algunos de los creadores que otorgaron protagonismo al texto, en contrapunto, quizá, con los “silencios” tan apreciados de un Robert Wilson, por ejemplo. La valoración de la palabra produjo entonces puestas célebres, como otra de La muerte..., con Dustin Hoffman en el papel del salesman Willy Loman, arquetipo del hombre común estadounidense que en la posguerra no pudo cumplir con el sueño americano de grandeza. Hoffman popularizó además a ese personaje en una posterior versión fílmica de Volker Schlöndorf.

En la escena, no todo fueron rosas para Miller, quien gozó de gran repercusión a través de las adaptaciones fílmicas de sus obras. Respecto del teatro se lamentó, en varias ocasiones, de su escasa repercusión social. Esas declaraciones estaban influidas por el malestar que le producían determinados aspectos de la cultura de su país. Esto reforzaba la proverbial ambivalencia de sus personajes, siempre en lucha entre el pesimismo y la esperanza. El mismo descreía del “sueño americano”, mística que endulzó la vida de sus conciudadanos. Criticaba la “inanidad” en el teatro y la carencia de personajes conectados con la propia cultura. En una entrevista a The Guardian, ejemplificó esta escasez apoyándose en su admirado O’Neill y su atroz realismo: este autor mostraba negros y sirvientes, obreros y tilingos sofisticados, apuntaba. Y recordaba que si bien era cierto que a la clase obrera podía no interesarle aquello que escribiera O’Neill, se suponía que este dramaturgo excepcional le estaba hablando a la nación. “Cuando me inicié, recibí esa idea, la de que estaba hablando a todo el público –aclaró entonces–, y que yo hablaba en nombre de él.” Eran evidentemente otros tiempos y otras ambiciones, hoy consideradas caducas por vastos sectores de la dramaturgia.

Las producciones de Miller fueron asociadas con los nombres de Marx y Freud: se dijo que lo inspiraban al momento de reflexionar sobre los conflictos sociales y psicológicos. Algo de esto se advierte en sus primeras obras, y, entre las célebres, en aquellas que jerarquizan las relaciones familiares y los estados de ánimo de los personajes, a los que el autor les otorga trascendencia (de ahí tal vez el primer título de La muerte..., The Inside of his Head). Otro tanto se opinó respecto de las presiones políticas y sociales. Ejemplos de aquellas seducciones son acaso Todos eran mis hijos (1947), La muerte..., Panorama desde el puente (1955), Después de la caída (1964), El precio (de 1968, y según los especialistas, “continuación” de La muerte...) y Las brujas de Salem (1953), impactante parábola sobre el macartismo y alerta respecto de lo que el dramaturgo denominó “terror público”: la “teoría” de que la moral no es un asunto personal sino una cuestión de Estado. También esta obra cambió de nombre: primero fue The Crucible, denominación que fue desplazada por Las brujas..., cuando Marcel Aymé la tradujo al francés como Les sorcières de Salem.

Quizás una de las obras más enojosas de Miller respecto de la sociedad de su país fue The Last Yankee. La acción transcurre en un hospital psiquiátrico, en el que se muestra a una mujer sumida en una fuerte depresión. Para el autor, esa instancia era una amenaza real en su país y la atribuía a la presión del medio, tanto por vía económica como psicológica. Se produce –decía– cuando es imposible “levantar cabeza” y la situación personal se agrava, sea por asuntos como el de hallar un empleo o el de tomar conciencia del abismo cada vez mayor entre ricos y pobres.

El lado oculto de Arthur Miller

Sábado 01 de septiembre de 2007

MIAMI.- Fue, durante el medio siglo que se extendió su carrera teatral, la conciencia moral de los Estados Unidos. El autor de obras incisivas como La muerte de un viajante y de Las brujas de Salem , el intelectual que se negó a dar nombres durante el macartismo, el opositor a la Guerra de Vietnam, el vigoroso defensor de los derechos humanos y el único hombre al que le perdonamos haberse quedado con Marilyn Monroe.

Y sin embargo, Arthur Miller tenía un secreto. Tormentoso, desconcertante, inexplicable en alguien que, como dijo el dramaturgo Edward Albee en su funeral, "había levantado un espejo frente a la sociedad".

La historia era conocida entre su grupo de íntimos y alguna gente del mundo teatral, pero solo se hizo pública esta semana, cuando la revista Vanity Fair publicó un artículo de Suzanna Andrews titulado "El acto borrado de Arthur Miller".

En él se revela la historia del cuarto hijo de Miller, Daniel, nacido con síndrome de Down, y a quien Miller internó en Southsbury, un hogar para niños discapacitados poco después de su nacimiento. Nunca lo mencionó públicamente, ni siquiera en su autobiografía Timebends (Vueltas al tiempo) y, según Andrews, ni proveyó para su sustento, ni lo visitó más que raramente.

Daniel Miller, que hoy tiene casi 41 años, fue el segundo hijo del matrimonio de Miller con la fotógrafa austríaca Inge Morath. Miller, quien ya tenía dos hijos de su primer matrimonio, se casó con Morath en 1962, un año después de su divorcio de Marilyn.

La primera hija de ambos, Rebecca, nació en 1962. Era de una belleza deslumbrante (hoy es una actriz y directora casada con el actor Daniel Day-Lewis) y los Miller vivían encandilados con ella. Daniel nació cuatro años más tarde. Arthur e Inge estaban felices, según sus íntimos, pero al día siguiente llegó el funesto diagnóstico. Según el productor Robert Whitehead, Miller se sintió devastado. "Hasta usó el término mogólico para referirse al niño y dijo inmediatamente que iba a tener que deshacerse de él."

Pese a los esfuerzos de la madre por retenerlo, el niño fue internado a los pocos días. Cuando Daniel cumplió tres años, la madre hizo un nuevo intento por traerlo a casa, pero Miller volvió a oponerse. Según la escritora Francine du Plessix Gray, amiga de los Miller, Inge iba a ver a Daniel los domingos, pero Arthur insistía en ignorar su existencia.

Daniel permaneció en Southsbury hasta los 17, cuando fue trasladado a un proyecto comunitario. Quienes lo conocieron lo describen como un chico encantador, feliz, y comunicativo pese a sus limitaciones. Una de las trabajadoras sociales que lo conoció recuerda que la única posesión del chico era una pequeña radio.

Reconocimiento póstumo

Miller vio a su hijo por primera vez en 1995, cuando Daniel tenía 19 años. Poco después participó con su mujer en una consulta de evaluación y desde entonces no volvió al hogar de su hijo. Ocasionalmente, un trabajador social llevó a Daniel a la casa de los Miller, pero estas visitas no pasaron de dos o tres.

Cuando Inge Morath murió, en enero de 2002, Daniel no estuvo presente en el funeral. Y en la entrevista que Miller le dio al New York Times para el obituario, solo mencionó a Rebecca. En consecuencia, el diario publicó que el matrimonio solo había tenido una hija.

Arthur Miller murió el 10 de febrero de 2005. Daniel no aparece mencionado en su testamento, donde nombra ejecutores a sus tres hijos. En cambio, firmó un fideicomiso en el que deja a Daniel una cuarta parte de su fortuna, un inesperado reconocimiento póstumo que revela la intensidad de su culpa.

Su empeño en apartar a Daniel de su vida viene a demostrar que Arthur Miller era un ser tan imperfecto, complejo y falible como sus personajes. Tal vez por eso los comprendía tan bien.

Por Mario Diament