‘No le sirvo a mi cámara si muero’: la mirada de un fotógrafo sirio

Carlos Riedel6 septiembre, 2017

Por KARAM SHOUMALI... 

Cuando un francotirador del ejército sirio le disparó a Hosam Katan en Alepo en mayo de 2015, Katan no pudo sentir adónde se había alojado la bala. Tenía la esperanza de que no fuera en el ojo ni en el muslo. En cinco años fotografiando el conflicto sirio, había visto a suficientes colegas heridos de bala para saber qué lesiones eran fatales y cuáles no. Mientras sangraba en el piso, se dio cuenta de que quizá pronto se sumaría a Marie Colvin y James Foley en la lista de periodistas asesinados mientras cubrían la guerra civil de Siria.

Su historia es diferente porque es sirio y revela mucho también sobre cómo ha cambiado la cobertura del conflicto: de una guerra reportada por corresponsales extranjeros que llegaban para hacer visitas fugaces a una cobertura que realizan casi por completo periodistas locales, que no tienen modo de escapar. Muchos tenían muy poca o ninguna experiencia periodística; sin embargo, su trabajo ahora es la columna vertebral de la cobertura occidental.

Y entre los mejores estaba Hosam Katan.

Katan nunca creyó que se convertiría en fotógrafo de guerra. Era un estudiante de 17 años en Alepo cuando se unió a las protestas en contra del presidente Bashar al Asad en 2011. Su padre trabajaba en la industria textil, pero su salario no era suficiente para mantener a su familia de ocho miembros. Katan ayudaba a su familia trabajando como contacto ilegal para quienes trataban de navegar por los ministerios del gobierno, donde fue testigo del “corrupto sistema burocrático y la demanda constante de sobornos en el opaco sistema legal”. Ávido de un cambio, cuando miles de sirios salieron a las calles para pedir una reforma, Katan se unió a ellos.

El joven vio que la policía utilizaba la fuerza contra los manifestantes y disparaba para dispersar a la multitud. Utilizó su teléfono móvil para grabar videos y subirlos a las redes sociales; ocultó su celular en sus calcetines para que no fuera una “sentencia de muerte” en caso de que lo detuvieran. Cuando el riesgo se hizo demasiado grande y las redadas nocturnas en la casa de su familia fueron demasiado frecuentes, Katan escapó al campo, controlado por los rebeldes. Para agosto de 2012, los rebeldes habían tomado el control de partes de Alepo, lo que le permitió regresar y trabajar en el Centro de Medios de Alepo, un grupo de activistas que documenta el conflicto y facilita el trabajo de los periodistas extranjeros.

Katan estaba interesado en el trabajo de los fotoperiodistas internacionales que acompañaba, y les hacía preguntas acerca de la luz, los ángulos y los lentes. “Regresaba a mi laptop después de un largo día y revisaba las noticias, no para enterarme de ellas, sino para aprender de ellas”, comentó. “Quería ver el producto del fotógrafo y qué fotos decidían que eran las mejores para publicar”.

Cuando el Estado Islámico tomó el control de grandes partes del norte de Siria y comenzó a secuestrar a periodistas occidentales, dependía de los periodistas sirios relevarlos, pues eran la única fuente de noticias en el territorio rebelde y publicaban reportajes en las redes sociales.

No eran inmunes al peligro. Según el Comité para la Protección de los Periodistas, 110 comunicadores han sido asesinados en Siria desde 2011, la mayoría sirios. Entre ellos se encontraba Molhem Barakat, de 18 años: un fotógrafo amigo de Katan, asesinado por los disparos de un tanque mientras trabajaba para Reuters. Katan ya tenía la cámara de Barakat (quien la vendió porque en su trabajo le dieron una), que había comprado por 400 dólares con su salario como contacto ilegal. Después de la muerte de Barakat, Katan también heredó el papel de su amigo: dos días después de la muerte de su amigo, Katan obtuvo su primer trabajo con Reuters.

Ese día de mayo de 2015, cuando le dispararon, Katan estaba con los rebeldes sirios, que acababan de apoderarse de territorio del gobierno. Para evitar las balas, el grupo dejó sus vehículos y fueron a pie. “Hay un francotirador del lado izquierdo, así que debemos inclinarnos hacia delante y correr rápidamente”, les dijo un comandante rebelde. “El francotirador no dispara tan a menudo”.

Katan vio a diez hombres que se adelantaron y escuchó las risas después de que llegaran a salvo al otro lado. Después corrió en esa dirección; dos balas levantaron el polvo en frente de él.

Una tercera penetró el abdomen de Katan.

Se recostó de espaldas, sin saber por dónde había entrado la bala ni cuánto tiempo le quedaba de vida. Separado de los demás, se quitó con dificultad el chaleco antibalas, se desabotonó la camisa, respiró hondo y, acostado, se dio la vuelta. Tomando una cámara —“una reacción instintiva” para un joven fotógrafo— comenzó a gatear de regreso.

Un combatiente le extendió el brazo a Katan y lo alejó de la vista del francotirador. Con dolor, Katan presionó su palma contra la herida y comenzó a correr; tropezó y corrió de nuevo. “No quería morir ahí”, recordó más tarde. “No le sirvo a mi cámara si muero”.

Los siguientes meses los pasó recuperándose en el apartamento de su familia en el sur de Turquía, adonde habían escapado. Sin embargo, aún quería documentar la lucha diaria de los civiles que se quedaron atrás en una de las ciudades más peligrosas del mundo. A pesar del riesgo, Katan regresó a Alepo en septiembre de 2015 y visitó el lugar donde le dispararon para deshacerse del miedo. Aunque regresaba a casa, decenas de miles de personas iban en la dirección opuesta: lejos de Siria, hacia Europa, donde Alemania y Suecia estaban dispuestos a brindar asilo a los refugiados.

Dos meses más tarde, Katan se les unió. Se sintió destrozado por tener que dejar atrás lo que se había convertido en su vocación. Pero en Europa esperaba estudiar fotografía, lo cual le permitiría estar mejor capacitado para documentar el sufrimiento en su país, así como otros conflictos en todo el mundo.

Sus propias experiencias también moldearían esa perspectiva: una tarde de noviembre de 2015 se encontró aferrado a un bote repleto con 60 migrantes que se dirigían a Grecia desde Turquía. Detuvieron a Katan en cuanto llegó y lo llevaron de una prisión a otra durante una semana porque había un problema con su pasaporte sirio. Terminó por seguir su viaje a Alemania en ocasiones a pie y a veces en autobús o tren.

Su agotador viaje valió la pena. Katan está estudiando fotoperiodismo en la Universidad de Hanóver.

Y aunque puede que viva a miles de kilómetros de Alepo, aún intenta que haya más atención hacia el sufrimiento de su ciudad. Su próximo libro, Yalla Habibi, hablará de la vida diaria de los civiles bajo asedio y de los bombardeos en el este de Alepo. “Mi experiencia de los últimos años cambió mi forma de pensar, vivir y soñar. Ahora sé que la vida se trata de algo más que las necesidades básicas de alimentos y techo. Se trata de tener una aspiración, y el fotoperiodismo es la mía”.